La economía sigue en recesión: acumuló su undécima caída en fila, al bajar 6,8% en marzo (se frenó recuperación intermensual)

Los datos surgen de la comparación interanual. En relación a febrero, el indicador retrocedió un 1,3%, con lo que cortó una racha de tres alzas consecutivas.


La actividad económica se derrumbó 6,8% en marzo en forma interanual, acumuló su undécima caída mensual consecutiva y cerró el primer trimestre del año con una contracción del 5,7%, informó este miércoles el INDEC.

Según las cifras del Estimador Mensual de Actividad Económica (EMAE), en marzo último respecto de febrero el indicador registró una caída del 1,3%, con lo que volvió así a tener una variación negativa contra el mes anterior, después de tres meses de números positivos.

Los once meses de caída consecutiva de la actividad contradicen los pronóstico del Palacio de Hacienda, que por los indicadores positivos desestacionalizados en febrero había encontrado que la economía habría registrado el piso de caída en noviembre pasado.

En abril profundizaron la caída de la producción de bienes y servicios la intermediación financiera, el comercio minorista y mayorista la industria y la construcción.

Con excepción del campo, que creció en marzo 10,8%, la enseñanza, que mejoró 1%, y los servicios de salud, que subieron 0,2%, el resto de los sectores arrojaron variaciones negativas.

La intermediación financiera se desplomó un 13,9% la mayor caída en los últimos tres años, mientras que la contracción en consumo del comercio minorista y mayorista, que cae un 14,6%, es también el mayor indicador negativo desde el 2016, si se excluye ella utilización del agua, gas y energía eléctrica que baja un 3,4% ultimo bimestre del año pasado.

La industria manufacturera presentó en marzo un 13,2%, la actividad de la construcción un 7,1% con 8,2, pesca con un 4,4% y la utilización del agua, gas y energía eléctrica presentó una baja del 6,1%.

Los servicios del transporte y comunicaciones y la actividad inmobiliaria se contrajeron un 3,6%.

También mostraron bajas menores los servicios comunitarios con un 1,7% de contracción, la actividad en hoteles y restaurantes cayó en marzo un 1,5, y la explotación de minas y canteras bajó 1,8%, mientras que la administración pública cayó un 0,3 y la pesca pesca con un leve retroceso del 0,2%.

Sergio Massa sube la apuesta de Schiaretti y convoca a una “gran interna opositora”




El líder del Frente Renovador se despachó con una propuesta explosiva tras la cumbre de Alternativa Federal: “Invitamos a una gran primaria de la oposición”, dijo en un video que difundió por las redes.

Con Roberto Lavagna pendiente de las definiciones del radicalismo, la dirigencia de Alternativa Federal parece decidida a construir una agenda de propuestas que le dé volumen al espacio y a “interesar” al resto de las fuerzas de la oposición.

El cordobés Juan Schiaretti habló de incorporar a Daniel Scioli y a Marcelo Tinelli, a quienes ya se les cursaron invitaciones, pero su colega Sergio Massa dio un paso más audaz al hablar de la necesidad de convocar a una “gran primaria opositora” para “superar el fracaso de Macri”.

No faltó quien interpretara que la "gran interna opositora" debía incluir, por definición, a Unidad Ciudadana y al rumbo que tome el lavagnismo, pero Massa se cuidó muy bien de hacer nombres propios.


Sí habló de la necesidad de “construir un nuevo gobierno y una nueva mayoría sin volver para atrás”. Por eso amplió la convocatoria a “una gran primaria de la oposición para que ese desafío lo podamos construir entre todos”.

Ante la insistencia, se animó a soltar nombres propios de ambos lados de la grieta: por el oficialismo valoró a Emilio Monzó, presidente de la Camara de Diputados, y a Nicolás Massot, presidente del bloque oficialista. De la oposición ponderó a Daniel Filmus y a Rafael Bielsa.

A la salida del encuentro Massa se quejó de que se insista en la danza de nombres y pidió “salir de la discusión de la vanidad política, de la discusión de nombres” y enfocarse en “la elaboración de un documento” que contenga políticas de estado.

Sin Lavagna en la mesa, Alternativa Federal salió a sumar a Daniel Scioli y a Marcelo Tinelli





El bonaerense Sergio Massa, junto a Juan Schiaretti, Juan Urtubey y Miguel Pichetto se reunieron este mediodía para darle forma a Alternativa Federal. No pudieron sentar a Roberto Lavagna, pero cursaron invitaciones para ampliar el espacio.

Mientras relojea el escenario que construyen los movimientos dentro del kirchnerismo, con nueva fórmula incluida, y del oficialismo, con el resurgimiento del “Plan V”, Alternativa Federal consolida su propuesta de ir “por el medio”. Para eso, los dirigentes que lo componen, los gobernadores de Córdoba y Salta, Juan Schiaretti y Juan Manuel Urtubey; el senador nacional Miguel Pichetto y el líder del Frente Renovador, Sergio Massa, se reunieron hoy mismo.

El gran faltante al encuentro fue Roberto Lavagna, a estas alturas una verdadera incógnita. El ex Ministro de Economía ratificó su intención de competir por la presidencia pero todavía resiste la posibilidad de someterse a una PASO, lo cual le quita volumen a los federales.

Tal vez para compensar eso, hoy cursaron invitaciones a dos jugadores de peso: Daniel Scioli, que mantiene su aspiración presidencial, dentro de Unidad Ciudadana, y a pesar del lanzamiento de la fórmula Fernández Fernández, y Marcelo Tinelli, que no deja de coquetear con la posibilidad de ser candidato.

Macri y Schiaretti se mostraron abrazados y sonrientes en Casa Rosada en horas decisivas para el PJ no K



Mauricio Macri y Juan Schiaretti, este martes, en Casa Rosada

Mauricio Macri fue el último en irse de Casa Rosada: a las 18.52 salió por la explanada de la calle Rivadavia acompañado por Dario Nieto, uno de sus colaboradores más cercanos. Cuatro minutos antes hizo lo propio Juan Schiaretti, el gobernador cordobés con el que el Presidente se reunió durante 50 minutos, en un encuentro a solas que, en la previa, había acaparado la atención del Gobierno y del PJ alternativo.


"Terminamos la reunión convocada por el Presidente @mauriciomacri, en la que ratifiqué mi posición sobre un eventual acuerdo nacional", escribió Schiaretti en su cuenta de Twitter minutos después de dejar Casa Rosada, y enumeró una serie de puntos de rigor.


Solo Macri y el gobernador de Córdoba, que arrastran una relación de vieja data, conocen el contenido de la reunión: no hubo testigos. Solo el saludo de algunos colaboradores presidenciales, como Fernando de Andreis, que dejó la Casa Rosada mientras el jefe de Estado y el mandatario provincial promediaban el encuentro. Lo mismo hizo el jefe de Gabinete, Marcos Peña, que salió por la explanada quince minutos después de las seis de la tarde. Un rato más tarde se lo vio a Mario Quintana.


Pero la foto oficial distribuida tras el cónclave por Presidencia fue más que elocuente: Macri y Schiaretti fundidos en un abrazo, y sonrientes. No hubo, en los últimos tiempos, una foto del mismo temor entre el jefe de Estado y un gobernador.


El encuentro se da tras el categórico triunfo del gobernador de hace dos domingos, después del impactante anuncio de Cristina Kirchner del último sábado y en vísperas de la convocatoria realizada por el cordobés para este miércoles con el resto de los cofundadores de Alternativa Federal, el ex ministro Roberto Lavagna y el socialismo de Miguel Lifschitz, que por la tarde pasó por el despacho del ministro del Interior, Rogelio Frigerio.


Schiaretti contará esta noche los detalles de su encuentro con Macri en una cena que mantendrá con Sergio Massa, Miguel Ángel Pichetto y Juan Manuel Urtubey, horas antes del cónclave ampliado de este miércoles.


El Gobierno sigue con atención los movimientos de Alternativa Federal. La estrategia oficial de polarizar con el kirchnerismo, que por ahora se mantiene sin alteraciones, suma la necesidad de que el PJ no K se revitalice de cara a las elecciones para dividir el voto opositor.


El resumen de Schiaretti en su cuenta de Twitter sobre la reunión en el despacho presidencial da cuenta de eventuales acuerdos en torno al equilibrio fiscal, la inserción en "el mundo" o el federalismo, en línea con el consenso de 10 puntos impulsado en las últimas semanas por el Gobierno para retomar la iniciativa.


Explicaciones de ocasión: el acuerdo quedó en estas horas en un segundísimo plano por el impacto del anuncio de la ex Presidenta del fin de semana, que oficializó la candidatura de Alberto Fernández y que sacudió el tablero político.


A las pocas horas, el cordobés tuvo que aclarar, de nuevo en su Twitter, que "Alternativa Federal junto a otras fuerzas plurales democráticas que quieran superar la grieta debe tener candidatos propios en las próximas elecciones presidenciales".


Desde este lunes, en los principales despachos de Casa Rosada solo se habla de los reacomodamientos en el escenario electoral tras el anuncio de CFK.


El fin de semana, el ministro del Interior había levantado el teléfono para hablar con un puñado de gobernadores, una ronda que incluyó a Schiaretti.


La cena de esta noche de los fundadores de Alternativa Federal y el encuentro de este miércoles serán seguidos por la Casa Rosada con tanta atención como con la convención radical del próximo lunes. En la previa, el gobernador de Córdoba ya había manifestado, tras el anuncio de la ex Presidenta, que su espacio presentaría candidato propio en las elecciones. Lavagna tuvo, de hecho, que ratificar este lunes su precandidatura presidencial en diálogo con Infobae.


Las conversaciones de Sergio Massa con el kirchnerismo -el fin de semana se dedicaron palabras de elogio con Alberto Fernández- es uno de los temas a tratar en los encuentros del PJ alternativo. Más que Macri, el avance de esos diálogos son seguidos de cerca por María Eugenia Vidal: en la provincia de Buenos Aires están convencidos de una alianza entre el ex intendente de Tigre y Unidad Ciudadana ubicaría las chances de reelección de la gobernadora en un lugar aún más difícil que el actual.


Ayer, en Casa Rosada había de todos modos dudas en algunos despachos oficiales por el eventual fortalecimiento del PJ no K. El Gobierno explica que desde la presentación del libro "Sinceramente", Cristina Kirchner no volvió a incrementar su popularidad. Que, por el contrario, el Presidente tuvo una incipiente evolución, justificada por la calma en los mercados. Y que Macri tiene mucho más océano para pescar indecisos que el kirchnerismo. La inquietud oficial es cuánto puede atrapar Alternativa Federal en ese océano.


El Gobierno, mientras tanto, ajusta su estrategia. Este martes todavía había esfuerzos por sepultar definitivamente el "Plan V", que volvió a cobrar cierta notoriedad por el anuncio de Cristina Kirchner.


Macri mira con atención el encuentro de este miércoles del PJ no K. Y controla la víspera de la convención radical del lunes, que definirá la continuidad de Cambiemos.


Ese día, el Presidente estará en la inauguración del Paseo del Bajo, una de las obras que la Ciudad mostrará como uno de los emblemas del PRO, junto a Horacio Rodríguez Larreta. Cristina Kirchner, por su parte, deberá volver a sentarse en el banquillo de los acusados, en Comodoro Py, en la reanudación del juicio de la obra pública.

