“Los bancos se pusieron contra la democracia”

Por Eduardo Febbro

Desde París

La revuelta no tiene edad ni condición. A sus afables, lúcidos y combativos 94 años Stéphane Hessel encarna un momento único de la historia política humana: haber logrado desencadenar un movimiento mundial de contestación democrática y ciudadana con un libro de escasas 32 páginas, Indígnense. El libro apareció en Francia en octubre de 2010 y en marzo de 2011 se convirtió en el zócalo del movimiento español de los indignados. El casi siglo de vida de Stéphane Hessel se conectó primero con la juventud española que ocupó la Puerta del Sol y luego con los demás protagonistas de la indignación que se volvió planetaria: París, Londres, Roma, México, Bruselas, Nueva York, Washington, Tel Aviv, Nueva Delhi, San Pablo. En cada rincón del mundo y bajo diferentes denominaciones, el mensaje de Hessel encontró un eco inimaginable.

Su libro, sin embargo, no contiene ningún alegato ideológico, menos aún algún llamado a la excitación revolucionaria. Indígnense es al mismo tiempo una invitación a tomar conciencia sobre la forma calamitosa en la que estamos gobernados, una restauración noble y humanista de los valores fundamentales de la democracia, un balde de agua fría sobre la adormecida conciencia de los europeos convertidos en consumidores obedientes y una dura defensa del papel del Estado como regulador. No debe existir en la historia editorial un libro tan corto con un alcance tan extenso.

Quien vea la movilización mundial de los indignados puede pensar que Hessel escribió una suerte de panfleto revolucionario, pero nada es más ajeno a esa idea. Indígnense y los indignados se inscriben en una corriente totalmente contraria a la que se desató en las revueltas de Mayo del ’68. Aquella generación estaba contra el Estado. Al revés, el libro de Hessel y sus adeptos reclaman el retorno del Estado, de su capacidad de regular. Nada refleja mejor ese objetivo que uno de los slogans más famosos que surgieron en la Puerta del Sol: “Nosotros no somos antisistema, el sistema es antinosotros”.

En su casa de París, Hessel habla con una convicción en la que la juventud y la energía explotan en cada frase. Hessel tiene una historia personal digna de una novela y es un hombre de dos siglos. Diplomático humanista, miembro de la Resistencia contra la ocupación nazi durante la Segunda Guerra Mundial, sobreviviente de varios campos de concentración, activo protagonista de la redacción de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, descendiente de la lucha contra esas dos grandes calamidades del siglo XX que fueron el fascismo y el comunismo soviético. El naciente siglo XXI hizo de él un influyente ensayista.

Cuando su libro salió en Francia, las lenguas afiladas del sistema liberal le cayeron con un aluvión de burlas: “el abuelito Hessel”, el “Papá Noel de las buenas conciencias”, decían en radio y televisión las marionetas para descalificarlo. Muchos intelectuales franceses dijeron que esa obra era un catálogo de banalidades, criticaron su aparente simplismo, su chatura filosófica, lo acusaron de idiota y de antisemita. Hasta el primer ministro francés, François Fillon, descalificó la obra diciendo que “la indignación en sí no es un modo de pensamiento”. Pero el libro siguió otro camino. Más de dos millones de ejemplares vendidos en Francia, medio millón en España, traducciones en decenas de países y difusión masiva en Internet.

El ultraliberalismo predador, la corrupción, la impunidad, la servidumbre de la clase política al sistema financiero, la anexión de la política por la tecnocracia financiera, las industrias que destruyen el planeta, la ocupación israelí de Palestina, en suma, los grandes devastadores del planeta y de las sociedades humanas encontraron en las palabras de Hessel un enemigo inesperado, un argumentario de enunciados básicos, profundamente humanista y de una eficacia inmediata. Sin otra armadura que un pasado político de socialdemócrata reformista y un libro de 32 páginas, Hessel les opuso al pensamiento liberal consumista y al consenso uno de los antídotos que más teme, es decir, la acción.

No se trata de una obra de reflexión política o filosófica sino de una radiografía de la desarticulación de los Estados, de un llamado a la acción para que el Estado y la democracia vuelvan a ser lo que fueron. El libro de Hessel se articula en torno de la acción, que es precisamente a lo que conduce la indignación: respuesta y acción contra una situación, contra el otro. Lo que Hessel califica como mon petit livre es una obra curiosa: no hay nada novedoso en ella, pero todo lo que dice es una suerte de síntesis de lo que la mayor parte del planeta piensa y siente cada mañana cuando se levanta: exasperación e indignación.

