Piñera recula tras una inédita ola de violencia en la capital y en el resto del país


Piñera suspende el alza del precio del metro y el Ejército decreta estado de sitio para Santiago

Vagones del metro calcinados tras las protestas en Santiago, este sábado. En vídeo, imágenes de los disturbios en Chile.


Los militares que tomaron esta madrugada el control de Santiago de Chile no han logrado detener las protestas violentas en diferentes zonas de la ciudad, que con el paso de las horas se han propagado por diferentes regiones del país. A veintiún horas de decretar el estado de emergencia para la capital, que restringe para los ciudadanos la libertad de traslado y de reunión por 15 días, el presidente, Sebastián Piñera, anunció desde La Moneda que suspenderá el alza de tarifas del subterráneo, con el objeto de descomprimir el estallido social que ha desbordado a las autoridades del Gobierno y a los políticos de todos los sectores. En paralelo, el Ejército determinó toque de queda, con lo que no se podrá circular en Santiago de Chile entre las diez de la noche y las siete de la mañana.

“Todos los ciudadanos tienen derecho a manifestarse pacíficamente. Comprendo que tienen buenas razones para hacerlo, pero nadie tiene derecho a actuar con la brutal violencia delictual de los que han destruido, incendiado o dañado más 78 estaciones del Metro de Santiago”, indicó Piñera esta tarde desde La Moneda. Junto con anunciar la suspensión del alza del metro –que había subido de 800 a 830 pesos (1,13 a 1,17 dólares)– informó de la constitución de una mesa de diálogo “amplia y transversal” para encontrar respuestas a “demandas tan sentidas como el costo de la vida” de la ciudadanía. “He escuchado con humildad y mucha atención la voz de la gente y no tendré miedo a seguir haciéndolo, porque así se construyen las democracias”, añadió Piñera, que ha permanecido en la sede de Gobierno durante toda la jornada.

De acuerdo al jefe de la Defensa Nacional, general Javier Iturriaga, el toque de queda “establece que las personas deben estar en sus hogares y los que necesiten salir, deben pedir salvoconducto”. No se aplicaba en Chile desde 1987, los últimos años del régimen militar. A medianoche se extendió a Valparaíso, mientras la ciudad de Concepción, en el sur del país, se encuentra bajo estado de emergencia, una medida que restringe la libertad de traslado y de reunión a los ciudadanos.

El Gobierno se ha visto superado por los disturbios. Solo en el metro de Santiago se calculan pérdidas por 300 millones de dólares por las casi 80 estaciones afectadas. Supermercados y locales comerciales cerraron temprano este sábado “en resguardo de clientes y trabajadores", luego de los saqueos en medio de protestas. Los enfrentamientos entre los protestantes y los militares o carabineros se repiten en diferentes zonas del país, mientras anochece.

Esta sábado amaneció con el rastro en las calles de la capital de una jornada caótica, con estaciones del metro destruidas, 308 detenidos, 156 policías lesionados y al menos una docena de civiles heridos. Santiago de Chile amaneció, además, con el Ejército patrullado las calles. El Gobierno de Sebastián Piñera (2018-2022) acudió a los militares para tomar el control de la ciudad, tras la violencia del viernes, con protestas que se desbordaron con el paso de las horas. Incendios de autobuses, coches, bancos, sedes de compañías multinacionales como Enel y saqueos de tiendas y supermercados en diferentes zonas de la capital. Las autoridades del Ejecutivo se mostraron desbordadas y la clase política, en general, sin respuesta ante un fenómeno de descontento profundo que trasciende el alza del boleto del subterráneo.

Con el Estado de emergencia se decretó el toque de queda entre las 21 horas y las 7 de la mañana y la prohibición de vender alcohol hasta el lunes. Soldados y tanquetas se han desplegado en numerosas zonas de la ciudad. El estado de emergencia no había sido utilizada en Chile desde la dictadura, salvo con ocasión de desastres naturales, como el terremoto de 2010, cuando la socialista Michelle Bachelet recurrió a ella para controlar el desorden público en el sur del país.

Las entradas masivas de usuarios saltando los accesos del metro sin pagar comenzaron la semana pasada, en paralelo al alza del precio del pasaje (de 1,13 a 1,17 dólares), pero las movilizaciones se agudizaron entre el jueves y el viernes. Una de las principales críticas al Gobierno apunta a su poca capacidad de anticipación ante el fenómeno, junto con una respuesta que se enfocó, sobre todo, en lo policial. Recién en la madrugada del sábado, cuando Piñera anunció el estado de emergencia desde La Moneda, se abrió a un “diálogo transversal” para dar respuesta a la subida del precio del metro de la capital, que transporta a 2,8 millones de personas a diario.

El reciente aumento del pasaje que desató las protestas fue de 800 a 830 pesos en horario punta (1,13 a 1,17 dólares), pero se trataba de la vigésima alza de los últimos 12 años. Cuando se inauguró el sistema de transporte público Transantiago en 2007 —actualmente rebautizado como Red Metropolitana de Movilidad— el precio era de 420 pesos (0,59 dólares). Aunque está subvencionado casi en la mitad, se trata de los más altos de la región, por encima del de Sao Paulo, Buenos Aires y Ciudad de México. Los sueldos no han ido de la mano con el aumento del precio de transporte ni de la vivienda, que subió en Santiago un 150% su valor en la última década.

Chile no ha acabado de resolver algunos de sus problemas estructurales. Existe consenso en que el sistema de pensiones requiere de una transformación profunda, porque son bajísimas respecto del nivel de vida que tienen los ciudadanos en su etapa activa. Ningún Gobierno en 30 años ha sido capaz de levantar la educación pública, destruida en la dictadura. Los medicamentos son significativamente caros, en relación no solo a la región, sino incluso a Europa. Un 70% de la población gana menos de 770 dólares mensualmente y 11 millones de chilenos tienen deudas, según cálculos de la Fundación Sol. Los recientes escándalos de corrupción entre los Carabineros y el Ejército se suman a una larga lista de instituciones desprestigiadas frente a la sociedad, como el Ministerio Público, el Congreso, los partidos políticos y la Iglesia católica, donde el papa Francisco tuvo que hacer una limpia histórica por los escándalos de abusos contra menores.

El descontento de la sociedad chilena todavía no se analiza con la profundidad necesaria ni por las autoridades políticas ni por el mundo intelectual. Parece distinto al de 2011, cuando los estudiantes salieron a las calles en demanda de educación gratuita y de calidad, en el primer Gobierno de Piñera (2010-2014). Hace ocho años, se trataba de un movimiento organizado que tenía una clara agenda de reivindicaciones, liderado por los dirigentes estudiantiles que actualmente son diputados. En esta oportunidad, en cambio, se trata de una explosión difusa y múltiple –como explica el sociólogo chileno Eugenio Tironi–, que busca transgredir las normas que parecen naturalizadas y que hacen funcionar una sociedad de mercado como la chilena. No se trataría de una interpelación al sistema ni al modelo económico ni con los clásicos patrones de la derecha y la izquierda, sino con una indignación profunda hacia los grupos privilegiados.

Lo ocurrido este fin de semana representa un reto político para los dirigentes de todos los sectores de un país como Chile, que presume de su estabilidad, de su crecimiento y de la fortaleza de sus instituciones desde el regreso a la democracia en 1990. También un desafío en materia de seguridad. El presidente Piñera, que hace un par de semanas indicaba que Chile era una especie de “oasis” en una América Latina convulsionada, en breve será el anfitrión de dos importantes cumbres mundiales: el Foro de Cooperación Económica Asia-Pacífico (APEC), en noviembre, y la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (COP25), en diciembre.