Reunión clave de Alternativa Federal para retener a Massa

Lavagna confirmó su pre candidatura pero tampoco definió aún si jugará dentro del espacio


Los principales referentes de Alternativa Federal se preparan para definir las reglas de juego del espacio en el marco de una reunión clave que tendrá lugar mañana en la Ciudad de Buenos Aires, con la participación de Juan Schiaretti, Juan Manuel Urtubey, Miguel Ángel Pichetto, Roberto Lavagna y Sergio Massa, a quien apuntan las miradas por su eventual salida del frente.

En medio de un marcado hermetismo sobre el horario y el lugar del encuentro, los referentes del espacio vivieron la jornada previa al encuentro entre llamados y reuniones. Según supo NA, la cumbre será este miércoles en la Ciudad de Buenos Aires y los integrantes de Alternativa Federal intentarán que sea "lo más reservada posible".

En la antesala, Schiaretti, que se vio fortalecido dentro del espacio tras ganar las elecciones de su provincia con amplio margen, fue recibido este martes por el presidente Mauricio Macri en la Casa Rosada, donde estuvieron reunidos por casi una hora.

El cónclave de mañana, donde se buscará llegar a una definición sobre las PASO y los candidatos de agosto, contará con la participación de Lavagna, quien todavía no tiene decidido si jugará una interna dentro de Alternativa Federal o competirá por su partido Consenso 19.

El economista tiene buena relación con Schiaretti y ambos coinciden en que el frente electoral debe ampliarse para ser más competitivo, puntualmente sumando a dirigentes del radicalismo, del socialismo y del GEN.

Este martes, Lavagna se reunió con el gobernador de Santa Fe, el socialista Miguel Lifschitz, para analizar la situación política actual y las conveniencias y desventajas de sumarse al frente que componen los dirigentes del peronismo no kirchenerista.

El economista, que primero no quería una interna, dejó la puerta abierta a esa posibilidad y podría sumarse.

Esa discusión sobre las PASO se da en momentos en que la vista de los principales dirigentes de Alternativa Federal está puesta en Massa, por su eventual acercamiento al "frente patriótico" que construyen el PJ y el kirchenerismo.

Si bien el tigrense piensa ratificar mañana su postulación presidencial, también podría solicitar que se haga un recuento de los gobernadores que siguen respaldando a Alternativa Federal, ya que la candidatura presidencial de Alberto Fernández podría haber cambiado las afiliaciones.

Massa definirá su postura en los próximos días y para el 30 de mayo ya convocó al congreso de su partido para sellar su estrategia de alianzas oficial.

Se espera que durante la reunión de Alternativa Federal se terminen de definir las reglas de juego del espacio para competir en estas elecciones y se marque una posición clara sobre la figura de Cristina Kirchner.

El Gobierno prepara una nueva narrativa de campaña con "una renovada mística de futuro"

Se lanzará cuando esté definida la fórmula



Aún cuando la estrategia electoral de la alianza Cambiemos está en suspenso, en la Casa Rosada ya trabajan en la construcción de un "nuevo relato" que contraste con la propuesta de la fórmula presidencial de Alberto Fernández y Cristina Fernández, pero también que genere una "mística" de cara al futuro.

A la espera de las primeras encuestas que ayuden a dilucidar el actual escenario político y atentos a las reacciones de los dirigentes peronistas de Alternativa Federal, por ahora, en el Gobierno nacional no tienen pensado alterar la campaña, aunque tampoco rechazan por completo abrir la coalición gobernante al peronismo o que el presidente Mauricio Macri compita en las PASO. Sin embargo, sobre este último punto en Balcarce 50 sostienen que el principal escollo es la falta de un candidato alternativo dispuesto a enfrentarse al líder de PRO, ni siquiera el diputado nacional de Evolución Martín Lousteau, al que más de una vez se lo señaló como posible contrincante.

A diferencia de otros momentos, la candidatura de Macri no está en cuestión, más allá de algunas voces que insisten en reactivar el "Plan V". Según fuentes gubernamentales, también seguirá en pie el discurso confrontativo con la gestión anterior, más ahora que se oficializó el binomio Fernández-Fernández. "Aunque vaya de vice, lo cierto es que Cristina no se bajó", señalaron desde las filas de Cambiemos. La gran duda es con quién debatirá el mandatario, teniendo en cuenta que el postulante a presidente será el ex jefe de Gabinete. Más allá de algunas reflexiones, desde el sábado el jefe de Estado evitó pronunciarse sobre la sorpresiva movida. Sólo su asesor político Jaime Durán Barba y algunos ministros se refirieron al tema.

Sin embargo, en el oficialismo también saben que la pelea con el kirchnerismo no alcanza para captar el voto de los "desilusionados" o indecisos. Después de tres años y medio de gobierno y con una crisis económica a cuestas, son conscientes que será necesario algo más que fomentar el miedo al pasado reciente. "Se está trabajando en un nuevo relato, que genere una mística nueva de futuro", apuntaron desde la administración central.

Macri ensayó las primeras líneas de ese libreto el fin de semana pasado, horas después del anuncio de la ex presidenta: "El futuro es ese lugar que estamos armando ahora entre todos. Ese país que nos dejaron, sin puertos, sin trenes, sin infraestructura, sin seguridad jurídica, sin energía, sin comunicación, no tenía futuro".

El relato irá tomando más forma a medida que en Cambiemos logren definir algunas cuestiones. El lunes próximo darán un paso en ese sentido cuando en la convención radical se ratifique la continuidad de la UCR en la alianza, tal como esperan en el Poder Ejecutivo nacional. Luego será la hora de determinar quién acompañará a Macri en la fórmula. Aunque no descartan un dirigente del PJ, las mayores chances de ocupar ese lugar las tienen los socios radicales o un macrista puro. Recién cuando todo eso se ordene, se asentará la nueva prédica.

A pesar de la última actualización, el salario mínimo cayó 28% en tres años

Un hogar con dos haberes mínimos no escapa a la pobreza





El Salario Mínimo Vital y Móvil (SMVM) sufrió una caída de 28,2% en términos reales desde noviembre del 2015. Perdió así más de un cuarto de su poder adquisitivo, a pesar del adelanto decretado por el Gobierno para la suba que correspondía a junio y que lo dejó en $12.500. Mañana el Indec publicará el informe con los nuevos datos de las canastas básicas de abril, que evidenciará una realidad complicada: a diferencia de lo que ocurría hace tres años, dos salarios mínimos ya no alcanzan para que una familia tipo quede por encima de la línea de pobreza.

La última Canasta Básica Total (CBT) publicada por el Indec fue la de marzo e indicó que una familia tipo, formada por cuatro integrantes, necesitó $28.750 para no ser considera dentro de las estadísticas de pobreza (eso no incluye costos de alquiler y da por hecho que es propietaria). Los números muestran entonces que si los dos jefes de esa familia están empleados y perciben un salario mínimo, no llegan siquiera a acercarse a esa línea de pobreza oficial, ya que totalizan un ingreso familiar de $25.000. Están, de hecho, casi un tercio de un virtual tercer salario mínimo por debajo de ese nivel (en este caso imaginario, uno de los hijos, menores de edad, debería trabajar).


Una familia tipo necesita $28.750 por mes mientras que el SMVyM está en $12.500


Para mañana, cuando el Indec publique el número de abril de la CBT, cabe esperar que el cálculo muestre un nuevo deterioro ya que se espera que la línea de pobreza pegue un nuevo salto. De hecho, en abril la inflación fue de 3,4%. El SMVM, en cambio, no sufrió ni sufrirá modificaciones por ahora, ya que la última cuota del cronograma de subas del 2019, que era en junio, se adelantó a marzo.

Un informe publicado por Cifra mostró que el salario mínimo sufrió, hasta marzo, cuando el Gobierno adelantó la suba de junio, una caída extraordinaria y muy superior a la del salario real promedio. De hecho, se contrajo 24,8% entre noviembre del 2015 y marzo del 2018, a pesar del mencionado adelantamiento de la última cuota que correspondía a junio.

Esa dinámica de fuerte deterioro explica, a su vez, lo mucho que empeoró la mencionada relación entre dos salarios mínimos y la línea de pobreza. En abril del 2016, cuando Cambiemos publicó la primera estimación de la CBT, el sueldo mínimo era $6.060 y la línea de pobreza para una familia tipo era $11.320. Es decir: al principio de la gestión del actual Gobierno, dos salarios mínimos alcanzaban y sobraban para cubrir la canasta familiar.

Desde Cifra afirmaron que "en las dos últimas reuniones del Consejo del SMVM el Gobierno dispuso unilateralmente su actualización, ante la falta de acuerdo de las partes. "Los aumentos dispuestos estuvieron sesgados hacia las propuestas del sector empresario e implicaron importantes pérdidas reales en el salario mínimo, que implican un deterioro de este instrumento como piso salarial. Y continúa perdiendo poder de compra ante la persistencia de una elevada inflación", advirtió el centro.

En noviembre del 2015 el salario mínimo era $5.588 y por ende la suba hasta alcanzar los $12.500 actuales fue de 123,6%, número muy inferior al 211,1% en que trepó la inflación acumulada entre aquel mes y abril del 2019, según el IPC CABA. Por eso, al utilizar esa inflación para deflactar, la contracción real del SMVM fue de 28,2% en abril.

La estrategia del PJ bonaerense

Tras el anuncio de la candidatura de Alberto Fernández


Los intendentes del PJ y sus aliados se reunirán hoy en Cañuelas para analizar el escenario político y definir una fórmula para la provincia. La intención es que la encabece un jefe comunal.



El anuncio de la precandidatura de Alberto Fernández a presidente con la ex presidenta Cristina Fernández de Kirchner a su lado como vice apuró los tiempos del peronismo bonaerense. Hoy se reúnen los intendentes peronistas y algunos de sus aliados en Cañuelas para comenzar a definir los pasos a seguir en el escenario local del distrito. Buscan afinar el lápiz con mayor celeridad y comenzar a desentrañar una fórmula que los identifique para competir con la figura del ex ministro Axel Kicillof, uno de los dirigentes que más miden en las encuestas como candidato a gobernador. “Vamos a aunar criterios para empezar a resolver el tema de las listas”, aseguró a PáginaI12 el presidente del PJ provincial, Fernando Gray.

“Vamos a designar una Comisión de Acción Política del PJ bonaerense para delinear la estrategia electoral”, aseguró el intendente de Esteban Echeverría. Gray terminaba de convocar a los 45 intendentes peronistas para la reunión de hoy las 18 en el Parque Industrial de Cañuelas a los que sumarán a los jefes comunales aliados. Con la fecha del cierre de listas estrechando el camino, los líderes territoriales apuran el paso para delinear la propuesta que llevarán en la carrera hacia la casa de gobierno en La Plata y sus representaciones en la Legislatura y los concejos deliberantes.

La definición de la candidatura a gobernador parece planteada entre el ex ministro Axel Kicillof y uno de los intendentes, que empujan como espacio la idea de que el postulante sea uno de ellos. No es una idea nueva, sino que la pregonan desde el inicio del año electoral. Después de haber perdido la provincia de Buenos Aires, la proclama de la unidad hizo cuerpo en los intendentes del PJ. Así, desandaron el camino antes que el PJ lo hiciera a nivel nacional y dieron forma a la propuesta de que saliera de ellos el candidato a gobernador. Los nombres que están en pugna son los de los intendentes de Lomas de Zamora, Martín Insaurralde; de La Matanza, Verónica Magario; y de San Antonio de Areco, Francisco Durañona. Además, están anotados el diputado matancero Fernando Espinoza y el ex secretario de Seguridad, Sergio Berni.