–Usted ha sido de alguna manera el hombre del año. Su libro tuvo un éxito mundial y terminó convirtiéndose en el foco del movimiento planetario de los indignados. Hubo, de hecho, dos revoluciones casi simultáneas en el mundo, una en los países árabes y la que usted desencadenó a escala planetaria.

–Nunca preví que el libro tuviera un éxito semejante. Al escribirlo, había pensado en mis compatriotas para decirles que la manera en la que están gobernados plantea interrogantes y que era preciso indignarse ante los problemas mal solucionados. Pero no esperaba que el libro se viera propulsado en más de cuarenta países en los cuatro puntos cardinales. Pero yo no me atribuyo ninguna responsabilidad en el movimiento mundial de los indignados. Fue una coincidencia que mi libro haya aparecido en el mismo momento en que la indignación se expandía por el mundo. Yo sólo llamé a la gente a reflexionar sobre lo que les parece inaceptable. Creo que la circulación tan amplia del libro se debe al hecho de que vivimos un momento muy particular de la historia de nuestras sociedades y, en particular, de esta sociedad global en la que estamos inmersos desde hace diez años. Hoy vivimos en sociedades interdependientes, interconectadas. Esto cambia la perspectiva. Los problemas a los que estamos confrontados son mundiales.

–Las reacciones que desencadenó su libro prueban que existe siempre una pureza moral intacta en la humanidad.

–Lo que permanece intacto son los valores de la democracia. Después de la Segunda Guerra Mundial resolvimos problemas fundamentales de los valores humanos. Ya sabemos cuáles son esos valores fundamentales que debemos tratar de preservar. Pero cuando esto deja de tener vigencia, cuando hay rupturas en la forma de resolver los problemas, como ocurrió luego de los atentados del 11 de septiembre, de la guerra en Afganistán y en Irak, y la crisis económica y financiera de los últimos cuatro años, tomamos conciencia de que las cosas no pueden continuar así. Debemos indignarnos y comprometernos para que la sociedad mundial adopte un nuevo curso.

–¿Quién es responsable de todo este desastre? ¿El liberalismo ultrajante, la tecnocracia, la ceguera de las elites?

–Los gobiernos, en particular los gobiernos democráticos, sufren una presión por parte de las fuerzas del mercado a la cual no supieron resistir. Esas fuerzas económicas y financieras son muy egoístas, sólo buscan el beneficio en todas las formas posibles sin tener en cuenta el impacto que esa búsqueda desenfrenada del provecho tiene en las sociedades. No les importa ni la deuda de los gobiernos, ni las ganancias escuetas de la gente. Yo le atribuyo la responsabilidad de todo esto a las fuerzas financieras. Su egoísmo y su especulación exacerbada son también responsables del deterioro de nuestro planeta. Las fuerzas que están detrás del petróleo, las fuerzas de las energías no renovables nos conducen hacia una dirección muy peligrosa. El socialismo democrático tuvo su momento de gloria después de la Segunda Guerra Mundial. Durante muchos años tuvimos lo que se llama Estados de providencia. Esto derivó en una buena fórmula para regular las relaciones entre los ciudadanos y el Estado. Pero luego nos apartamos de ese camino bajo la influencia de la ideología neoliberal. Milton Friedman y la Escuela de Chicago dijeron: “déjenle las manos libres a la economía, no dejen que el Estado intervenga”. Fue un camino equivocado y hoy nos damos cuenta de que nos encerramos en un camino sin salida. Lo que ocurrió en Grecia, Italia, Portugal y España nos prueba que no es dándole cada vez más fuerza al mercado que se llega a una solución. No. Esa tarea les corresponde a los gobiernos, son ellos quienes deben imponerles reglas a los bancos y a las fuerzas financieras para limitar la sobreexplotación de las riquezas que detentan y la acumulación de beneficios inmensos mientras los Estados se endeudan. Debemos reconocer que los bancos se pusieron en contra de la democracia. Eso no es aceptable.

–Resulta chocante comprobar la indiferencia de la clase política ante la revuelta de los indignados. Los dirigentes de París, Londres, Estados Unidos, en suma, allí donde estalló este movimiento, hicieron caso omiso ante los reclamos de los indignados.