Evo va en busca de su cuarto mandato

Domingo electoral. Oposición habla de candidatura ilegítima"

Seguidores de Evo Morales en un acto partidario



En un clima de polémicas y tensiones, Bolivia se dispone a votar este domingo en una elección general en la que el socialista Evo Morales, en el poder desde 2006 como primer presidente indígena, aspira a un cuarto mandato de cinco años. Intenta ponerle piedras en ese camino una oposición de centro y de derecha que lo acusa sin medias tintas de "ambiciones dictatoriales".
Esta cita electoral, entre otras cosas, es la primera de una semana movida que culminará el domingo 27 de octubre con elecciones presidenciales en Argentina y Uruguay y administrativas en Colombia. Ante los ataques de sus oponentes -el expresidente Carlos Mesa, centrista, y el candidato de derecha, Oscar Ortíz- Morales respondió acusándolos de ser funcionales a los proyectos neocoloniales de Estados Unidos en América Latina. Incluso, en una entrevista, reveló que miembros de los comités cívicos de las ciudades de Santa Cruz de la Sierra, La Paz y Cochabamba, cercanos a la oposición, habrían mantenido encuentros con militares inactivos para planificar un golpe de Estado y desconocer su eventual victoria en los comicios.

Analistas políticos admiten que el jefe de Estado, representante del socialismo latinoamericano del siglo XXI, no puede ser atacado en términos de política económica. Bolivia es el país de la región con más crecimiento (4,22% en 2018), menor desocupación (5%), con una inflación inferior al 5% y una fuerte reducción de la pobreza de un tercio de la población. La principal crítica contra Morales es que, a pesar del rechazo en un referéndum de 2016 de una reforma constitucional, el mandatario maniobró para que el Supremo Tribunal Electoral le permitiese una cuarta candidatura, evocando sus "legítimos derechos humanos". Por eso la oposición, en los últimos días, organizó tres "Cabildos" (asambleas populares) en Santa Cruz de la Sierra, Cochabamba y La Paz, en los que la candidatura y la eventual victoria de Morales, fueron consideradas "ilegítimas" con el voto de los presentes. La estrategia recuerda a la ya utilizada contra el presidente Nicolás Maduro en Venezuela. Allí, los opositores, liderados por Juan Guaidó, consideraron ilegítimo el triunfo del sucesor de Hugo Chávez en las elecciones del 20 de mayo de 2018, por irregularidades. En los sondeos, Morales, quien declaró a la cadena alemana Deutsche Welle (DW) que esté será su último desafío electoral, aparece en ventaja frente a su principal adversario, Carlos Mesa, pero sin una perspectiva segura de triunfo en el primer turno. En Bolivia, un candidato se adjudica la presidencia si obtiene el 50% más uno de los votos, o el 40%, pero con 10 puntos de ventaja sobre el oponente más cercano. En las anteriores elecciones, Morales obtuvo el 54% (2005), el 64% (2009) y el 61% (2014).
Esta vez parece excluida la superación del umbral de la mitad de los votos, mientras que los sondeos lo proponen cerca de la ventaja del 10%.

El equipo de Morales sostiene que las encuestas bolivianas no ofrecen un marco certero de la voluntad popular porque la muestra de encuestados es en su mayoría urbana. Morales, en cambio, tiene su fortaleza en las zonas rurales, de donde él proviene. En caso de un balotaje, sin embargo, las perspectivas de reelección serían para él indudablemente más complicadas.

Bolivia: «Es la economía, estúpido»

Fernando Molina


Si Evo Morales aún tiene posibilidades de ser reelegido en 2019 –pese a su desgaste político–, ello se debe a la economía. Es allí donde la oposición tiene más dificultades para enfrentar a un gobierno que combinó crecimiento sostenido con baja inflación. Pero ¿en qué consiste el «modelo boliviano»? ¿Cuáles son sus potencialidades y límites?



Mientras corría 2018, pocos apostaban a que Evo Morales podría ganar una tercera reelección. En primer lugar, porque el presidente boliviano venía de una derrota en el referéndum constitucional del 21 de febrero de 2016: 51% de la población había rechazado el cambio a la Constitución que él propuso y que habría levantado la prohibición, contenida en esta, para que se reeligiera una vez más. En segundo lugar, porque acababa de sortear esta derrota a la manera tradicional de los caudillos latinoamericanos: ordenando al Tribunal Constitucional que lo habilitara mediante una «interpretación» de la Constitución que, en los hechos, la cambia al aceptar la posibilidad de la reelección indefinida. Esa habilitación despertó la ira de los sectores medios de la población, donde está más enraizada la ideología liberal –alternancia presidencial e igualdad ante la ley–. De estos sectores había surgido el Movimiento 21-F para rechazar la legitimidad de la candidatura de Morales para las elecciones del 20 de octubre de 2019.

En la segunda mitad de aquel 2018, el presidente aparecía empequeñecido en las encuestas, mientras el ex-presidente Carlos Mesa, que aún no se había postulado, subía sostenidamente y era considerado el «hombre que podía ganarle a Evo». Al mismo tiempo, el movimiento 21-f cometía el error de concentrar sus esfuerzos en tratar de impedir que Morales se convirtiera en candidato, algo que no tenía fuerza suficiente para lograr. A comienzos de 2019, el mandatario boliviano había logrado adelantar el comienzo del proceso electoral y ocho frentes opositores habían decidido, pese a todo, entrar en las elecciones. En este momento, el movimiento 21-f comenzó su retirada, sumándose a la fragmentación electoral de la oposición. También empezaba una tendencia que duraría toda la campaña: el estancamiento de los números de Mesa, que no avanzaba en las encuestas, mientras Morales subía lentamente, pero con seguridad, desde una posición de empate con el ex-presidente hasta otra que le garantizaba ganarle en la primera vuelta. Este comportamiento no se debía a que todos los decepcionados de Morales retornaran al redil –y por eso el Movimiento al Socialismo (mas) no obtenía resultados como los de 2014, cuando logró 63%– sino a que muchos «perdonaban» al líder indígena por un conjunto de factores que expondremos a continuación. No hay que olvidar, además, que la derrota en el referéndum fue por escaso margen contra toda la oposición unificada en el «No».

En primer lugar, la mayoría seguía aprobando su gestión de gobierno, aunque por margen estrecho; en segundo lugar, su imagen personal, aunque era más rechazada que en cualquier momento desde que se volvió presidente, seguía siendo más fuerte que la de cualquier otro político boliviano. En parte, estas cifras se debían a un fenómeno de identificación étnica y social: proporcionalmente, el presidente lograba casi el doble de votos en las pequeñas ciudades y en el campo que en las grandes urbes, como La Paz, Cochabamba o Santa Cruz de la Sierra. Mientras más indígena y económicamente más modesto es un elector, más probabilidades existen de que vote por el mas.

Sin embargo, el factor fundamental del apoyo electoral al mas sigue siendo aquel que el consultor político James Carville, en la primera campaña de Bill Clinton, refería con una pintoresca y muy conocida frase: «Es la economía, estúpido». Según una encuesta preelectoral de Ciesmori, 36% de los bolivianos piensa que la situación económica del país es hoy «buena» y 27%, que es «regular»1. Pese a la crisis de Argentina y Brasil y al débil comportamiento de la economía sudamericana en general, el pib de Bolivia crecerá más de 4% este año, un resultado menos elevado que el de años pasados, pero todavía capaz de despertar ilusiones. 43% de la gente cree que hoy está «un poco mejor» que hace un año (10% mucho mejor; 21%, igual), en agudo contraste con las opiniones de los analistas opositores respecto a la situación, según las cuales esta es crítica por la pérdida de casi 2.000 millones de dólares anuales de reservas como consecuencia del déficit comercial del país, que se debe, sobre todo, a la caída de los precios internacionales del gas2. Se supone que en los próximos años esta pérdida deteriorará el nivel de las reservas de divisas a un punto peligroso para la estabilidad financiera del país, excepto si el nuevo gobierno implementa políticas de «ajuste», es decir, reduce la inversión pública y disminuye las importaciones –en su mayoría, de productos industriales–, lo que ralentizará el crecimiento3. Obviamente, el voto se explica siempre por las percepciones populares y no por las de los expertos de los centros de investigación. Y 40% de los votantes considera que su situación personal y familiar estará «un poco mejor» dentro de un año; 15%, que estará «mucho mejor», y 13%, «igual».