El armado de la Comisión de Acción Política tendrá entre seis y ocho integrantes para que pueda funcionar de manera aceitada. Buscarán representar allí a todos los espacios que integran el PJ y Unidad Ciudadana. Además de definir las cabezas de la lista, deben resolver postulantes a legisladores provinciales y concejales municipales.

Massa, Lavagna y Schiaretti en medio de los tironeos electorales

Barajar y dar de nuevo

La fórmula Alberto Fernández-Cristina Kirchner obligó al replanteo de la estrategia electoral de todas las fuerzas. Schiaretti apuró la convocatoria que definirá el futuro de Alternativa Federal. Lavagna sostiene su rechazo a las PASO y se diferencia de Massa, que insiste en mantenerlas. Cambiemos, en estado deliberativo, discute qué hacer ante el nuevo escenario.

Por Fernando Cibeira




El lanzamiento de la fórmula Alberto Fernández-Cristina Kirchner obligó a apurar los tiempos de los que pretenden subirse a la competencia presidencial, lo que dejó al descubierto las disputas dentro de Alternativa Federal. El gobernador de Córdoba, Juan Schiaretti –quien viene tratando de actuar como coordinador del espacio–, organizó una cumbre para mañana. Pero antes de verse las caras tanto Roberto Lavagna como Sergio Massa buscaron marcar la cancha y ratificaron sus aspiraciones presidenciales. “Lo primero que hay que resolver es si algún integrante se quiere ir con Cristina o con el Gobierno”, azuzó Lavagna, un dardo destinado a Massa, quien desde hace tiempo mantiene el diálogo abierto con el kirchnerismo y ahora propone un ambiguo “acuerdo amplio” para ganarle a Mauricio Macri. La estrategia de Alberto Fernández para terminar de atraer a este sector es mostrar el apoyo mayoritario a un armado de unidad por parte de los gobernadores del peronismo. Su conclusión es que sin gobernadores no hay Alternativa Federal, algo que podría quedar de manifiesto en la cumbre de mañana.

A partir del video que Cristina Kirchner subió el sábado a la mañana, todo lo que se venía cocinando a fuego lento salió del horno así como estaba. Schiaretti, que pretendía manejarse en la política nacional con tiempos cordobeses, apuró la convocatoria que definirá el futuro del espacio. Están invitados los precandidatos Massa, Juan Manuel Urtubey y Miguel Angel Pichetto, más el grupo de gobernadores que consiguieron reunir en diciembre pasado en la Casa de Córdoba.

También fue invitado Lavagna pero antes se tomará un café con Schiaretti, quien hoy llegará a Buenos Aires. En la agenda del reelecto gobernador de Córdoba figura a la tarde una reunión con Macri en la Casa Rosada, con quien se sabe que mantiene una amistad de años. Pero tal vez más sustancioso sea el contacto que mantendrá con Lavagna con el objetivo de convencerlo de que si quiere ser candidato a presidente tendrá que competir en las PASO con Massa y Urtubey.

“¿Vamos a hacer una PASO entre uno que se quiere ir para un lado, entre otro que se quiere ir para otro lado, y nosotros que ratificamos Consenso 19? ¿Cuál es el sentido lógico de eso?”, respondió ayer Lavagna cuando lo consultaron sobre el meneado tema de las primarias. Las diferencias entre Massa y Lavagna –cuya relación personal se deterioró mucho en los últimos tiempos– se agravaron desde el fin de semana.

Massa plantea que el corrimiento de Cristina Kirchner a la candidatura a vice es una buena señal y en su entorno opinan que se abre un espacio para acuerdos que no terminan de especificar. Como al pasar, deslizan que un mes es mucho tiempo y quizás la fórmula Fernández-Fernández no esté firme aún. ¿Cree que la ex presidenta desistirá de postularse? Con todo, en público, Massa insiste que su apuesta es fortalecer Alternativa Federal y competir en las PASO por la presidencia.

Lavagna, por su parte, sostiene que la postulación de Alberto Fernández no cambió nada. “Hay un lado de la grieta que sigue estando, simplemente designó su fórmula. No hay cambio desde el punto de vista de cómo ven al país”, dijo el ex ministro, quien dio una charla en la Universidad del Salvador.

En este sentido, Schiaretti piensa parecido a Lavagna. “Alternativa Federal va a tener fórmula propia, no vamos a formar parte ni de las alianzas que algunos plantean por parte del kirchnerismo ni con Cambiemos”, enfatizó ayer al gobernador cordobés, que sólo viene hablando con medios de su provincia. Respecto al método de elección, gambeteó. “Al candidato lo vamos a elegir entre todos antes del 22 de junio. Pero hay que bajar la ansiedad, falta un mes, que en tiempos de Argentina es un siglo”, analizó. En verdad, respecto a la necesidad de ir a una primaria, Schiaretti opina como Massa. Queda esperar si puede convencer a Lavagna para llegar a la cumbre con un piso mínimo de consenso.

El otro riesgo respecto a esa reunión decisiva –se mantiene en reserva el lugar pero podría ser nuevamente la Casa de Córdoba– pasa por la asistencia de los gobernadores, el respaldo territorial que le da sustento a Alternativa Federal. Muchos de los que participaron en la anterior reunión, en diciembre, también con Schiaretti como anfitrión, estuvieron entre los primeros que el sábado salieron a felicitar a Alberto Fernández y a Cristina Kirchner por su decisión. Por ejemplo, el tucumano Juan Manzur, el santiagueño Gerardo Zamora, el riojano Sergio Casas y el chaqueño Domingo Peppo. Otros, como el entrerriano Gustavo Bordet y el sanjuanino Sergio Uñac fueron más ambiguos, pero lo más probable es que tampoco asistan al encuentro dado que falta poco para las elecciones en sus provincias y puede que no quieran enojar a nadie del armado de unidad que tejieron en sus distritos. Un atajo es mandar algún representante.

Alberto Fernández trabajó con todos ellos. Cerca del flamante candidato admitían que los gobernadores eran el primer objetivo a seducir cuestión de quitarle sustento a Alternativa. “Calculamos que sólo van a quedar ahí Schiaretti y Urtubey”, pronosticaban. Desde el sector de Massa, no descartaban esa posibilidad y adelantaban: “nosotros vamos a hacer lo que digan los gobernadores”. Las definiciones se acercan.

Netflix: “Competimos (y perdemos) contra Fortnite, más que contra HBO”



El efecto Fortnite intimida a los gigantes del entretenimiento

Videojuegos, cadenas de televisión y hasta Google adaptan su negocio al famoso juego de Epic Games

 
Una pista del poder que ha alcanzado Fortnite, el videojuego de moda, entre los jóvenes la dio Netflix en sus cuentas anuales. El gigante de televisión en streaming no apuntó a ninguna otra cadena ni productora como su mayor amenaza. Su principal rival, dijo, procede de un videojuego: “Competimos (y perdemos) contra Fortnite, más que contra HBO”, dijo Netflix a sus accionistas.
Y es que la batalla en el negocio del entretenimiento es ahora por el tiempo: si los jóvenes están jugando, no ven la tele. Fortnite, un juego gratuito creado por la empresa Epic Games, fue lanzado al mercado en 2017 y ha arrasado especialmente entre los adolescentes. Combina un juego de acción y lucha por supervivencia (ataque a otros jugadores en solitario o en equipo) con construcción de estructuras. Lo más destacado es que es gratuito, se juega en línea entre múltiples jugadores y permite cambiar de dispositivo: para todas las consolas (Xbox, Playstation y Switch), también para móvil (Apple, Android) y PC. Epic, que está asociada a Tencent, ingresa dinero al vender actualizaciones y mejoras.



Los datos de registro de usuarios han crecido de forma exponencial: Epic dijo en noviembre que la versión gratuita battle royale tiene más de 200 millones de jugadores con cuentas. En una ronda de financiación celebrada en octubre de 2018, la compañía recibió una inyección de 1.250 millones de dólares de un grupo de inversores liderados por KKR y Iconiq Capital, con lo que alcanzó una valoración estimada de 13.250 millones de euros, según Bloomberg.

El temblor que ha provocado Fortnite ha alcanzado a todo el sector. Los creadores de videojuegos luchan por recuperarse de las fuertes pérdidas del año pasado, Netflix lo tiene en el radar e incluso Google tiene que justificar su estrategia frente a Fortnite de cara a los inversores.

La guerra fría entre EE UU y China sacude el mercado tecnológico

La inclusión de Huawei en la lista negra de EE UU impide en la práctica a las firmas estadounidenses venderle componentes o 'software'

Varias personas caminan frente a una tienda de Huawei, este lunes en Pekín.

El pulso económico entre las dos mayores potencias mundiales ha derivado en una gran sacudida en el negocio tecnológico global. Estados Unidos ha incluido al gigante chino de teléfonos y tabletas Huawei, que considera un peligro para la seguridad nacional, en una lista negra que, en la práctica, impide a las firmas estadounidenses venderle componentes o software. La primera gran consecuencia ha llegado con ruptura del negocio con grupos como Google o Qualcomm, lo que deja a millones de consumidores inquietos. Cuando dos elefantes se pelean, sufre la hierba que hay debajo.




Nada como Huawei encarna el desafío de China a las potencias económicas occidentales, por el voraz crecimiento que esta compañía representa y también por todos sus claroscuros. Fundada hace 30 años, la firma se ha convertido en el primer fabricante de productos tecnológicos del mundo y en el segundo mayor vendedor de teléfonos móviles, solo superado por la coreana Samsung. El año pasado ganó 59.300 millones de yuanes (unos 7.850 millones de euros), lo que supone un aumento respecto al ejercicio anterior del 25%, gracias sobre todo al empuje de la facturación, algo muy difícil de conseguir en una compañía madura. El éxito, sin embargo, no se puede abstraer del hábitat. El régimen del Partido Comunista Chino (PCCh), con su abierto apoyo a las empresas locales frente a las extranjeras, está preparando un proceso de autarquía tecnológica que ahora se puede acelerar.
 
El veto de Google a Huawei, sonado porque deja a los dispositivos del fabricante asiático sin actualizaciones de servicios tan importantes como los de Android (salvo su versión libre) o Gmail, trascendió el domingo en una información avanzada por Reuters. Y se han sumado otras firmas como Qualcomm, Infineon o Intel, según Bloomberg. Washington acusa a la empresa de robar tecnología, de incumplir el régimen de sanciones con Irán y, muy especialmente, de mantener unos lazos con el Gobierno chino que la convierten en un peligro para su seguridad nacional. De ahí la inclusión en la lista negra la semana pasada.

El Departamento de Comercio de EE UU ha rebajado este lunes el veto, al aprobar una licencia temporal para el fabricante chino hasta el 19 de agosto, para que pueda mantener las redes y proporcionar actualizaciones de software a los terminales existentes. La Administración de Trump había aprobado la medida contra Huawei justo después de la última ronda de subida de aranceles, pero la batalla con la tecnológica venía de lejos y ha cristalizado con millones de consumidores que no saben muy bien qué va a pasar con los dispositivos. El desarrollo de las redes 5G, cuyo trono también se encuentra en el fondo de esta batalla, se pone en juego con la crisis de uno de sus principales jinetes.