–Sí, es cierto. Por ahora se subestimó la fuerza de esta revuelta y de esta indignación. Los dirigentes se habrán dicho: esto ya lo vimos otras veces, en Mayo del ‘68, etc., etc. Creo que los gobiernos se equivocan. Pero el hecho de que los ciudadanos protesten por la forma en que están gobernados es algo muy nuevo y esa novedad no se detendrá. Predigo que los gobiernos se verán cada vez más presionados por las protestas contra la manera en que los Estados son gobernados. Los gobiernos se empeñan en mantener intacto el sistema. Sin embargo, el cuestionamiento colectivo del funcionamiento del sistema nunca fue tan fuerte como ahora. En Europa atravesamos por un momento muy denso de cuestionamiento, tal como ocurrió antes en América latina. Yo estoy muy orgulloso por la forma en que la Argentina supo superar la gravedad de la crisis. Ello prueba que es posible actuar y que los ciudadanos son capaces de cambiar el curso de las cosas.

–De alguna manera, usted encendió la llama de una suerte de revolución democrática. Sin embargo, no llama a una revolución. ¿Cuál es entonces el camino para romper el cerco en el que vivimos? ¿Cuál es la base del renacimiento de un mundo más justo?

–Debemos transmitirles dos cosas a las nuevas generaciones: la confianza en la posibilidad de mejorar las cosas. Las nuevas generaciones no deben desalentarse. En segundo lugar, debemos hacerles tomar conciencia de todo lo que se está haciendo actualmente y que va en el buen sentido. Pienso en Brasil, por ejemplo, donde hubo muchos progresos, pienso en la presidenta Cristina Fernández de Kirchner, que también hizo que las cosas progresaran mucho, pienso también en todo lo que se realiza en el campo de la economía social y solidaria en tantos y tantos países. En todo esto hay nuevas perspectivas para encarar la educación, los problemas de la desigualdad, los problemas ligados al agua. Hay gente que trabaja mucho y no debemos subestimar sus esfuerzos, incluso si lo que se consigue es poco a causa de la presión del mundo financiero. Son etapas necesarias. Creo que, cada vez más, los ciudadanos y las ciudadanas del mundo están entendiendo que su papel puede ser más decisivo a la hora de hacerles entender a los gobiernos que son responsables de la vigencia de los grandes valores que esos mismos gobiernos están dejando de lado. Hay un riesgo implícito: que los gobiernos autoritarios traten de emplear la violencia para acallar las revueltas. Pero creo que eso ya no es más posible. La forma en que los tunecinos y los egipcios se sacaron de encima a sus gobiernos autoritarios muestra dos cosas: una, que es posible; dos, que con esos gobiernos no se progresa. El progreso sólo es posible si se profundiza la democracia. En los últimos veinte años América latina progresó muchísimo gracias a la profundización de la democracia. A escala mundial, pese a las cosas que se lograron, pese a los avances que se obtuvieron con la economía social y solidaria, todo esto es demasiado lento. La indignación se justifica en eso: los esfuerzos realizados son insuficientes, los gobiernos fueron débiles y hasta los partidos políticos de la izquierda sucumbieron ante la ideología neoliberal. Por eso debemos indignarnos. Si los medios de comunicación, si los ciudadanos y las organizaciones de defensa de los derechos humanos son lo suficientemente potentes como para ejercer una presión sobre los gobiernos las cosas pueden empezar a cambiar mañana.

–¿Se puede acaso cambiar el mundo sin revoluciones violentas?

–Si miramos hacia el pasado vemos que los caminos no violentos fueron más eficaces que los violentos. El espíritu revolucionario que animó el comienzo del siglo XX, la revolución soviética, por ejemplo, condujeron al fracaso. Hombres como el checo Vaclav Havel, Nelson Mandela o Mijail Gorbachov demostraron que, sin violencia, se pueden obtener modificaciones profundas. La revolución ciudadana a la que asistimos hoy puede servir a esa causa. Reconozco que el poder mata, pero ese mismo poder se va cuando la fuerza no violenta gana. Las revoluciones árabes nos demostraron la validez de esto: no fue la violencia la que hizo caer a los regímenes de Túnez y Egipto, no, para nada. Fue la determinación no violenta de la gente.

–¿En qué momento cree usted que el mundo se desvió de su ruta y perdió su base democrática?

–El momento más grave se sitúa en los atentados del 11 de septiembre de 2001. La caída de las torres de Manhattan desencadenó una reacción del presidente norteamericano Georges W. Bush extremadamente perjudicial: la guerra en Afganistán, por ejemplo, fue un episodio en el que se cometieron horrores espantosos. Las consecuencias para la economía mundial fueron igualmente muy duras. Se gastaron sumas considerables en armas y en la guerra en vez de ponerlas a la disposición del progreso económico y social.

–Usted señala con mucha profundidad uno de los problemas que permanecen abiertos como una herida en la conciencia del mundo: el conflicto israelí-palestino.