Las evonomics

¿En qué han consistido hasta ahora las evonomics? Básicamente, en la combinación de estatismo en las «áreas estratégicas» de la economía, como el gas y la electricidad; en una alianza con el sector privado a cargo de las grandes (agro)industrias nacionales, el comercio de gran escala y las finanzas; y en un «pacto de coexistencia pacífica» con la masa de pequeños emprendimientos artesanales y comerciales, que ocupa a más de 60% de la fuerza de trabajo, pero no cumple con las leyes laborales e impositivas del país. Esta es la «economía plural» que promueve la Constitución y que se ha beneficiado en su conjunto del superciclo de las materias primas que benefició a la economía latinoamericana entre 2004 y 2014. Las diferencias con el manejo chavista de Venezuela son, como puede verse, enormes.

Bolivia ha tenido siempre una economía primaria y exportadora, por lo que generalmente ha reaccionado con gran sensibilidad a los cambios del comercio mundial. Adicionalmente, en este periodo de prosperidad, gracias a las políticas nacionalistas del gobierno, una buena parte de la riqueza extraordinaria que el país obtuvo por la venta de gas a Brasil y Argentina, así como por las exportaciones de minerales –alrededor de 100.000 millones de dólares– quedó dentro de las fronteras5. El «modelo boliviano» considera la existencia de dos sectores: uno «generador de excedentes», compuesto por las actividades petrolera, minera y eléctrica, y otro sector «generador de ingresos y empleos», conformado por las manufacturas, la actividad agropecuaria, la construcción, el turismo, etc. El modelo se basa en la toma del primer sector por parte del Estado, que así se convierte en el principal actor de la economía, y luego en la transferencia de los excedentes de este al segundo sector por la vía del gasto público y la redistribución económica, es decir, de la ampliación de la demanda. Se diferencia así de lo que ocurría en los años 90, bajo el neoliberalismo, cuando los excedentes salían de la economía nacional por fuga de capitales y por el pago de las utilidades de los inversionistas extranjeros.


Luego de revertir la orientación del flujo del excedente por medio de la nacionalización, el Estado debe usar este flujo para: a) industrializar las materias primas, b) animar y transformar el sector generador de empleo e ingresos y c) garantizar la igualdad social7.

En el periodo de aplicación de este modelo, se incrementaron el consumo y las actividades destinadas a satisfacerlo, así como el bienestar social. La extrema pobreza monetaria (medida en ingresos de menos de dos dólares al día) cayó de 38% a 18% y hoy es de solo 10% en las ciudades. Al mismo tiempo, Bolivia se convirtió en un país de ingresos medios, donde «solo» 30% de la población gana menos de cuatro dólares por día8. El shock de liquidez también convirtió a las principales industrias de cerveza, gaseosas, cemento y telecomunicaciones en empresas de porte considerable, mayoritariamente en manos de conglomerados extranjeros. Asimismo, impulsó enormemente a los bancos nacionales, cuyo patrimonio aumentó 3,6 veces entre 2008 y 2017, de 700 millones a 2.550 millones de dólares, y cuyas utilidades en el mismo periodo se incrementaron 2,7 veces, de 120 millones a 330 millones de dólares anuales.

El «milagro» de la bolivianización

Luis Arce Catacora, ministro de Economía desde el inicio del gobierno de Morales –excepto por una pausa de un año por enfermedad– es el principal artífice de las evonomics. Para Arce, la estabilidad, es decir, el equilibrio macroeconómico, es «un patrimonio del pueblo boliviano» y debe conservarse. No tiene que ser una tarea del Fondo Monetario Internacional (fmi), como ocurría en el pasado, sino de un programa monetario y fiscal aprobado por el Ministerio de Economía y el Banco Central, que defina la cantidad de dinero que pone el Banco Central en la economía, a fin de alentar la actividad económica sin crear presiones inflacionarias.

Este programa ha sido facilitado en la pasada década por la abundancia de las reservas internacionales acumuladas durante el boom de ingresos del exterior, pero también por lo que probablemente es el mayor logro financiero de la gestión de Arce: la «bolivianización» de la economía, es decir, la vuelta de los bolivianos a su moneda en detrimento del dólar. Gracias a ambos factores, las políticas monetaria y fiscal han podido ser constantemente expansivas y han alentado un crecimiento continuo del pib que ha sido el mayor de la historia del país. En 2019, Bolivia vivirá su decimoquinto año continuo de crecimiento, a un promedio anual de algo menos de 5%, el más alto por un tiempo tan prolongado.

En los años 90, en cambio, las autoridades monetarias no podían impulsar el crédito interno, que estaba casi completamente dolarizado. Por esta razón, el nivel de las reservas de divisas internacionales –que en esa época era mejor que en otras previas, pero estaba limitado por la debilidad de las exportaciones– se convirtió en una rienda cuyo largo marcaba la amplitud máxima a la que podía crecer la economía. A comienzos de los 2000, solo 3% de los depósitos del sistema financiero estaba nominado en bolivianos y el resto estaba en dólares. En 2015 era casi al revés: 94% de los depósitos estaban en bolivianos y solo 6% en dólares. ¿Qué pasó?

El programa de estabilización de la economía que se aplicó en los años 80 había combatido la inflación dolarizando la economía. Había inyectado en el mercado los dólares de los ahorristas, algo que era fundamental para evitar la devaluación del peso boliviano, que, a su vez, era el principal detonante de la inflación. Estos dólares habían pasado a manos de la gente, que los había comprado para defender sus ahorros de la acción combinada de la devaluación del boliviano y la inflación. Eran un recurso clave, pero había que sacarlos al mercado para poder aprovecharlos.

¿Cómo se logró que la gente pusiera sus dólares en movimiento? Se autorizó toda clase de transacciones (depósitos, ahorros, préstamos, compraventas) en la divisa extranjera. Y se liberó a los bancos de cualquier encaje –o reserva– legal en moneda extranjera, es decir, se les permitió convertir el 100% de los dólares que tenían depositados en préstamos. Por supuesto, esto incentivó a las instituciones financieras a trabajar con dólares. En cambio, no existía ningún incentivo para hacerlo en bolivianos. De ahí la dolarización de la economía, que estabilizaba la moneda pero impedía el crecimiento. En 2002, el Banco Central hizo un intento de cambiar esta situación: trató de separar el precio de venta del precio de compra de los dólares, de modo que comprar divisas se encareciera, pero no consiguió imponer la medida por las protestas del público.

Fue Arce –y el equipo económico de este gobierno– quien cambió estas condiciones de la siguiente manera: primero, la entrada de gran cantidad de dólares por el boom de las exportaciones les permitió revaluar el boliviano (cada dólar comenzó a cambiarse por menos bolivianos), por un tiempo suficientemente largo como para dar la señal de que tener dólares significaba perder dinero. Luego, se estabilizó el tipo de cambio en 6,97 bolivianos, que es el precio fijo del dólar desde 2011. Si se toma en cuenta la inflación, esto significa que con el transcurso del tiempo cada dólar puede comprar cada vez menos cosas en el mercado interno.

Los estímulos cambiarios se complementaron con un mayor encaje bancario en dólares y la transformación del impuesto a las transacciones financieras, a fin de que solo gravara las operaciones en moneda extranjera. Estas medidas, en un contexto de gran confianza en la economía nacional y con una gran cantidad de reservas internacionales de respaldo, obraron el «milagro». Hoy la moneda que se usa para casi todo, excepto para ahorrar sumas mayores a largo plazo, es el boliviano. Y esto se ha logrado sin prohibir el uso del dólar, lo que probablemente habría sido contraproducente, pues podría haber despertado viejos temores de la población.

La bolivianización ha permitido que las autoridades monetarias mantengan un volumen expansivo de crédito para los actores productivos, incluso desde que las reservas internacionales comenzaron a caer, en 2015.