La firma china ha salido inmediatamente al paso para indicar que garantizará las actualizaciones de seguridad y los servicios posventa a los móviles y tabletas ya vendidos o en almacenamiento. Además, el gigante tecnológico de Shenzhen ya venía avisando de que se preparaba para un posible corte de suministros estadounidenses y llevaba tiempo desarrollando sus propios chips y su propio sistema operativo. Una nueva señal de que la guerra comercial entre Pekín y Washington se plantea como una carrera de fondo y de resistencia, y que la rivalidad ya se ha extendido mucho más allá del mero volumen de compraventas.

Para Donald Trump, la batalla comercial contra China supone también una buena apuesta en clave doméstica. La competencia desleal del gigante asiático —con su consiguiente perjuicio a la industria estadounidense— ha sido un asunto permanente durante toda su andadura política, y la oposición, el Partido Demócrata, no discrepa del fondo del asunto, es decir, la necesidad de la batalla, más allá de que se critiquen las formas del incendiario presidente republicano y sus escasos recelos ante una escalada arancelaria.

También a los socios europeos los deja en una situación complicada. Aunque desde la llegada de Trump a la Casa Blanca el enfriamiento es evidente, las sospechas sobre los vínculos de Huawei con el régimen de Xi Jinping también han hecho mella al otro lado del Atlántico. Los Veintiocho cuentan con la firma asiática para el despliegue de la red de 5G en Europa, sin la cual su desarrollo podría retrasarse años, pero las sospechas sobre sus lazos con el Estado chino generan inquietud. "La UE se toma muy en serio la ciberseguridad", señalan desde el Ejecutivo comunitario, informa Álvaro Sánchez. El pasado 25 de marzo, la Comisión anunció que antes del 30 de junio llevaría a cabo una evaluación de riesgos de la red de infraestructuras 5G.

En paralelo, Trump y Xi tratan de llegar a un acuerdo que ponga fin a la guerra arancelaria en la que llevan sumergidos desde el año pasado. Esas conversaciones influirán en el conflicto entre Huawei y Estados Unidos. El pasado junio, el Departamento de Comercio estadounidense ya llegó a un acuerdo con el fabricante chino de móviles ZTE, que había tenido que cesar sus operaciones al perder su principal mercado.

El Gobierno chino, de momento, ha tenido una reacción moderada con Huawei. En su rueda de prensa diaria, el portavoz de Asuntos Exteriores, Lu Kang, indicó únicamente que Pekín “presta atención al desarrollo de la situación” y “apoyará a las empresas chinas para defender sus derechos legítimos mediante vías legales”.

La relativa moderación ha sido, hasta ahora, la tónica de las respuestas de Pekín. Quizá por no empeorar la situación, quizá por ganar tiempo mientras estudia alternativas. O quizá porque, como han dibujado sus medios de comunicación estatales, su estrategia es presentarse como un Gobierno poco deseoso de tomar medidas drásticas, pero que no esquivará adoptarlas si lo ve necesario, y que está dispuesto a un enfrentamiento de largo plazo.

Schiaretti visita a Macri en la previa de la reunión del peronismo federal


El presidente quería una foto con el gobernador tras su triunfo en Córdoba. Se verán en la Rosada este martes.



Juan Schiaretti finalmente se verá con Mauricio Macri este martes, un día antes de la reunión que convocó para definir el futuro de Alternativa Federal.

En el Gobierno habían filtrado a los medios que Macri se vería con Schiaretti en el acto del centenario de Fiat Argentina. Finalmente, el presidente lo recibirá en la Casa Rosada.

La intención del presidente es mostrarse amistosamente con el cordobés tras su triunfo histórico en el segundo distrito más importante del país, en el que arañó los 55 puntos y le sacó 40 a los candidatos de Cambiemos.

En el entorno del gobernador primero dejaron trascender que Schiaretti no asistiría a la cena de Fiat pero luego confirmaron que estará en la Rosada.

La foto que consigue Macri, que se encuadrará en el ya lejano "acuerdo de los 10 puntos" que lanzó por carta dos semanas atrás, es de relevancia por la situación de Schiaretti en el armado nacional del peronismo.

Será horas antes de la reunión que tendrá el cordobés con Roberto Lavagna, Sergio Massa, Miguel Pichetto y Juan Manuel Urtubey. El Gobierno está especialmente interesado en que este sector no acuerde ir a internas con la fórmula de Alberto Fernández y Cristina Kirchner porque creen que eso dinamitará las chances de Macri.

¿De la Unión Europea a la Unión Euroescéptica?

La extrema derecha europea no detiene su impulso. Las elecciones que se realizarán el 26 de mayo podrían dar un resultado catastrófico: el de un Parlamento Europeo minado por fuerzas políticas antieuropeas. ¿Cómo puede frenarse el crecimiento del euroescepticismo?


Por Tomás Bontempo




El 26 de mayo se realizarán elecciones en los países que conforman el proyecto de integración nacido con la Comunidad Europea del Carbón y del Acero. La iniciativa encarada por Adenauer, Schuman, Monnet y de Gasperi constituyó la Asamblea Común de la Alta Autoridad, el antecedente primero del actual parlamento que adquirió su nombre en 1962 y cuyos representantes se eligen por sufragio directo desde 1979.

El panorama actual que rodea a las elecciones del presente año para elegir a más de 700 miembros de la Eurocámara se ha visto complejizada por la presencia de aristas conflictivas. La principal responde precisamente al que tal vez sea el hecho más disruptivo de la política internacional de todo el presente año: la salida del Reino Unido del proyecto integrador. El divorcio aun inconcluso de una relación ya tirante en el pasado promete un camino no exento de turbulencias al haber sido rechazado el acuerdo en múltiples ocasiones, generando incluso una serie de internas en un bipartidismo históricamente sólido.

El plebiscito de 2016, si bien habilitado por los errores del Partido Conservador en la gestión de Cameron, fue hábilmente fogoneado por un partido xenófobo y euroescéptico y sin bancas en la Cámara de los Comunes (apenas 1,8% en las legislativas de 2017): el Partido por la Independencia de Reino Unido (UKIP, por sus siglas en inglés). Paradójicamente, este partido había tenido una excelente performance al imponerse frente a los tories y los laboristas en su país en las elecciones europeas de 2014.

En ese sentido, el evento del presente año abre la posibilidad de que se comience a construir un nuevo equilibrio político a nivel regional donde el punto disruptivo serán las fuerzas de ultraderecha que despliegan un discurso severamente crítico a Bruselas. Algunos de los sondeos nacionales implican la continuidad de la tendencia iniciada las elecciones pasadas en las cuales se reforzó la presencia de estas fuerzas en uno de los parlamentos más numerosos del mundo.



De los cambios nacionales a los regionales.

Los cambios en los sistemas de partidos de la democracia liberal en Europa se han visto influenciados una situación económico-financiera iniciada en 2008, caracterizada por altas deudas y las políticas de austeridad con creciente desempleo juvenil y viviendas hipotecadas, a lo cual se sumaría posteriormente la presión migratoria de un mundo con un desplazamiento de personas sin precedentes.

En ese marco, sistemas de partidos históricamente estables y de fuertes bipartidismos como elfrancés se han visto envueltos en la formación de nuevos partidos y nuevas dinámicas, entre las cuales se destaca el ascenso de partidos de ultraderecha que han dejado de ser residuales en Europa. Los republicanos y socialistas fueron reemplazados en Francia por un Macron hoy debilitado y un ascenso del ultraderechista y renovado Frente Nacional (ahora llamado Agrupción Nacional).

Los Demócratas Suecos han avanzado en las últimas elecciones para convertirse en la tercera formación más votada con presencia en el Riksdag. No obstante, la preeminencia socialdemócrata y la colaboración de dos partidos de centroderecha permitieron tras cuatro meses de negociación formar gobierno sin la presencia del partido de orientación neonazi.

A pesar de que algunos sistemas políticos como el sueco han logrado marginar a la extrema derecha de la formación del gobierno no ha sucedido lo mismo en otros países. En el año 2000, la Unión Europea (UE) había sancionado a Austria por unanimidad para evitar que el Partido Popular austriaco -de extrema derecha- se incorporará a la formación de gobierno. Este mismo partido, desde fines de 2017 ocupa la viceancillería y las carteras de Interior, Exteriores y Defensa del país europeo. Actualmente, además de Austria, la extrema derecha forma parte de la coalición de gobierno –aunque con variaciones- en Suiza (Unión Democrática del Centro), Italia (Liga Norte), Bulgaria (Patriotas Unidos), Grecia (ANES, retirados de la coalición a principios de este año), Eslovaquia (Partido Popular Nuestra Eslovaquia), Noruega (Partido del Progreso) y Finlandia (Nueva Alternativa), mientras en Polonia (Ley y Justicia) es la fuerza política que encabeza el ejecutivo.

Según un estudio del diario británico The Guardian titulado Uno de cada cuatro europeos vota populista, en el año 1998 únicamente en Suiza y Eslovaquia había fuerzas políticas consideradas populistas en los gabinetes del Poder Ejecutivo. Los partidos políticos de ultraderecha experimentaron un crecimiento exponencial con el que llegaron a triplicar su caudal electoral en el periodo 1998-2008.

Asimismo, la representación parlamentaria a nivel nacional de la ultraderecha se ha extendido, abarcando no solo a los países mencionados. El Partido Popular Danés es segunda fuerza a partir de las elecciones de 2015, Jobbik es segunda fuerza en Hungría por los resultados de las elecciones de 2018, el Partido de la Libertad holandés fue el segundo partido político de las elecciones de 2017, Alternativa por Alemania accedió al Bundestag alemán siendo la tercera fuerza de las elecciones de 2017, el Partido Popular Conservador es tercera fuerza en Estonia desde este año.

La última unidad de análisis resonante para el estudio de los partidos de ultraderecha ha sido España, uno de los pocos países que se caracterizaba por la ausencia de estas formaciones en la vida democrática hasta la irrupción de Vox en el parlamento andaluz. Si bien este partido fue formado en 2013, su primer ingreso a un parlamento subregional como es el de la comunidad de Andalucia le dio representación política real. En las últimas elecciones generales ha obtenido 24 diputados -un resultado menor al esperado-. De esta forma, hasta el momento, únicamente Irlanda y Portugal siguen siendo la excepción al crecimiento de los partidos euroescépticos de extrema derecha en el continente.

El siglo XXI ha impactado de lleno en Europa y ha marcado el fin de la hegemonía construida por décadas por la socialdemocracia y los partidos democristianos. El centrismo político de la posguerra fría se ha visto debilitado fuertemente frente al crecimiento de la polarización del discurso político asentado en la retórica anti europea y antiinmigrante.

Elevando el debate a nivel regional europeo, el eje francoalemán que sustentó el proyecto integrador no se encontraría en su mejor momento. La actual debilidad de Macron es un ingrediente extra en un futuro en el cual finalizará el ciclo de la Alemania merkeliana -la principal potencia económica europea-, abriendo los interrogantes sobre si el destino político común comenzará a hundirse frente a un nuevo auge de las naciones.