Ahora bien, la bolivianización necesita que el tipo de cambio sea de hecho fijo, porque si no fuera así y ocurrieran devaluaciones, estas podrían llevar a las personas, deseosas de no perder su capacidad de compra, a usar nuevamente el dólar. Se ha dicho que tal es el talón de Aquiles de la política monetaria actual, ya que les quita a las autoridades la herramienta de la devaluación como medio para abaratar el costo de las exportaciones y enfrentar escenarios como el actual, en el que los países vecinos han realizado esta maniobra cambiaria y por tanto ponen productos más baratos en los mercados clientes de Bolivia y en el propio mercado nacional. La devaluación también sirve para multiplicar la cantidad de moneda nacional que puede circular con el respaldo de una misma cantidad de divisas extranjeras; al mismo tiempo, tiene efectos negativos, pues incrementa la inflación y aumenta el peso de la deuda de los nacionales en dólares.

Arce no cree que la estrategia devaluatoria funcione en Bolivia. Piensa que la industria local no se beneficia claramente de un boliviano más barato, porque es muy dependiente de maquinarias e insumos importados, y un boliviano barato tiene menos capacidad para importar. Además, teme sus efectos sobre la inflación y la deuda en moneda extranjera. Por esto en los últimos años ha resistido la presión de los exportadores para devaluar el boliviano.

¿Enfermedad holandesa?

Según los historiadores de la economía boliviana, los periodos de prosperidad de la historia nacional respondieron a procesos de ampliación e intensificación del comercio internacional de materias primas, cuando subieron los precios internacionales (plata, estaño, gas) y Bolivia aprovechó la oportunidad que se le presentaba para venderlas a altos precios. La existencia de un vínculo causal entre ambos hechos es, hoy, una teoría generalmente aceptada. En la década de 1990, se pretendía relacionar el crecimiento económico con el ahorro y con la disponibilidad de capital, porque se consideraba que la atracción de inversión extranjera constituía la variable clave. La experiencia nacional en esa misma década y las dos posteriores mostró que a países como Bolivia el capital les llega, sobre todo, a través de booms exportadores, que se acompañan de «shocks de liquidez» y aumentos del nivel de las reservas de divisas.

Durante un auge, la mayor disponibilidad de dólares expande la demanda agregada del país, lo que impulsa sus importaciones legales e ilegales y también sus actividades internas –sobre todo las «no transables», las que pueden eludir la competencia de las importaciones–; ambas dinámicas generan ocupación y bienestar como los experimentados por Bolivia en este tiempo.

Al mismo tiempo, los picos de actividad económica alentados por la inserción exitosa del país en procesos comerciales internacionales están asociados a fenómenos ambiguos: a) la reprimarización de la economía, a causa de la altísima rentabilidad de la exportación de materias primas; b) la insatisfacción de la demanda agregada ampliada por parte de la industria y la agricultura nacionales, lo que presiona sobre las importaciones y –en el campo de las políticas– induce a la adopción de un tipo de cambio fijo, orientado a controlar la inflación. Otros fenómenos asociados son: c) el crecimiento de las actividades «no transables», tales como la construcción, los servicios financieros, los restaurantes, los viajes, el entretenimiento, etc.; d) la apreciación de la moneda nacional, a causa del drástico ingreso de divisas y de una política cambiaria «plana» y e) la caída de las actividades exportadoras «no tradicionales» o manufactureras, como consecuencia de la apreciación monetaria, que eleva los costos laborales

Tales fenómenos, junto con otros que no vamos a detallar aquí, corresponden a un anatemizado paradigma de crecimiento, que la literatura económica denomina «enfermedad holandesa». Una denominación que debemos manejar con pinzas, ya que implícitamente sugiere la existencia de un modelo de crecimiento «normal», sostenible y autopropulsado, que sería el industrial, frente al cual el crecimiento de los países no industriales con recursos naturales, como Bolivia, representaría la anormalidad y la adversidad propias de una «enfermedad».

Quizá sea tiempo de aceptar que el estilo «holandés» de expansión económica, con todas las características que hemos anotado, es inevitable para economías que, como la boliviana, se basan en la explotación de recursos naturales no renovables. No hay razones para creer que aquello que ha sucedido una y otra vez a lo largo de la historia vaya a cambiar radicalmente en el futuro. Admitir esta realidad y, por tanto, la persistencia de este tipo de crecimiento, ha sido una de las ventajas del gobierno, que explotó la necesidad nacional de «vivir de los recursos naturales» a su favor. Esta, y no otra, es la principal fortaleza del llamado «Modelo Económico Social Comunitario Productivo». Simultáneamente, la debilidad de este ha sido seguir con docilidad el designio extractivista, sin tratar de aprovechar los recursos que la extracción proporciona para diversificar gradualmente la economía y superar su dependencia, aunque hay que reconocer que este no es un objetivo sencillo de lograr. Sin embargo, no cabe duda de que este modelo, con sus múltiples errores, logró establecer una línea de crecimiento que se extendió al periodo de la «posprosperidad», lo que plantea, sin duda, un desafío a sus críticos.

¿Cómo lo logró? Con una política de impulso del crédito y de continuación de los altos niveles de inversión pública que se habían logrado en el pasado. En 2018, la inversión pública ha sido responsable de todo el déficit fiscal, que este año ascendió a 8% del pib, algo más que los años anteriores (hay déficits desde 2015). El problema es que esta política, simultáneamente, mantiene altas las importaciones en un contexto en el que las exportaciones no pueden crecer, por la caída de los precios y por diversos problemas productivos que no se mencionan aquí. Durante el súper ciclo de precios, las importaciones pasaron de 20% a 30% del pib en los años más exitosos (2013-2014), y ahora se encuentran en 26% del pib (9.900 millones de dólares). Esto también implica una fuga de divisas, solo que por otra vía más productiva. Como señalamos, en los últimos cuatro años el país ha comprado del extranjero bienes y servicios por aproximadamente 2.000 millones de dólares más que el valor de los bienes y servicios que ha vendido, déficit que ha generado un deterioro continuo de sus reservas de divisas.



Una de las principales restricciones que limita el crecimiento de los países latinoamericanos es la necesidad de divisas extranjeras –en concreto, de dólares estadounidenses– para comprar en el mercado internacional muchos de los insumos y bienes básicos que necesitan sus aparatos productivos (y para respaldar con una moneda «fuerte» –es decir, convertible internacionalmente– sus propios medios de pago). Junto con los demás países de la región, Bolivia está obligada a comerciar en una moneda que no le pertenece, así que su capacidad internacional de compra depende de su simétrica capacidad de obtener dólares mediante sus exportaciones. ¿Por qué llamar a este obvio condicionamiento una «restricción»? Entre 2016 y 2018, 53,1% de las importaciones bolivianas fueron de suministros industriales y bienes de capital; cada año, más de la mitad de las divisas que se usan para importar se gastan en compras de materias primas y maquinarias destinadas a poner en movimiento y ampliar el aparato productivo nacional, a nutrir la manufactura y la construcción de infraestructura. La causa es obvia: dado el escaso desarrollo industrial del país, estas importaciones no son sustituibles por productos nacionales. De modo que la actividad en las ramas económicas fundamentales, su ampliación cada año y los efectos de este crecimiento sobre la economía dependen de que haya divisas para la importación. Cuando estas divisas no están ampliamente disponibles en la economía, como comienza a ocurrir en la actualidad en Bolivia, esta escasez relativa pesa como una restricción, también relativa, que pone un límite a los procesos productivos internos y, con ello, al crecimiento global. El país incluso puede verse en la necesidad de detener temporalmente su crecimiento con el propósito de disminuir la necesidad de importar y, así, conservar por más tiempo sus reservas de divisas, de modo que estas cumplan la función financiera, de respaldo monetario, que también cabe que tengan. Sin suficientes divisas, la única salida posible es una devaluación, la cual, como hemos explicado, socavaría la bolivianización y, con ella, todo el modelo de crecimiento actual.

Hace unos días, la fundación liberal Milenio presentó su habitual informe sobre la economía boliviana14, en el que se afirma que hoy está «sobre el tapete la necesidad de ajustar las importaciones, tanto del sector público como del sector privado, lo cual –inevitablemente– conllevaría un mayor debilitamiento del crecimiento económico».