Lo pasado y lo futuro en el recinto europeo

El Partido Popular Europeo y el Grupo Socialistas y Demócratas son las dos agrupaciones de partidos políticos más grandes del Parlamento Europeo. El primero tenía 288 escaños y pasó luego de las elecciones de 2014 a conservar 217, mientras que el segundo pasó de 217 a 186. Es decir, ambos vieron reducidos los lugares ocupados por sus representantes pero conservan aún más del 50% de los mismos en toda la Eurocámara. Por su parte, el tercer grupo más numeroso, el Grupo de la Alianza de los Liberales y Demócratas por Europa también perdió 32 escaños entre las elecciones del 2009 y las del 2014. En estos últimos comicios, la caída de los tres grupos principales, considerados el oficialismo, se produjo a merced del crecimiento de los partidos euroescépticos y de extrema derecha a un aproximado de 10% de los parlamentarios europeos. El mencionado caso del UKIP fue contundente: obtuvo más del 27% de los votos en su país. Mientras, el entonces Frente Nacional de Marine Le Pen logró contar con un tercio de los diputados franceses presentes en el Parlamento Europeo.

Según las estimaciones para las próximas elecciones realizadas por el Consejo Europeo de Relaciones Exteriores, de los 11 partidos de extrema derecha presentes en la actualidad en el Parlamento Europeo, ninguno tiene previsto perder bancas y 6 de ellos tienen la posibilidad de aumentar las que tienen. Asimismo, se espera que otros 10 de estos partidos ingresen al parlamento regional. De confirmarse estas proyecciones, con las elecciones del presente año se espera que los partidos euroescépticos de extrema derecha lleguen a ocupar casi un 20% del Parlamento Europeo.

De los actuales ocho grupos parlamentarios, las fuerzas de ultraderecha podrían a grandes rasgos, agruparse en tres de ellos. El movimiento Europa de las Naciones y de las Libertades, del que forman parte la francesa Marine Le Pen, el holandés Geert Wilders y el Partido de la Libertad en Austria, que de los 37 escaños con los que cuenta ahora se dispararía hasta los 59, gracias en gran medida a la Liga de Matteo Salvini. En cuanto al grupo Europa de la Libertad y la Democracia Directa, supone un crecimiento de Alternativa por Alemania e incluso el Movimiento 5 Estrellas, que ahora gobierna en Italia. Por su parte, el Grupo de Conservadores y Reformistas Europeos prevé el crecimiento de Ley y Justicia y los Demócratas Suecos y mantener casi todas las bancas que tiene, excepto tal vez la de Verdaderos Finlandeses, que se vería reducida por la división del partido. De confirmarse estas cifras, de los 16 partidos con más bancas en el Parlamento Europeo, cuatro serian de extrema derecha (Liga Norte, Ley y Justicia, Agrupación Nacional y AfD)

Las encuestas de Eurobarómetro, publicadas regularmente por el Parlamento Europeo, reflejan una paradoja. En 2018, el 60% de los ciudadanos europeos creía que ser miembro de la Unión representa algo bueno para su país (solo en Italia –hoy con un gobierno fuertemente crítico a Bruselas en diversas aristas- la respuesta negativa superaba la positiva). Las actuales elecciones serán clave no solo para elegir al próximo presidente de la Comisión Europea sino para evaluar si la elección de las fuerzas políticas que llegan a Estrasburgo se corresponde con la opinión de sus ciudadanos.

America’s wealth gap between middle-income and upper-income families is widest on record

The wealth gap between America’s high income group and everyone else has reached record high levels since the economic recovery from the Great Recession of 2007-09, with a clear trajectory of increasing wealth for the upper-income families and no wealth growth for the middle- and lower-income families.

A new Pew Research Center analysis of wealth finds the gap between America’s upper-income and middle-income families has reached its highest level on record. In 2013, the median wealth of the nation’s upper-income families ($639,400) was nearly seven times the median wealth of middle-income families ($96,500), the widest wealth gap seen in 30 years when the Federal Reserve began collecting these data.

In addition, America’s upper-income families have a median net worth that is nearly 70 times that of the country’s lower-income families, also the widest wealth gap between these families in 30 years.

Wealth is the difference between the value of a family’s assets (such as financial assets as well as home, car and businesses) and debts. It is an important dimension of household well-being because it’s a measure of a family’s “nest egg” and can be used to sustain consumption during emergencies (for example, job layoffs) as well as provide income during retirement. Wealth is different from household income, which measures the annual inflow of wages, interests, profits and other sources of earnings. The data have also shown a growing gap in wealth along racial and ethnic lines since the recession ended.

In our analysis, we categorized families by their household income, after we adjusted their incomes for family size. Middle-income families are families whose size-adjusted income is between two-thirds and twice the median size-adjusted income. Lower-income families have a size-adjusted household income less than two-thirds the median and upper-income families more than twice the median.

This methodology results in 46% of America’s families being classified as middle income in 2013. One-third of families were lower income and 21% were upper income. For a family of three in 2013, a household income of $38,100 qualifies as middle income and $114,300 or greater qualifies as upper income.

The tabulations from the Fed’s data indicate that the upper-income families have begun to regain some of the wealth they lost during the Great Recession, while middle-income families haven’t seen any gains. The median wealth among upper-income families increased from $595,300 in 2010 to $639,400 in 2013 (all dollar amounts in 2013 dollars). The typical wealth of middle-income families was basically unchanged in 2013 — it remained at about $96,500 over the same period.

As a result, the estimated wealth gap between upper-income and middle-income families has increased during the recovery. In 2010, the median wealth of upper-income families was 6.2 times the median wealth of middle-income families. By 2013, that wealth ratio grew to 6.6.

To be sure, the wealth gap between upper-income and middle-income families also widened during the Great Recession. The median wealth of all three income groups declined from 2007 to 2010. But upper-income families were not hit nearly as hard as lower- and middle-income families. Median wealth declined by 17% from 2007 ($718,000) to 2010 ($595,300) among upper-income families. In contrast, middle-income (-39%) and lower-income (-41%) families had larger declines in wealth. The larger losses among middle-income families resulted in the wealth gap between upper- and middle-income families rising from 2007 (4.5) to 2010 (6.2).

The latest data reinforce the larger story of America’s middle class household wealth stagnation over the past three decades. The Great Recession destroyed a significant amount of middle-income and lower-income families’ wealth, and the economic “recovery” has yet to be felt for them. Without any palpable increase in their wealth since 2010, middle- and lower-income families’ wealth levels in 2013 are comparable to where they were in the early 1990s.

It could help explain why, by other measures, the majority of Americans are not feeling the impact of the economic recovery, despite an improvement in the unemployment rate, stock market and housing prices. In October, just one-in-five Americans rated the country’s economic conditions as “excellent” or “good,” an improvement from the 8% who said that four years ago, but far from a cheery assessment. And a new poll released this week found higher-income adults are hearing about better economic news than lower-income adults, with 15 percentage point difference between the two groups on the “good news” they’re hearing about the job situation, for example.

While most American families remain financially stuck, upper-income families have seen their median wealth double from $318,100 in 1983 to $639,400 in 2013. The typical wealth level of these families increased each decade over the past 30 years. The Great Recession did set back the median wealth of upper-income families, but over the past three years these families have recouped some of their losses.

Muhammad Yunus y el negocio social


Making China Great Again

As Donald Trump surrenders America’s global commitments, Xi Jinping is learning to pick up the pieces.


By Evan Osnos




In an unfamiliar moment, China’s pursuit of a larger role in the world coincides with America’s pursuit of a smaller one.Illustration by Paul Rogers


When the Chinese action movie “Wolf Warrior II” arrived in theatres, in July, it looked like a standard shoot-’em-up, with a lonesome hero and frequent explosions. Within two weeks, however, “Wolf Warrior II” had become the highest-grossing Chinese movie of all time. Some crowds gave it standing ovations; others sang the national anthem. In October, China selected it as its official entry in the foreign-language category of the Academy Awards.

The hero, Leng Feng, played by the action star Wu Jing (who also directed the film), is a veteran of the “wolf warriors,” special forces of the People’s Liberation Army. In retirement, he works as a guard in a fictional African country, on the frontier of China’s ventures abroad. A rebel army, backed by Western mercenaries, attempts to seize power, and the country is engulfed in civil war. Leng shepherds civilians to the gates of the Chinese Embassy, where the Ambassador wades into the battle and declares, “Stand down! We are Chinese! China and Africa are friends.” The rebels hold their fire, and survivors are spirited to safety aboard a Chinese battleship.

Leng rescues an American doctor, who tells him that the Marines will come to their aid. “But where are they now?” he asks her. She calls the American consulate and gets a recorded message: “Unfortunately, we are closed.” In the final battle, a villain, played by the American actor Frank Grillo, tells Leng, “People like you will always be inferior to people like me. Get used to it.” Leng beats the villain to death and replies, “That was fucking history.” The film closes with the image of a Chinese passport and the words “Don’t give up if you run into danger abroad. Please remember, a strong motherland will always have your back!”

When I moved to Beijing, in 2005, little of that story would have made sense to a Chinese audience. With doses of invention and schmalz, the movie draws on recent events. In 2015, China’s Navy conducted its first international evacuation, rescuing civilians from fighting in Yemen; last year, China opened its first overseas military base, in Djibouti. There has been a deeper development as well. For decades, Chinese nationalism revolved around victimhood: the bitter legacy of invasion and imperialism, and the memory of a China so weak that, at the end of the nineteenth century, the philosopher Liang Qichao called his country “the sick man of Asia.” “Wolf Warrior II” captures a new, muscular iteration of China’s self-narrative, much as Rambo’s heroics expressed the swagger of the Reagan era.

Recently, I met Wu Jing in Los Angeles, where he was promoting the movie in advance of the Academy Awards. Wu is forty-three, with short, spiky hair, a strong jaw, and an air of prickly bravado. He was on crutches, the result of “jumping off too many buildings,” he told me, in Chinese. (He speaks little English.) “In the past, all of our movies were about, say, the Opium Wars—how other countries waged war against China,” he said. “But Chinese people have always wanted to see that our country could, one day, have the power to protect its own people and contribute to peace in the world.”

As a favored son of China, celebrated by the state, Wu doesn’t complain about censorship and propaganda. He went on, “Although we’re not living in a peaceful time, we live in a peaceful country. I don’t think we should be spending much energy thinking about negative aspects that would make us unhappy. Cherish this moment!”


“Wolf Warrior II” Captures China’s Newfound Identity An interview with Wu Jing, the star and director of the film.

China has never seen such a moment, when its pursuit of a larger role in the world coincides with America’s pursuit of a smaller one. Ever since the Second World War, the United States has advocated an international order based on a free press and judiciary, human rights, free trade, and protection of the environment. It planted those ideas in the rebuilding of Germany and Japan, and spread them with alliances around the world. In March, 1959, President Eisenhower argued that America’s authority could not rest on military power alone. “We could be the wealthiest and the most mighty nation and still lose the battle of the world if we do not help our world neighbors protect their freedom and advance their social and economic progress,” he said. “It is not the goal of the American people that the United States should be the richest nation in the graveyard of history.”

Under the banner of “America First,” President Trump is reducing U.S. commitments abroad. On his third day in office, he withdrew from the Trans-Pacific Partnership, a twelve-nation trade deal designed by the United States as a counterweight to a rising China. To allies in Asia, the withdrawal damaged America’s credibility. “You won’t be able to see that overnight,” Lee Hsien Loong, the Prime Minister of Singapore, told me, at an event in Washington. “It’s like when you draw a red line and then you don’t take it seriously. Was there pain? You didn’t see it, but I’m quite sure there’s an impact.”