Esta implicación puede ser aún de mayor alcance si tomamos en cuenta que otros dos componentes fundamentales del proceso productivo también tienen que ser importados, es decir, que se accede a ellos mediante el empleo de divisas: ciertos combustibles y lubricantes (gasolina, diésel y derivados) con los que Bolivia no cuenta o que no puede producir en cantidad suficiente en el último tiempo por la caída general de la actividad hidrocarburífera del país, y el equipo de transporte, que se importa en su totalidad y que, en parte, se destina a labores productivas. Si sumáramos estas importaciones a las otras, podríamos decir que más o menos 81% de las compras nacionales en el extranjero son gastosinflexibles del crecimiento, es decir, gastos que no es posible recortar si al mismo tiempo se desea mantener o mejorar el ritmo de la expansión económica.

Esta es la razón por la que hasta ahora el gobierno no procuró tales recortes, pese a la necesidad de adaptar el nivel de las importaciones al hecho negativo que representó la caída de los ingresos de divisas por exportaciones desde 2015, el año en que comenzó la caída de los precios internacionales de las materias primas. En el programa que presentó para las elecciones del 20 de octubre, Morales reconoce que el «proceso de cambio» que dirige se ve desafiado por las turbulencias económicas internacionales actuales, en particular por la caída de los precios de las materias primas, y propone medidas que incrementen los ingresos de divisas, como la expansión del turismo y las exportaciones de electricidad, y otras que eviten la salida de divisas, como la «sustitución de importaciones» por parte de empresas estatales. Sin embargo, no está claro cómo se ejecutarían estas ideas con la premura necesaria para evitar una crisis. En principio, si el nuevo gobierno boliviano no tomara ninguna medida, las reservas se reducirían a un nivel peligroso para su papel de respaldo financiero en unos tres años, más o menos. En tal caso, antes podría ocurrir un ataque especulativo que las agotara, generado por la psicología del «escape hacia el dólar»... Pero es muy improbable que el gobierno no haga nada mientras ve cómo las reservas se consumen. Le quedan varios recursos por emplear antes de que la situación se descontrole: puede obtener divisas aumentando el endeudamiento externo del país, que todavía es bajo (28% del pib), lo que parece lo más probable, y también puede tener suerte y encontrar más gas con alguno de los proyectos de exploración que están en marcha y aumentar con ello sus ingresos. Estas soluciones, sin embargo, para ser tales, dependen críticamente del tiempo que demande su ejecución frente al tiempo de conservación de un nivel adecuado de reservas internacionales.

Tras un infarto, Bernie regresa a la campaña con el apoyo de Ocasio Cortez

La congresista más popular de Estados Unidos dio su apoyo oficial a la campaña de su mentor, justo en el momento que más lo necesita. ¿Warren seguirá al frente?


Bernie Sandres y Ocasio este sábado en Queens.


El martes doce candidatos se enfrentaron en el cuarto debate de la contienda por la nominación presidencial del Partido Demócrata. Esta vez los reflectores estuvieron puestos en la nueva puntera Elizabeth Warren, y los analistas se concentraron también en Joe Biden, quien hasta el momento había liderado a la manada. Mientras eso ocurría, el progresista Bernie Sanders tuvo una actuación notable a pesar de atravesar un momento complejo. Hace apenas dos semanas el senador por Vermont sufrió nada menos que un ataque cardiaco que lo forzó a tomar días de reposo en uno de los momentos más agitados de la contienda.


Lo que pudo haber sido desastroso, salió más que bien para Sanders, quien se ha convertido en una especie de líder moral para un movimiento progresista que ha aprovechado su popularidad para lanzar a docenas de jóvenes políticos a la escena nacional.

La noche del martes, además de haber tenido un buen papel en el debate, el equipo del senador deslizó a diversos medios un dato clave que podría revivir su campaña: Alexandria Ocasio-Cortez (AOC) apoyará públicamente la nominación de Sanders para la presidencia. También se sumarán otras dos miembros del squad de Ocasio, las congresistas Rashida Tlaib e Ilhan Omar.

"La agenda de AOC es muy similar a la nuestra. Ella también puso al centro de su campaña no tomar dinero de las corporaciones. Mostró que se puede ganar sin esos fondos, y así el compromiso es con la gente y no con las corporaciones", aseguró.

Hubo un momento en el que no quedaba claro que AOC fuera a pronunciarse de manera oficial por Bernie. De hecho, algunos analistas sugirieron que la joven rockstar del movimiento progresista podría inclinarse por Elizabeth Warren, pero el representantes de Sanders descartó la posibilidad.

"La verdad no tuvimos esa preocupación", aseguró. "Bernie siempre ha manejado sus campañas con base en sus creencias. Él sabe que está en el lado correcto de la historia. Conoce la agenda de Ale y sabe que no iba a tener que rogarle. Que ella iba a apoyar nuestra agenda".


Es difícil imaginar que congresistas como Ocasio-Cortez, Ihan Omar, o Rashida Tlahib hubiesen llegado con números tan arrasadores sin el impacto de Bernie en la campaña de 2016. De igual modo, las ideas y propuestas que Warren impulsa están en el imaginario del electorado gracias a la lucha de Sanders. Medicare para todos, los problemas de desigualdad, los derechos laborales, todos temas que el senador impuso en la conversación política y que hoy soy parte de la plataforma demócrata.

Para no ir más lejos, Warren, la reina de las políticas públicas bien armadas, ni siquiera se tomó la molestia de armar su propia propuesta de salud. Ha repetido que, de llegar a la Casa Blanca, adoptaría la propuesta de su colega de Vermont. El mismo martes cuando los candidatos centristas la cuestionaron sobre sus planes de fiscalizar con mayor fuerza a los ultra ricos, Warren habló a nombre de ambos: "Mi pregunta no es por qué Bernie y yo apoyamos un impuesto a los ricos, sino por qué todos los demás en este escenario creen que es más importante proteger a los billonarios que invertir en una generación de estadounidenses".

Obtener el apoyo de Ocasio hubiera terminado por colocar a Warren como la voz del movimiento progresista. Al inclinarse por Sanders, AOC inyectó vida a la campaña del senador y la moneda de nuevo está en el aire. Habrá que ver qué impacto tendrá la voz de Ocasio en las próximas encuestas.

AOC y Bernie durante un evento en junio

Es importante recordar que, aunque Warren y Sanders defienden las mismas posiciones, la senadora ha intentado mostrar una cara más moderada que el squad y su colega. "Yo soy capitalista", ha dicho varias veces la candidata, tratando de poner distancia con los socialdemócratas a quienes muchos votantes ven como demasiado a la izquierda para un país como EU.

"Sabemos que Bernie ganó el debate", me dice confiado el representante de la campaña. "Después de dos semanas difíciles salió con toda la fuerza y todo su mensaje giró alrededor de los temas, las cosas que le importa a la gente de EU".

El operador señaló que Bernie quiso alejar la conversación "de las estupideces de Trump". Que aunque entiende que hablar "de la corrupción de esta administración es importante, pero sabe que hay familias que no pueden ir al doctor porque no tienen seguro médico, sabe que hay familias endeudadas por ir a la universidad".

Sobre qué impacto esperan que la llegada de AOC tenga para la campaña, el operador dijo que obviamente entienden que va a ser algo muy positivo, y que sumar su voz va a impulsar la campaña de una manera que no se vio en 2016.


"Estamos muy entusiasmado con el tipo de eventos y alcance que podremos hacer con ella, una mujer latina. Ellos son muy cercanos y luchan por lo mismo", dijo.

"La relación entre el equipo de AOC y el de Sanders siempre ha sido cercana", aseguró. "Trabajaron juntos en el Green New Deal. Eso ha ayudado a que crezca la relación, pero nosotros le hemos hablado a todos los congresistas. No hicimos nada diferente con AOC", dijo.

The Biggest Legacy of the Financial Crisis Is the Trump Presidency

How the forces Obama and Geithner failed to contain reshaped the world we live in.

By Joshua Green




Laid-off employees exit Lehman Brothers’ office carrying their belongings on Sept. 14, 2008, in New York.

It was late January 2010, and Treasury Secretary Timothy Geithner sat slumped in a leather chair as the afternoon sun cast shadows across his ornate corner office. He’d just gotten off the phone with Federal Reserve Chairman Ben Bernanke. The economy was, if not exactly healthy, light-years ahead of where it had been when he took the job a year earlier—a moment when the world teetered on the brink of another Great Depression. The financial contagion had been halted. Growth had returned. The stock market was 10 months into a bull run that continues to this day.

But Geithner had the weary resignation of a beaten man. I’d been following him for months for a long magazine profile, and this was our valedictory interview, his chance to pull back and make his best case that the Obama administration had rescued the country from financial ruin. Geithner had every confidence they’d made the right choice by focusing single-mindedly on restoring growth rather than indulging what he derisively called the public’s clamor for “Old Testament justice.” But his sales pitch kept dissolving into fatalism.



Three days earlier, Massachusetts voters had delivered a jarring rebuke, choosing a Republican to fill Democrat Ted Kennedy’s Senate seat in a special election that threatened to bring Obama’s agenda to a halt. It was an early sign of the political backlash that has followed the financial crisis like aftershocks from an earthquake. I asked Geithner if he thought popular opinion would ever shift in the administration’s favor. “In the end, what people care about is, What did you do? Did it make things better or not? That’s what you’ll be judged by,” he replied. “Now, will it vindicate the president over time? It should, but I’m not sure it will.” He sighed, then gave a dismissive wave. “I think probably not.”

Geithner’s cynicism was prescient—yet he still didn’t grasp the full scale of the public’s wrath or how long it would endure. He and Obama saw the crisis primarily as a macroeconomic event that could be solved through a series of aggressive technical fixes. As they arranged the mergers, bailouts, and Fed lifelines that rescued corporations from Citigroup to General Motors to Goldman Sachs, they prided themselves on their ability to tune out the public’s justified anger at the greed and recklessness exhibited by financiers and mortgage lenders. This extended even to some clear-cut abuses of the public trust that occurred on their watch, such as when American International Group Inc.—by then a ward of the state—decided to hand out bonuses.

What was so surreal about this period was not Obama’s conviction that growth was a magical elixir that would set everything right. It was his belief that achieving it required him to protect, rather than punish, those who’d driven the economy into the ground. Summoning the chief executive officers of the major banks to the White House in the spring of 2009, Obama told them, “My administration is the only thing between you and the pitchforks.” Like flagellants, he and his economic team were willing to absorb the lashing that should rightfully have been directed at his Wall Street guests, in the belief that shielding them advanced a higher purpose.

Ten years after the crisis, it’s clear Obama was foolish to think public sentiment could be negated or held at bay. Financial crises are every bit as much about politics as economics. How could they not be? Millions of people lost their job, their home, their retirement account—or all three—and fell out of the middle class. Many more live with a gnawing anxiety that they still could. Wages were stagnant when the crisis hit and have remained so throughout the recovery. Recently the Bureau of Labor Statistics reported that U.S. workers’ share of nonfarm income has fallen close to a post-World War II low.

But personal material conditions alone didn’t drive the public response to the crisis. There was a moral component as well. A bitter irony dawning on Geithner at the time of our meeting was that a substantial number of Americans saw the rising stock market not as a gauge of economic revitalization but as an infuriating reminder that the financial overclass responsible for the crisis not only got off scot-free but was also getting richer in the bargain. The iniquity stung. One complaint voters at campaign rallies still share with me is that no Wall Street figure of any consequence served jail time as a result of the meltdown. By contrast, the U.S. Department of Justice prosecuted more than 1,000 bankers after the savings and loan crisis of the 1990s.

Donald and Melania Trump walk in the inaugural parade on Jan. 20, 2017, in Washington.



In a democracy, the pitchfork-wielding masses will eventually make themselves heard. The story of American politics over the past decade is the story of how the forces Obama and Geithner failed to contain reshaped the world. The day-to-day drama of bank failures and bailouts eventually faded from the headlines. But the effects of the disruption never went away, unleashing partisan energies on the Left (Occupy Wall Street) and the Right (the Tea Party) that wiped out the political era that came before and ushered in a poisonous, polarizing one. The critical massing of conditions that led to Donald Trump had their genesis in the backlash. And the rising tide of economic populism among Democrats makes it all but certain that the next presidential election, and Trump’s possible successor, will be shaped by it, too.

The biggest effect of the financial crisis and its aftermath was a loss of faith in U.S. institutions. Initially, and not surprisingly, this loss of confidence was concentrated in the financial sector. When Obama was first elected president during the depths of the crisis, Gallup reported that confidence in banks had fallen to an historic low. An overwhelming number of Americans (86 percent) cited economic issues as the country’s most pressing problem. But as time went on, the blame spread. Antipathy toward Wall Street eventually became distrust of the government, which not only struggled to mitigate the effects of the meltdown but also began producing its own crises, including a debt default scare in 2011 and a shutdown two years later. In 2013, five years into the recovery, Gallup discovered that Americans no longer considered “economic issues” to be the most pressing national problem: “Government” had replaced them as the top concern.

That shift in blame didn’t happen by accident. The other reason the financial crisis became such a powerful shaping force in our politics is that Republicans (and later Democrats such as Bernie Sanders) weaponized it for their own ends. The architect of this strategy was Senate Majority Leader Mitch McConnell. During the final months of George W. Bush’s presidency, when Lehman Brothers went under and the global economy looked poised to follow, the Kentucky senator helped push through the Troubled Asset Relief Program (aka “the bailout”), a bipartisan bill Bush signed into law a month before the 2008 election. At the time, McConnell lauded TARP’s passage as “one of the finest moments in the history of the Senate,” a comment that earned him the enmity of conservative hard-liners forever after.

But three months later, when Obama was established in the White House, McConnell made the cold-eyed calculation that public anger over the crisis could be harnessed for political gain. He fought the government’s ability to distribute the TARP funds, stoking resentment about bankers and other unworthy parties getting handouts. McConnell made no apologies for this. “We worked very hard to keep our fingerprints off of these proposals,” he told me in 2010. “Because we thought—correctly, I think—that the only way the American people would know that a great debate was going on was if the measures were not bipartisan. When you hang the ‘bipartisan’ tag on something, the perception is that differences have been worked out, and there’s a broad agreement that that’s the way forward.”

The ensuing polarization helped Republicans win the House in 2010 and the Senate four years later. McConnell failed to achieve his goal of making Obama “a one-term president,” mainly because Democrats flipped the script in 2012 and painted Mitt Romney as a Wall Street-friendly “vulture capitalist.”

But anger in politics is a lot like a forest fire—it can quickly burn out of control. By the time Trump declared his candidacy in 2015, Americans of every persuasion had soured on the “elites” running both parties, something his Republican opponents didn’t understand until far too late. Today, his campaign is remembered as having been driven mostly by anti-immigrant animosity. But at Steve Bannon’s insistence, Trump spent loads of time attacking Wall Street on behalf of the forgotten little guy and fanning the suspicion that a cabal of political and financial eminences was screwing ordinary people.

When I interviewed Trump just after he’d locked up the Republican nomination, he told me that he intended to transform the GOP into “a workers’ party. A party of people that haven’t had a real wage increase in 18 years, that are angry.”

His closing message in the campaign consciously evoked the disgust so many people had come to feel toward Wall Street and Washington. His final ad on the eve of the election flashed images of Federal Reserve Chair Janet Yellen and Goldman Sachs CEO Lloyd Blankfein and sought to implicate them, and Hillary Clinton, in what Trump called “a global power structure that is responsible for the economic decisions that have robbed our working class, stripped our country of its wealth, and put that money into the pockets of a handful of large corporations and political entities.” He added, “The only thing that can stop this corrupt machine is you.” It’s no surprise this message struck a chord: What is Trump if not the embodiment of a balled fist and a vow to deliver Old Testament justice?

Since his inauguration, of course, Trump has proved to be anything but the scourge of Wall Street. His central legislative achievement is a tax cut for corporations and the wealthy that has delighted financial elites and pushed markets higher, even as it polls so badly with rank-and-file voters that GOP politicians are hesitant to campaign on it.