In a speech to Communist Party officials last January 20th, Major General Jin Yinan, a strategist at China’s National Defense University, celebrated America’s pullout from the trade deal. “We are quiet about it,” he said. “We repeatedly state that Trump ‘harms China.’ We want to keep it that way. In fact, he has given China a huge gift. That is the American withdrawal from T.P.P.” Jin, whose remarks later circulated, told his audience, “As the U.S. retreats globally, China shows up.”

For years, China’s leaders predicted that a time would come—perhaps midway through this century—when it could project its own values abroad. In the age of “America First,” that time has come far sooner than expected.


Barack Obama’s foreign policy was characterized as leading from behind. Trump’s doctrine may come to be understood as retreating from the front. Trump has severed American commitments that he considers risky, costly, or politically unappealing. In his first week in office, he tried to ban travellers from seven Muslim-majority countries, arguing that they pose a terrorist threat. (After court battles, a version of the ban took effect in December.) He announced his intention to withdraw the U.S. from the Paris Agreement on climate change and from UNESCO, and he abandoned United Nations talks on migration. He has said that he might renege on the Iran nuclear deal, a free-trade agreement with South Korea, and NAFTA. His proposal for the 2018 budget would cut foreign assistance by forty-two per cent, or $11.5 billion, and it reduces American funding for development projects, such as those financed by the World Bank. In December, Trump threatened to cut off aid to any country that supports a resolution condemning his decision to recognize Jerusalem as the capital of Israel. (The next day, in defiance of Trump’s threat, the resolution passed overwhelmingly.)

To frame his vision of a smaller presence abroad, Trump often portrays America’s urgent task as one of survival. As he put it during the campaign, “At what point do you say, ‘Hey, we have to take care of ourselves’? So, you know, I know the outer world exists and I’ll be very cognizant of that, but, at the same time, our country is disintegrating.”

So far, Trump has proposed reducing U.S. contributions to the U.N. by forty per cent, and pressured the General Assembly to cut six hundred million dollars from its peacekeeping budget. In his first speech to the U.N., in September, Trump ignored its collective spirit and celebrated sovereignty above all, saying, “As President of the United States, I will always put America first, just like you, as the leaders of your countries, will always and should always put your countries first.”

China’s approach is more ambitious. In recent years, it has taken steps to accrue national power on a scale that no country has attempted since the Cold War, by increasing its investments in the types of assets that established American authority in the previous century: foreign aid, overseas security, foreign influence, and the most advanced new technologies, such as artificial intelligence. It has become one of the leading contributors to the U.N.’s budget and to its peacekeeping force, and it has joined talks to address global problems such as terrorism, piracy, and nuclear proliferation.

And China has embarked on history’s most expensive foreign infrastructure plan. Under the Belt and Road Initiative, it is building bridges, railways, and ports in Asia, Africa, and beyond. If the initiative’s cost reaches a trillion dollars, as predicted, it will be more than seven times that of the Marshall Plan, which the U.S. launched in 1947, spending a hundred and thirty billion, in today’s dollars, on rebuilding postwar Europe.

China is also seizing immediate opportunities presented by Trump. Days before the T.P.P. withdrawal, President Xi Jinping spoke at the World Economic Forum, in Davos, Switzerland, a first for a paramount Chinese leader. Xi reiterated his support for the Paris climate deal and compared protectionism to “locking oneself in a dark room.” He said, “No one will emerge as a winner in a trade war.” This was an ironic performance—for decades, China has relied on protectionism—but Trump provided an irresistible opening. China is negotiating with at least sixteen countries to form the Regional Comprehensive Economic Partnership, a free-trade zone that excludes the United States, which it proposed in 2012 as a response to the T.P.P. If the deal is signed next year, as projected, it will create the world’s largest trade bloc, by population.

Some of China’s growing sway is unseen by the public. In October, the World Trade Organization convened ministers from nearly forty countries in Marrakech, Morocco, for the kind of routine diplomatic session that updates rules on trade in agriculture and seafood. The Trump Administration, which has been critical of the W.T.O., sent an official who delivered a speech and departed early. “For two days of meetings, there were no Americans,” a former U.S. official told me. “And the Chinese were going into every session and chortling about how they were now guarantors of the trading system.”

By setting more of the world’s rules, China hopes to “break the Western moral advantage,” which identifies “good and bad” political systems, as Li Ziguo, at the China Institute of International Studies, has said. In November, 2016, Meng Hongwei, a Chinese vice-minister of public security, became the first Chinese president of Interpol, the international police organization; the move alarmed human-rights groups, because Interpol has been criticized for helping authoritarian governments target and harass dissidents and pro-democracy activists abroad.

By some measures, the U.S. will remain dominant for years to come. It has at least twelve aircraft carriers. China has two. The U.S. has collective defense treaties with more than fifty countries. China has one, with North Korea. Moreover, China’s economic path is complicated by heavy debts, bloated state-owned enterprises, rising inequality, and slowing growth. The workers who once powered China’s boom are graying. China’s air, water, and soil are disastrously polluted.



And yet the gap has narrowed. In 2000, the U.S. accounted for thirty-one per cent of the global economy, and China accounted for four per cent. Today, the U.S.’s share is twenty-four per cent and China’s fifteen per cent. If its economy surpasses America’s in size, as experts predict, it will be the first time in more than a century that the world’s largest economy belongs to a non-democratic country. At that point, China will play a larger role in shaping, or thwarting, values such as competitive elections, freedom of expression, and an open Internet. Already, the world has less confidence in America than we might guess. Last year, the Pew Research Center asked people in thirty-seven countries which leader would do the right thing when it came to world affairs. They chose Xi Jinping over Donald Trump, twenty-eight per cent to twenty-two per cent.

Facing criticism for his lack of interest in global leadership, Trump, in December, issued a national-security strategy that singled out China and Russia and declared, “We will raise our competitive game to meet that challenge, to protect American interests, and to advance our values.” But, in his speech unveiling the strategy, he hailed his pullout from “job-killing deals such as the Trans-Pacific Partnership and the very expensive and unfair Paris climate accord.” The next day, Roger Cohen, of the Times, described the contradictions of Trump’s foreign policy as a “farce.” Some allies have taken to avoiding the Administration. “I’ll tell you, honestly, for a foreigner, in the past we were used to going to the White House to get our work done,” Shivshankar Menon, India’s former foreign secretary and national-security adviser to the Prime Minister, told me. “Now we go to the corporations, to Congress, to the Pentagon, wherever.”

On his recent visit to Washington, Prime Minister Lee, of Singapore, said that the rest of the world can no longer pretend to ignore the contrasts between American and Chinese leadership. “Since the war, you’ve held the peace. You’ve provided security. You’ve opened your markets. You’ve developed links across the Pacific,” he said. “And now, with a rising set of players on the west coast of the Pacific, where does America want to go? Do you want to be engaged?” He went on, “If you are not there, then everybody else in the world will look around and say, I want to be friends with both the U.S. and the Chinese—and the Chinese are ready, and I’ll start with them.”


Xi Jinping has the kind of Presidency that Donald Trump might prefer. Last fall, he started his second term with more unobstructed power than any Chinese leader since Deng Xiaoping, who died in 1997. The Nineteenth Party Congress, held in October, had the spirit of a coronation, in which the Party declared Xi the “core leader,” an honor conferred only three other times since the founding of the nation (on Mao Zedong, Deng, and Jiang Zemin), and added “Xi Jinping Thought” to its constitution—effectively allowing him to hold power for life, if he chooses. He enjoys total dominion over the media: at the formal unveiling of his new Politburo, the Party barred Western news organizations that it finds troublesome; when Xi appeared on front pages across the country, his visage was a thing of perfection, airbrushed by Party “news workers” to the sheen of a summer peach.

For decades, China avoided directly challenging America’s primacy in the global order, instead pursuing a strategy that Deng, in 1990, called “hide your strength and bide your time.” But Xi, in his speech to the Party Congress, declared the dawn of “a new era,” one in which China moves “closer to center stage.” He presented China as “a new option for other countries,” calling this alternative to Western democracy the zhongguo fang’an, the “Chinese solution.”

When I arrived in Beijing a few weeks later, the pipe organ of Chinese propaganda was at full force. The state press ran a profile of Xi that was effusive even by the standards of the form, depicting him as an “unrivalled helmsman,” whose “extensive knowledge of literature and the arts makes him a consummate communicator in the international arena.” The article observed, “Xi treats everyone with sincerity, warmth, attentiveness, and forthrightness.” It quoted a Russian linguist who had translated his Party Congress speech: “I read from morning till midnight, even forgetting to have meals.”

Xi has inscribed on his country a rigid vision of modernity. A campaign to clean up “low-end population” has evicted migrant workers from Beijing, and a campaign against dissent has evicted the most outspoken intellectuals from online debate. The Party is reaching deeper into private institutions. Foreign universities with programs in China, such as Duke, have been advised that they must elevate a Communist Party secretary to a decision-making role on their local boards of trustees. The Party is encouraging dark imaginings about the outside world: posters warn the public to “protect national secrets” and to watch out for “spies.” Beijing is more convenient than it was not long ago, but also less thrilling; it has gained wealth but lost some of its improvisational energy.

Until recently, Chinese nationalists were crowded out by a widespread desire to be embraced by the outside world. They see the parallel ascents of Xi and Trump as cause for celebration, and accuse “white lotuses,” their term for Chinese liberals, of sanctimony and intolerance. They reject political correctness in issues of race and worry about Islamic extremism. (Muslims, though they make up less than two per cent of China’s population, are the objects of fevered animosity on its Internet.) Last June, Yao Chen, one of China’s most popular actresses, received a barrage of criticism online after she tried to raise awareness of the global refugee crisis. (She was forced to clarify that she was not calling for China to accept refugees.)

Back in 2008, I met a jittery young conservative named Rao Jin, a contrarian on the fringes of Chinese politics. Long before Trump launched his campaign or railed against the media, Rao created a Web site called Anti-CNN.com, which was dedicated to criticizing Western news coverage. Over lunch in Beijing recently, he exuded calm vindication. “Things that we used to push are now mainstream,” not only in China but globally, he said. In Rao’s view, Trump’s “America First” slogan is an honest declaration, a realist vision stripped of false altruism and piety. “From his perspective, America’s interests come first,” Rao said. “To Chinese people, this is a big truth, and you can’t deny it.” Rao has watched versions of his ideas gain strength in Russia, France, Great Britain, and the United States. “In this world, power speaks,” he said, making a fist, a gesture that Trump adopted in his Inauguration speech and Xi displayed in a photo taken at the start of his new term.

China’s leaders rarely air their views about an American President, but well-connected scholars—the ranking instituteniks of Beijing and Shanghai and Guangzhou—can map the contours of their assessments. Yan Xuetong is the dean of Tsinghua University’s Institute of Modern International Relations. At sixty-five, Yan is bouncy and trim, with short silver hair and a roaring laugh. When I arrived at his office one evening, he donned a black wool cap and coat, and we set off into the cold. Before I could ask a question, he said, “I think Trump is America’s Gorbachev.” In China, Mikhail Gorbachev is known as the leader who led an empire to collapse. “The United States will suffer,” he warned.

Over a dinner of dumplings, tofu, and stir-fried pork, Yan said that America’s strength must be measured partly by its ability to persuade: “American leadership has already dramatically declined in the past ten months. In 1991, when Bush, Sr., launched the war against Iraq, it got thirty-four countries to join the war effort. This time, if Trump launched a war against anyone, I doubt he would get support from even five countries. Even the U.S. Congress is trying to block his ability to start a nuclear war against North Korea.” For Chinese leaders, Yan said, “Trump is the biggest strategic opportunity.” I asked Yan how long he thought the opportunity would last. “As long as Trump stays in power,” he replied.