Democrats have responded to Trump with a kind of cathartic disinhibition, throwing off the shackles Obama had imposed by holding bankers harmless and agreeing to cut entitlement programs to balance the budget. Lately, the energy on the Left has been around big, budget-busting ideas such as free college tuition and Medicare for all that are themselves a response to the crisis—a ratcheting up of demands on the government by those unhappy with the narrowness of the recovery.

Lurking among these proposals is a long-thwarted desire to square accounts with the Wall Street-Washington establishment that has steered the political economy since the crisis. This is most evident in Elizabeth Warren’s new bill, the Accountable Capitalism Act, which would greatly empower workers at the expense of their corporate bosses while redistributing wealth from the 1 Percent downward (the moral element is right there in the title).

Among the political and financial cognoscenti, these proposals are mostly considered outlandish and have been met with a combination of eye-rolling and derision. They should probably be taken more seriously, since they’re another expression of frustration with a system that hasn’t produced a satisfying recovery for tens of millions of Americans.

Predicting how this energy will further shape our politics is all but impossible. When Geithner and I sat in his office back in 2010 contemplating what might lie ahead, neither of us could have fathomed (nor could anyone else) that one consequence of the financial wreckage would be President Donald Trump. The lesson that stands out all these years later is the same one Geithner was just coming to appreciate: Ignoring popular sentiment always has political consequences, and they’re often ones we can’t possibly imagine.

Moscú no cree en lágrimas: Putin pierde terreno en la capital rusa


Andrey Schelchkov


¿Putin empieza a perder poder en la capital rusa? Aunque Rusia Unida se impuso a lo largo del país, los resultados de las elecciones moscovitas fueron una piedra en el zapato para el líder ruso, tan inesperada que las autoridades no saben cómo reaccionar y buscan nuevas fórmulas de legislación electoral para evitar futuros éxitos de la oposición, mientras se mantiene la represión a las protestas.



Desde 1991, los meses de agosto y septiembre –periodo de vacaciones– depararon crisis y sorpresas. Un golpe contra Mijaíl Gorbachov que anticipó la quiebra de la Unión Soviética, un default, ataques terroristas, el hundimiento del submarino Kursk, guerras e incendios. Todas estas catástrofes se asocian en un fatum, fueron acontecimientos de fuerza mayor, pero en agosto de 2019 la crisis política tuvo el sello de su creador: el régimen de Vladímir Putin.

La inesperada crisis actual se vinculó a un hecho en apariencia menor: las elecciones al Parlamento local de Moscú, una institución sin poder efectivo, en el marco de las elecciones regionales en todo el país. Todos esperaban que la crisis se desencadenara por demandas económicas y sociales, en lugar de reclamos éticos y de derechos ciudadanos.

La razón para pensar así no era infundada. La situación económica y social es poco prometedora. Ya van varios años de baja en el nivel de bienestar social y la economía está estancada con un crecimiento mínimo de 0,3% o 0,4%.Y ello con los precios de petróleo estables y relativamente altos en comparación con el inicio de la crisis de 2012-2013. En ese momento, todos los pilares del «modelo Putin» entraron en crisis, en gran medida debido a dificultades relacionadas con las sanciones occidentales por la política aventurera en Ucrania y Siria, cuyo objetivo, más que de política exterior, era mantener el «consenso putinista» en la mayoría de la población.

La crisis se transformó en un estado tan conocido por los rusos como el recordado «estancamiento» de la época de Leonid Brézhnev, que sobre todo para la ciudadanía políticamente poco activa es una época dorada: la vida no mejoraba, pero tampoco empeoraba. Hoy no se puede decir lo mismo. En el primer semestre de 2019, los ingresos reales de los rusos bajaron 1,3%. Y se trata de un ritmo de caída estable desde hace varios años. El único éxito de Putin fue bajar la inflación, gracias a los esfuerzos del «ala liberal del régimen» que maneja las finanzas y la política monetaria, ya que Putin no confía esas áreas a los fervientes nacionalistas o estatistas que dominan la economía real y las compañías públicas. Los enormes gastos del gobierno en megaproyectos y en política exterior, la brusca subida de los impuestos y de las tarifas de los servicios públicos –que, según los cínicos del gobierno, son el «nuevo petróleo»–, junto con el golpe mortal que recibió la legitimidad de la dictadura de Putin con la reforma de las jubilaciones, que impactó precisamente en el núcleo electoral del oficialismo, funcionaron como un caldo de cultivo muy concentrado para el descontento de grandes masas de la población. Esta política antisocial y que ralentiza el crecimiento económico contrasta con el rápido aumento de las reservas (un fondo especial de estabilización y de desarrollo creado para guardar parte de las superganacias del petróleo), que llegaron a más de 500.000 millones de dólares. A ojos de Putin, este caudal de dinero es un reaseguro para poder resolver situaciones de crisis futuras.

Para completar el panorama, hay que agregar el resurgimiento de las protestas en el interior del país, especialmente en el norte de Rusia, donde la población se levantó unánimemente contra el transporte de la basura de Moscú y en defensa de su hábitat y ecología. Protestas masivas e imposibles de aplastar surgen debido a las razones más inesperadas, y si bien florecen por razones políticas y económicas, se expresan también en un lenguaje ético, de dignidad y derechos ciudadanos. Así fue una protesta masiva en Ekaterinburgo (tercera ciudad rusa y capital de los Urales industriales), donde la población se movilizó durante meses contra la construcción de una catedral en un parque del centro de la ciudad. En este caso, la protesta ganó y las autoridades y la Iglesia ortodoxa tuvieron que ceder. El movimiento fue un mensaje contra los gobiernos autoritarios que conducen las provincias rusas con el apoyo del Kremlin.

La inesperada crisis política en agosto y septiembre pasados tiene otro condimento. Según la draconiana legislación de Putin, solamente los partidos con representación en el Parlamento nacional tienen el derecho a registrar candidatos en las elecciones. El resto debe conseguir la firma de 10% del padrón electoral. Por otro lado, con el oficialista Rusia Unida absolutamente desprestigiado en la capital, los candidatos oficialistas se presentan como independientes y deben completar el requisito de las firmas. La crisis llegó cuando las firmas de los candidatos opositores fueron declaradas fraudulentas, incluso contra la declaración de los propios firmantes, mientras que las del oficialismo pasaron sin problemas, aunque pocos los vieron juntándolas.

Como resultado, los piquetes y mítines de los candidatos rechazados fueron duramente reprimidos con un exceso de fuerza y violencia nunca visto en la capital. Los tribunales condenaron a varios jóvenes y a todos los precandidatos rechazados con medidas de arresto administrativo e incluso condenas de cárcel a partir de acusaciones ridículas y falsas. También fue detenido el popular líder opositor Alexéi Navalni, con gran predicamento entre los jóvenes y cuyo nombre está literalmente prohibido en la televisión oficial. El propio Putin, así como otros altos personeros del régimen, jamás pronuncia su nombre.

Todo eso provocó la indignación ciudadana al ver el centro de la ciudad bajo estado de sitio u ocupado por «ejército enemigo». Un mitin de protesta autorizado por la Alcaldía reunió a más de 40.000 personas, pese a la represión policial, lo que la convirtió en la mayor concentración después de las protestas de 2012.

Mientras en Moscú las fuerzas de seguridad golpeaban y pateaban a los jóvenes y enviaban a la cárcel a los opositores, Putin fingía no mostrar interés alguno por la capital. Se sumergió en un submarino, se unió a un grupo de motoqueros en Crimea espectacularmente montado en una Harley Davidson, con campera de cuero y aires rockeros. Los «Lobos de la Noche» o «Ángeles de Putin» se proponen, entre otras cosas, «salvar a la patria rusa de homosexuales y feministas». La indiferencia de Putin fue tan evidente que nadie dudó de que todo el desmadre de Moscú hubiera sido obra de él.

En vista de las dificultades para inscribir candidatos en Moscú, Navalni puso en acción su idea del «voto inteligente», que surgió tras analizar las elecciones del año pasado, cuando en Siberia y en la región del Pacífico la gente votó a cualquiera que no fuera oficialista y esto le permitió a la oposición ganar cargos en varias provincias. El más comentado fue el triunfo de la joven «ama de casa» Anna Shekina, de 28 años, que derrotó a Rusia Unida y se transformó en alcaldesa de la ciudad de Ust-Ilimsk, en la región industrial de Siberia. El llamado al voto útil de Navalni llevó a muchos a votar por la oposición tolerada, sobre todo la encarnada en el Partido Comunista (PC). Esta estrategia no sirve para llegar al poder, pero sí para mostrar que el oficialismo no tiene bases de apoyo real en el electorado.

Aunque Rusia Unida se impuso a lo largo del país, los resultados de las elecciones moscovitas fueron una piedra en el zapato para Putin, tan inesperada que las autoridades no saben cómo reaccionar y buscan nuevas formulas de la legislación electoral para evitar futuros éxitos de la oposición. De 45 bancas en el Parlamento local, 20 quedaron en manos de oposición, entre comunistas, el viejo partido social-liberal Yabloko y Rusia Justa. Los mayores beneficiarios de la táctica de Navalni fueron los comunistas. En los actos del actual PC, sumergido en el nacionalismo, los popes ortodoxos se pueden mezclar con los retratos de Lenin. El golpe más humillante fue la derrota del líder del partido oficialista Rusia Unida, Andréi Metelski, quien perdió su banca en el Parlamento, que ocupaba desde 2002. Como reza un dicho judío de Odessa: «No hay que ser demasiado kosher», y esta fue la estrategia de la oposición moscovita en las elecciones del 9 de septiembre, en las que la participación apenas superó el 20%.

El éxito del «voto inteligente» tuvo facetas de comedia: el tercer distrito de la ciudad fue ganado por Alexander Solovyev, una figura desconocida que entró solo para desviar los votos de un candidato liberal con el mismo nombre, Alexander Solovyev. Al final, el verdadero Solovyev fue excluido de las elecciones y luego encarcelado, lo que dejó al candidato fake como vencedor contra el candidato pro-Kremlin sin mover un dedo ni gastar un rublo en su campaña. Los periodistas comenzaron a buscarlo para saber quién era verdaderamente el «otro» Solovyev.

La situación se parece al fin de la Unión Soviética, cuando en las elecciones podía ganar cualquiera que compitiera con un comunista, la gente votaba en contra y no a favor, y bastaba con ser no comunista para ganar. Y esta tendencia asusta al putinismo. Allí radica el éxito del «voto inteligente», aunque el oficialismo haya ganado en el resto de Rusia. Navalni busca luchar contra el sistema de Putin sin aceptar sus reglas.

Estas elecciones demostraron el debilitamiento del régimen y de la gobernabilidad, lo que mina fuertemente las posiciones de propio Putin en las elites y crea grietas entre varios sectores de su hasta ahora sólido bloque de poder. Pero el «voto inteligente» es más una tecnología de protesta que una forma de construcción política que incorpore la protesta pero dé metas al movimiento; por eso la vemos en olas inesperadas y frecuentemente espontáneas, que terminan en reflujo y decepción. La oposición tiene por delante la tarea de articular una nueva agenda nacional de lucha que pueda movilizar no solamente Moscú y San Petersburgo, sino las provincias del enorme territorio ruso. Y, al mismo tiempo, debe generar puentes desde la izquierda hasta la derecha democrática para crear un clima de cambio político imprescindible para acabar con el régimen de Putin.

News Organizations – especially legacy outlets – played largest role in content shared on Twitter about immigration

The internet’s anonymity and ease of publishing have allowed new voices to enter into debates over contentious issues. Yet in an era of polarized news choices, alternative facts and concern over “fake news,” it is not always clear which sources play the largest role in the debate. To help answer this question, the Center examined the information sources posted on Twitter about immigration during the first month of the Trump administration.

This study examined the most frequently appearing sites out of those linked to in all tweets about immigration during this time period. There were 1,030 different sites linked to in at least 750 tweets, which became the threshold for consideration in this study. These sites are organized into 14 mutually exclusive specific groupings and three broad categories: News Organizations, Other Information Providers and Other Sites.5

Most striking, sites in the News Organizations category – those that show evidence of publishing original reporting, such as interviews, eyewitness accounts or references to source documents in their top five most linked-to articles or the top five articles on their homepage – accounted for the largest proportion of these 1,030 sites (42%). And the legacy news organizations grouping accounted for twice as many sites as the digital-native news organizations grouping: 28% of all sites in this study compared with 14%, respectively. Almost three-in-ten are included in the Other Information Providers category (29%), predominantly the digital-native commentary/blogs (12%) and nonprofit/advocacy organizations (9%) groupings. A final 29% fell into the Other Sites category, including links to sites that no longer exist as well as consumer product entities, spam or other types of sites.

Below are the descriptions of each broad category and specific grouping.
News Organizations: 42%

Roughly four-in-ten of all sites (42%) fell into the News Organizations category. Sites in this category all show evidence of original reporting (such as interviews, eyewitness accounts or referrals to source documents) in the top five most linked-to articles on Twitter during this time period and the top five articles on their homepage when coding. Two groupings make up this category:

28% Legacy news organizations: Any news organization that was not “born on the web,” including print newspapers and television and radio broadcasting organizations. These news organizations include outlets like The New York Times, CNN and Fox News.
14% Digital-native news organizations: Any news organization that was “born on the web,” meaning their inaugural content was published online (even if they later also published broadcast or print content), and that publishes news about current events. This grouping includes politically focused news sites like Breitbart, Politico and ThinkProgress, as well as more general-interest news sites like The Huffington Post (now HuffPost) and Yahoo News.

Other Information Providers: 29%

Almost three-in-ten (29%) sites were in the Other Information Providers category, which includes sites focused on current events or public affairs information. It contains five groupings:

12% Digital-native commentary/blog sites: Sites that produce original content but do not show any evidence of original reporting in the top five most linked-to articles on Twitter during this time period and the top five articles on their homepage when coding. This grouping includes sites like Truthfeed, The American First and Zero Hedge.
9% Nonprofit/advocacy sites: Includes research organizations such as Cato Institute, broad advocacy organizations like the American Civil Liberties Union (ACLU) and immigration-focused organizations like America’s Voice.
3% Government institution or public official sites: Includes those such as whitehouse.gov or Sen. Elizabeth Warren’s YouTube page.
3% Digital-native aggregator sites: Includes sites that do not produce original content but link to content produced elsewhere. This grouping includes sites like SnappyTV, Apple News and Drudge Report.
2% Academic/polling sites: Includes academic organizations, universities and their research centers, such as Cornell University or The University of Pennsylvania, and polling sites such as Public Policy Polling or Rasmussen Reports. Wikipedia is also defined as an academic/polling site.

Other Sites: 29%

The remaining sites did not provide current events information or could not be coded due to reasons detailed below. There were seven types of sites in this broad category that, when combined, accounted for almost three-in-ten (29%) of all sites.

7% Consumer products and internet services sites: Includes online shopping sites such as eBay.com, internet services like google.com, and file sharing sites like documentcloud.org. It also includes some companies that became part of the discussion about immigration like 84 Lumber, whose Super Bowl ad was perceived to be about immigration policy.
7% Foreign/non-English sites: Includes those that do not primarily publish English-language content or are produced outside of the United States or Europe. Several Indian sites, such as indiatimes.com and NDTV, are included in this grouping as well as sites from Israel (such as Haaretz), Australia (abc.net.au) and several other countries.
3% Spam sites: Includes sites such as potusnewss.ml that redirected to purely advertising content that did not reflect any site branding when analysis was conducted.
2% Discontinued sites: Includes sites such as magasupporters.us that did not load when analysis was conducted.
2% Content delivery tools: Includes sites such as bit.ly and dlvr.it, which provide access to other forms of content. This category only includes links whose final destination could not be reached at the time of analysis.
2% Celebrity, sports or parody/satire sites: Includes celebrity-focused sites like People, sports sites like Bleacher Report and satire sites like The Onion.
6% Other sites: These sites are those that did not fit into any of these groupings. These included tech and music sites that did not feature current events, forum discussion channels and a variety of video streaming sites.