The leadership in Beijing did not always have this view of Trump. In the years leading up to the 2016 election, it had adopted a confrontational posture toward the United States. Beijing worked with Washington on climate change and on the Iran nuclear deal, but tensions were building: China was hacking U.S. industrial secrets, building airports on top of reefs and rocks in the South China Sea, creating obstacles for American firms investing in China, blocking American Internet businesses, and denying visas to American scholars and journalists. During the campaign, China specialists in both parties called on the next President to strengthen alliances across Asia and to step up pressure on Beijing.

When Trump won, the Party “was in a kind of shock,” Michael Pillsbury, a former Pentagon aide and the author of “The Hundred-Year Marathon,” a 2015 account of China’s global ambitions, told me. “They feared that he was their mortal enemy.” The leadership drafted potential strategies for retaliation, including threatening American companies in China and withholding investment from the districts of influential members of Congress.



Most of all, they studied Trump. Kevin Rudd, the former Prime Minister of Australia, who is in contact with leaders in Beijing, told me, “Since the Chinese were stunned that Trump was elected, they were intrinsically respectful of how he could’ve achieved it. An entire battery of think tanks was set to work, to analyze how this had occurred and how Trump had negotiated his way through to prevail.”

Before he entered the White House, China started assembling a playbook for dealing with him. Shen Dingli, a foreign-affairs specialist at Fudan University, in Shanghai, explained that Trump is “very similar to Deng Xiaoping,” the pragmatic Party boss who opened China to economic reform. “Deng Xiaoping said, ‘Whatever can make China good is a good “ism.” ’ He doesn’t care if it’s capitalism. For Trump, it’s all about jobs,” Shen said.

The first test came less than a month after the election, when Trump took a call from Taiwan’s President, Tsai Ing-wen. “Xi Jinping was angry,” Shen said. “But Xi Jinping made a great effort not to create a war of words.” Instead, a few weeks later, Xi revealed a powerful new intercontinental ballistic missile. “It sends a message: I have this—what do you want to do?” Shen said. “Meantime, he sends Jack Ma”—the founder of the e-commerce giant Alibaba—“to meet with Trump in New York, offering one million jobs through Alibaba.” Shen went on, “China knows Trump can be unpredictable, so we have weapons to make him predictable, to contain him. He would trade Taiwan for jobs.”

Inside the new White House, there were two competing strategies on China. One, promoted by Stephen Bannon, then the chief strategist, wanted the President to take a hard line, even at the risk of a trade war. Bannon often described China as a “civilizational challenge.” The other view was associated with Jared Kushner, Trump’s son-in-law and adviser, who had received guidance from Henry Kissinger and met repeatedly with the Chinese Ambassador, Cui Tiankai. Kushner argued for a close, collegial bond between Xi and Trump, and he prevailed.

He and Rex Tillerson, the Secretary of State, arranged for Trump and Xi to meet at Mar-a-Lago on April 7th, for a cordial get-to-know-you summit. To set the tone, Trump presented two of Kushner and Ivanka Trump’s children, Arabella and Joseph, who sang “Jasmine Flower,” a classic Chinese ballad, and recited poetry. While Xi was at the resort, the Chinese government approved three trademark applications from Ivanka’s company, clearing the way for her to sell jewelry, handbags, and spa services in China.

Kushner has faced scrutiny for potential conflicts of interest arising from his China diplomacy and his family’s businesses. During the transition, Kushner dined with Chinese business executives while the Kushner Companies was seeking their investment in a Manhattan property. (After that was revealed in news reports, the firm ended the talks.) In May, Kushner’s sister, Nicole Kushner Meyer, was found to have mentioned his White House position while she courted investors during a trip to China. The Kushner Companies apologized.

During the Mar-a-Lago meetings, Chinese officials noticed that, on some of China’s most sensitive issues, Trump did not know enough to push back. “Trump is taking what Xi Jinping says at face value—on Tibet, Taiwan, North Korea,” Daniel Russel, who was, until March, the Assistant Secretary of State for East Asian and Pacific Affairs, told me. “That was a big lesson for them.” Afterward, Trump conceded to the Wall Street Journal how little he understood about China’s relationship to North Korea: “After listening for ten minutes, I realized it’s not so easy.”

Russel spoke to Chinese officials after the Mar-a-Lago visit. “The Chinese felt like they had Trump’s number,” he said. “Yes, there is this random, unpredictable Ouija-board quality to him that worries them, and they have to brace for some problems, but, fundamentally, what they said was ‘He’s a paper tiger.’ Because he hasn’t delivered on any of his threats. There’s no wall on Mexico. There’s no repeal of health care. He can’t get the Congress to back him up. He’s under investigation.”

After the summit, the Pangoal Institution, a Beijing think tank, published an analysis of the Trump Administration, describing it as a den of warring “cliques,” the most influential of which was the “Trump family clan.” The Trump clan appears to “directly influence final decisions” on business and diplomacy in a way that “has rarely been seen in the political history of the United States,” the analyst wrote. He summed it up using an obscure phrase from feudal China: jiatianxia—“to treat the state as your possession.”


After Mar-a-Lago, Trump heaped praise on Xi. “We had a great chemistry, I think. I mean, at least I had a great chemistry—maybe he didn’t like me, but I think he liked me,” he said on the Fox Business Network. Meanwhile, Chinese analysts were struggling to keep up with the news about the rise and fall of White House advisers. Following a report that Tillerson had disparaged the President’s intelligence, Shen, of Fudan University, asked me, “What is a moron?”

By early November, Trump was preparing for his first trip to Beijing. Some China specialists in the U.S. government saw it as a chance to press on substantive issues. “We have to start standing up for our interests, because they have come farther, and faster, than people thought, pretty much without anyone waking up to it,” a U.S. official involved in planning the visit told me. Among other things, the U.S. wanted China to open up areas of its economy, such as cloud computing, to foreign competitors; crack down on the theft of intellectual property; and stop forcing American firms to transfer technology as a condition for entry to the Chinese market. “It is time for a sense of urgency,” the official said.

Cui Tiankai, the Chinese Ambassador to Washington, billed Trump’s visit as a “state visit plus.” An American with high-level contacts in Beijing told me that they planned to “wow him with five thousand years of Chinese history. They believe he is uniquely susceptible to that.”

The strategy had worked before. In the mid-nineteen-eighties, the C.I.A. commissioned a China scholar named Richard Solomon to write a handbook for American leaders, “Chinese Political Negotiating Behavior.” Solomon, whose study was later declassified, noted that some of China’s most effective techniques were best described in the nineteenth century, when a Manchu prince named Qiying recorded his preferred approach. “Barbarians,” Qiying noted, respond well to “receptions and entertainment, after which they have had a feeling of appreciation.” Solomon warned that modern Chinese leaders “use the trappings of imperial China” to “impress foreign officials with their grandeur and seriousness of purpose.” Solomon advised, “Resist the flattery of being an ‘old friend’ or the sentimentality that Chinese hospitality readily evokes.” (Henry Kissinger, he wrote, once gushed to his hosts, “After a dinner of Peking duck I’ll agree to anything.”)

“F.Y.I., sweetie, bears are attracted to drama.”


Following the Nineteenth Party Congress, Trump marvelled at Xi’s new power. “Now some people might call him the king of China,” he told an interviewer, shortly before his trip. Trump arrived in more modest standing. A few hours before his plane touched down, on November 8th, Republicans were thumped in state elections, losing governors’ races in Virginia and New Jersey. His approval rating was thirty-seven per cent, the lowest of any President at that point in his tenure since Gallup started measuring it. Three former aides had been charged with felonies in the investigation into Russian interference in the 2016 election. It was the first summit since 1972 in which the American President had less leverage and political security than his Chinese counterpart.

Xi deftly flattered his guest. Upon Trump’s arrival, they took a sunset tour of the Forbidden City. They drank tea, watched an opera performance at the Pavilion of Pleasant Sounds, and admired an antique gold urn. The next morning, at the Great Hall of the People, Trump was greeted by an even more lavish ceremony, with Chinese military bands, the firing of cannons, and throngs of schoolchildren, who waved colored pompoms and yelled, in Chinese, “Uncle Trump!” Government censors struck down critical comments about Trump on social media.

Trump and Xi met for several hours and then appeared before the press. “The hosting of the military parade this morning was magnificent,” Trump said, and he praised Xi as a “highly respected and powerful representative of his people.” He mentioned the need to coöperate with regard to North Korea, and to fix an “unfair” trade relationship, but he said nothing about intellectual property or market access. “I don’t blame China,” Trump said. “Who can blame a country for being able to take advantage of another country for the benefit of its citizens?” There were gasps from business leaders and journalists. “I give China great credit.” Some Chinese members of the audience cheered. Xi and Trump took no questions from the press.

In preparations for Trump’s meeting with Xi, the State Department had urged the President to bring up a human-rights case: that of the poet Liu Xia, the widow of the late Nobel laureate Liu Xiaobo, who is under house arrest, without charges. According to two U.S. officials, Trump never mentioned it.

Trump’s deference to Xi—the tributes and tender musings about chemistry—sent a message to other countries that are debating whether to tilt toward the U.S. or China. Daniel Russel said, “The American President is here. He’s looking in awe at the Forbidden City. He’s looking in awe at Xi Jinping, and he’s choosing China because of its market, because of its power. If you thought that America was going to choose you and these ‘old-fashioned’ treaties and twentieth-century values, instead of Xi Jinping and the Chinese market, well, think again.”


In concrete terms, why does it matter if America retreats and China advances? One realm in which the effects are visible is technology, where Chinese and American companies are competing not simply for profits but also to shape the rules concerning privacy, fairness, and censorship. China bars eleven of the world’s twenty-five most popular Web sites—including Google, YouTube, Facebook, and Wikipedia—because it fears they will dominate local competitors or amplify dissent. The Chinese government has promoted that approach under a doctrine that it calls “cyber-sovereignty.” In December, China hosted an Internet conference that attracted American C.E.O.s such as Tim Cook, of Apple, even though China has forced Apple to remove apps that allow users to circumvent the “Great Firewall.”

In Beijing, I hailed a cab and headed to the northwest corner of the city, where a Chinese company called SenseTime is working on facial recognition, a field at the intersection of science and individual rights. The company was founded in 2014 by Tang Xiao’ou, a computer scientist who trained at M.I.T. and returned to Hong Kong to teach. (For years, China’s startups lagged behind those in Silicon Valley. But there is more parity now. Of the forty-one private companies worldwide that reached “unicorn” status in 2017—meaning they had valuations of a billion dollars or more—fifteen are Chinese and seventeen are American.)

SenseTime’s offices have a sleek, industrial look. Nobody wears an identification badge, because cameras recognize employees, causing doors to open. I was met there by June Jin, the chief marketing officer, who earned an M.B.A. at the University of Chicago and worked at Microsoft, Apple, and Tesla. Jin walked me over to a display of lighthearted commercial uses of facial-recognition technology. I stepped before a machine, which resembled a slender A.T.M., that assessed my “happiness” and other attributes, guessed that I am a thirty-three-year-old male, and, based on that information, played me an advertisement for skateboarding attire. When I stepped in front of it again, it revised its calculation to forty-one years old, and played me an ad for liquor. (I was, at the time, forty.) The machines are used in restaurants to entertain waiting guests. But they contain a hidden element of artificial intelligence as well: images are collected and compared with a facial database of V.I.P. customers. “A waiter or waitress comes up and maybe we get you a seat,” Jin said. “That’s the beauty of A.I.”

Next, Jin showed me how the technology is used by police. She said, “We work very closely with the Public Security Bureau,” which applies SenseTime’s algorithms to millions of photo I.D.s. As a demonstration, using the company’s employee database, a video screen displayed a live feed of a busy intersection nearby. “In real time, it captures all the attributes of the cars and pedestrians,” she said. On an adjoining screen, a Pac-Man-like trail indicated a young man’s movements around the city, based only on his face. Jin said, “It can match a suspect with a criminal database. If the similarity level is over a certain threshold, then they can make an arrest on the spot.” She continued, “We work with more than forty police bureaus nationwide. Guangdong Province is always very open-minded and embracing technology, so, last year alone, we helped the Guangdong police bureau solve many crimes.”

In the U.S., where police departments and the F.B.I. are adopting comparable technology, facial recognition has prompted congressional debates about privacy and policing. The courts have yet to clarify when a city or a company can track a person’s face. Under what conditions can biometric data be used to find suspects of a crime, or be sold to advertisers? In Xi Jinping’s China, which values order over the rights of the individual, there are few such debates. In the city of Shenzhen, the local government uses facial recognition to deter jaywalkers. (At busy intersections, it posts their names and I.D. pictures on a screen at the roadside.) In Beijing, the government uses facial-recognition machines in public rest rooms to stop people from stealing toilet paper; it limits users to sixty centimetres within a nine-minute period.

Before Trump took office, the Chinese government was far outspending the U.S. in the development of the types of artificial intelligence with benefits for espionage and security. According to In-Q-Tel, an investment arm of the United States intelligence community, the U.S. government spent an estimated $1.2 billion on unclassified A.I. programs in 2016. The Chinese government, in its current five-year plan, has committed a hundred and fifty billion dollars to A.I.

The Trump Administration’s proposed 2018 budget would cut scientific research by fifteen per cent, or $11.1 billion. That includes a ten-per-cent decrease in the National Science Foundation’s spending on “intelligent systems.” In November, Eric Schmidt, then the chairman of Alphabet, told the Artificial Intelligence & Global Security Summit, in Washington, that reductions in the funding of basic-science research will help China overtake the U.S. in artificial intelligence within a decade. “By 2020, they will have caught up. By 2025, they will be better than us. By 2030, they will dominate the industries of A.I.,” he said. Schmidt, who chairs the Defense Innovation Advisory Board, added that the ban on visitors from Iran was an obstacle to technology development. “Iran produces some of the top computer scientists in the world. I want them here. I want them working for Alphabet and Google. It’s crazy not to let these people in.”


China’s effort to extend its reach has been so rapid that it is fuelling a backlash. Australian media have uncovered efforts by China’s Communist Party to influence Australia’s government. In December, Sam Dastyari, a member of the Australian Senate, resigned after revelations that he warned one of his donors, a businessman tied to China’s foreign-influence efforts, that his phone was likely tapped by intelligence agencies. Australia’s Prime Minister, Malcolm Turnbull, announced a ban on foreign political donations, citing “disturbing reports about Chinese influence.”

“I just need a few minutes with the auto-sensor to regain my illusion of control.”


In August, Cambridge University Press, in Britain, caused an uproar among scholars after it removed from one of its Chinese Web sites more than three hundred academic articles that mentioned sensitive topics, such as the crackdown at Tiananmen Square, in an effort to satisfy China’s censors. Cambridge abandoned the move. (Another academic publisher, Springer Nature, defended its decision to censor itself, saying that it was necessary “to prevent a much greater impact on our customers and authors.”)

Foreign governments and human-rights groups have expressed alarm that Beijing is pursuing critics beyond its borders and bringing them to mainland China for detention. One night last January, unidentified men escorted a Chinese-Canadian billionaire, Xiao Jianhua, from a Hong Kong hotel, in a wheelchair, with a sheet over his head. (His whereabouts are unknown.) In several cases, beginning in 2015, the publishers of books critical of China’s leaders were abducted from Hong Kong and Thailand, without public extradition procedures.

Across Asia, there is wariness of China’s intentions. Under the Belt and Road Initiative, it has loaned so much money to its neighbors that critics liken the debt to a form of imperialism. When Sri Lanka couldn’t repay loans on a deepwater port, China took majority ownership of the project, stirring protests about interference in Sri Lanka’s sovereignty. China also has a reputation for taking punitive economic action when a smaller country offends its politics. After the Nobel Prize was awarded to the dissident Liu Xiaobo, China stopped trade talks with Norway for nearly seven years; during a territorial dispute with the Philippines, China cut off banana imports; in a dispute with South Korea, it restricted tourism and closed Korean discount stores.

In Beijing’s political circles, some strategists worry that their leaders risk moving too fast to fill the void created by America’s withdrawal from its global role. I dropped by to see one of the city’s wisest observers of America, Jia Qingguo, the dean of the Department of Diplomacy at Peking University. “The U.S. is not losing leadership. You’re giving it up. You’re not even selling it,” he said. “It seems Donald Trump’s view is: if China can take a free ride, why can’t we? But the problem is that the U.S. is too big. If you ride for free, then the bus will collapse. Maybe the best solution is for China to help the U.S. drive the bus. The worse scenario is that China drives the bus when it’s not ready. It’s too costly and it doesn’t have enough experience.” Jia, who has a wry smile and a thick head of graying hair, said that universities have not had enough time to train scholars in areas that China is now expected to navigate: “In the past, the outside world was very far away. Now it’s very close. But the change happened too fast to digest.”

Joseph Nye, the Harvard political scientist who coined the term “soft power,” to describe the use of ideas and attraction rather than force, told me that China has improved its ability to persuade—up to a point. “American soft power comes heavily from our civil society, everything from Hollywood to Harvard and the Gates Foundation,” he said. “China still doesn’t understand that. They still haven’t opened that up. I think that is going to hurt them in the longer term.” Nye predicts that Trump’s unpopularity will not erase America’s soft-power advantage, except under certain conditions. “Probably he won’t be seen as a turning point in American history but will be seen as a blip, another one of the strange characters that our political process throws up, like Joe McCarthy or George Wallace,” he said. “Two things could make me wrong. One is if he gets us into a major war. The second is if he gets reëlected and winds up doing damage to our checks and balances or our reputation as a democratic society. I don’t think those are likely, but I don’t have enough confidence in my judgment to assure you.”

At the White House, aides said that late last year a two-tiered strategy took hold, in which the President will seek to maintain congenial relations with Xi while lower-ranking officials introduce hard-line measures. By the end of 2017, the State Department, the National Security Council, and other agencies were considering policies to push back on China’s influence operations, trade practices, and efforts to shape the technology of the future. Michael Green, who was George W. Bush’s chief adviser on Asia, told me, “They’re looking at it like it’s a war plan: working with the allies, working with members of Congress.”

In its national-security strategy, the Administration suggested that, to stop the theft of trade secrets, it could restrict visas to foreigners who travel to the U.S. to study science, engineering, math, and technology; it dedicated itself to a “free and open Indo-Pacific,” which, in practice, will likely expand military coöperation with India, Japan, and Australia. Robert Lighthizer, the U.S. Trade Representative, is considering several potential tariffs in order to punish China for its alleged theft of intellectual property and dumping of exports on U.S. markets. “We’re not looking for a trade war,” a senior White House official involved in China issues told me. “But the President fully believes that we have to stand up to China’s predatory industrial policies that have hollowed out U.S. manufacturing and, increasingly, high-tech sectors.”

If the White House takes such actions, they could collide with Trump’s admiring relationship with Xi. In the meantime, many China specialists describe the Administration’s approach as inchoate. In the first eleven months of Trump’s Presidency, none of his Cabinet secretaries had given a major speech on China. The post of Assistant Secretary of State for East Asian and Pacific Affairs, the State Department’s top job for the region—once held by W. Averell Harriman, Richard Holbrooke, and Christopher Hill—remained unfilled. David Lampton, the director of China studies at the School of Advanced International Studies, at Johns Hopkins, told me, “I think this is like a bunch of drunks in a car fighting for the steering wheel.”

In dozens of interviews in China and the U.S., I encountered almost no one who expects China to supplant the U.S. anytime soon in its role as the world’s preëminent power. Beyond China’s economic obstacles, its political system—including constraints on speech, religion, civil society, and the Internet—drives away some of the country’s boldest and most entrepreneurial thinkers. Xi’s system inspires envy from autocrats, but little admiration from ordinary citizens around the world. And for all of Xi’s talk of a “Chinese solution,” and the glorious self-portrait in “Wolf Warrior II,” China has yet to mount serious responses to global problems, such as the refugee crisis or Syria’s civil war. Global leadership is costly; it means asking your people to contribute to others’ well-being, to send young soldiers to die far from home. In 2015, when Xi pledged billions of dollars in loan forgiveness and additional aid for African nations, some in China grumbled that their country was not yet rich enough to do that. China is not “seeking to replace us in the same position as a kind of chairman of planet Earth,” Daniel Russel said. “They have no intention of emulating the U.S. as a provider of global goods or as an arbiter who teases out universal principles and common rules.”

More likely, the world is entering an era without obvious leaders, an “age of nonpolarity,” as Richard Haass, the president of the Council on Foreign Relations, has described it, in which nationalist powers—China, the U.S., Russia—contend with non-state groups of every moral stripe, from Doctors Without Borders to Facebook, and ExxonMobil to Boko Haram. It is natural for Americans to mourn that prospect, but Shivshankar Menon, India’s former foreign secretary, suspects that the U.S. will retain credibility and leadership. “The U.S. is the only power that I know of which is capable of turning on a dime, with a process of self-examination,” he said. “Within two years of entering Iraq, there were people within the system saying, ‘Are we doing the right thing?’ ” He has seen the country recover before: “Three times just in my lifetime. I was in the U.S. in ’68, on the West Coast. I’ve seen what the U.S. did in the eighties to reinvent itself. What it did after 2008 is remarkable. For me, this comes and goes. The U.S. can afford it.”

Menon continued, “I think we’re going back to actually the historic norm, separate multiverses, rather than one, which was an exception. If you go back to the concept of Europe in the nineteenth century, people basically lived in different worlds and had very controlled interactions with each other. China is not going to take responsibility for everything that happens in the Middle East or South America.” In small ways, Menon said, we live this way already. “Technology has made it easy, because iTunes keeps selling you more of the same music—it doesn’t keep exposing you to something new. When you go to Beijing, you still listen to your own music, and you’re actually in your own bubble. So it’s a historical aberration and a rarity, where you say you’re ‘globalized.’ But what does that mean?”

Late one afternoon in November, I went to see a professor in Beijing who has studied the U.S. for a long time. America’s recent political turmoil has disoriented him. “I’m struggling with this a lot,” he said, and poured me a cup of tea. “I love the United States. I used to think that the multiculturalism of the U.S. might work here. But, if it doesn’t work there, then it won’t work here.” In his view, the original American bond is dissolving. “In the past, you kept together because of common values that you call freedom,” he said. Emerging in its place is a cynical, zero-sum politics, a return to blood and soil, which privileges interests above inspiration.