–Este conflicto dura desde hace sesenta años y todavía no se encontró la manera de reconciliar a estos dos pueblos. Cuando se va a Palestina uno sale traumatizado por la forma en que los israelíes maltratan a sus vecinos palestinos. Palestina tiene derecho a un Estado. Pero también hay que reconocer que, año tras año, vemos cómo aumenta el grupo de países que están en contra del gobierno israelí por su incapacidad de encontrar una solución. Eso lo pudimos constatar con la cantidad de países que apoyaron al presidente palestino Mahmud Abbas, cuando pidió ante las Naciones Unidas que Palestina sea reconocido como un Estado de pleno derecho en el seno de la ONU.

–Su libro, sus entrevistas, este mismo diálogo demuestran que, pese al desastre, usted no perdió la esperanza en la aventura humana.


–No, al contrario. Creo que ante las crisis gravísimas por la que se atraviesa, de pronto el ser humano se despierta. Eso ocurrió muchas veces a lo largo de los siglos y deseo que vuelva a ocurrir ahora.

–“Indignación” es hoy una palabra clave. Cuando usted escribió el libro, fue esa palabra la que lo guió.

–La palabra indignación surgió como una definición de lo que se puede esperar de la gente cuando abre los ojos y ve lo inaceptable. Se puede adormecer a un ser humano, pero no matarlo. En nosotros hay una capacidad de generosidad, de acción positiva y constructiva que puede despertarse cuando asistimos a la violación de los valores. La palabra “dignidad” figura dentro de la palabra “indignidad”. La dignidad humana se despierta cuando se la acorrala. El liberalismo trató de anestesiar esas dos capacidades humanas, la dignidad y la indignación, pero no lo consiguió.

Traducir crecimiento en desarrollo

La nueva correlación de fuerzas sociales y políticas que emergieron del contundente triunfo en las elecciones presidenciales abre las puertas para ingresar en un espacio poco frecuentado por el kirchnerismo: la planificación. Esta instancia se acerca como parte ineludible del actual proceso, puesto que se han generado las condiciones para tratarla luego de un ciclo largo de crecimiento, notorias mejoras sociales y productivas. Ahora con las manifestaciones de restricciones se requiere una intervención pública más compleja. Esto implica redefinir un esquema de política económica y social más afinado. Esa idea ha comenzado a expresarse en discursos oficiales y en la presentación de planes estratégicos sectoriales (industrial y agroalimentario).

Un aporte sustancial en ese sentido es el reciente documento del Cefid-AR Planificar el desarrollo. Apuntes para retomar el debate, de los investigadores Claudio Casparrino, Agustina Briner y Cecilia Rossi, con el asesoramiento de Enrique Arceo. Proponen avanzar en la planificación a partir de la oportunidad que plantea la crisis de legitimidad de la doctrina neoliberal a nivel mundial, “en sintonía con la configuración de un poder político que gana consenso democrático al plantear un Estado con crecientes grados de autonomía respecto de un conjunto de sectores tradicionalmente dominantes y, por tanto, capaz de asumir la conducción de la transformación necesaria para el desarrollo y bienestar social”. Advierten con precisión que el movimiento desde la noción de crecimiento económico hacia la de desarrollo, mucho más compleja y estructurada en múltiples dimensiones no sólo económicas sino también sociales, políticas y culturales, supone constatar la existencia de restricciones estructurales que impiden conjugar el sendero de crecimiento con objetivos distributivos, productivos y de sustentabilidad en el largo plazo.

Esa diferencia entre crecimiento y desa-rrollo es un punto de partida para que el actual debate adquiera una mayor densidad que los modales de un funcionario. Esos investigadores señalan que la aplicación de una política macroeconómica virtuosa en el marco de la estructura existente puede promover, como se ha verificado desde 2003, el incremento de la actividad, el empleo y la tasa de inversión, pero no permite por sí sola alterar los parámetros estructurales que definen las características de su desarrollo. Para alcanzar esa meta se necesita lo siguiente:

- La creación y/o desarrollo de actividades y cadenas de producción basadas en ventajas dinámicas y consideradas estratégicas para su posicionamiento en el mercado mundial.

- Cambios significativos en la distribución del ingreso para alcanzar estándares considerados deseables en términos sociales.

- Una sustitución de importaciones consistente con el superávit de la cuenta corriente del balance de pagos.

- La integración de la producción con los sistemas de ciencia y tecnología afín con el desarrollo de actividades estratégicas y el incremento de la productividad sectorial y sistémica.

- El desarrollo de infraestructura necesaria para la expansión de la actividad productiva y la conformación de una estructura productiva más densa y compleja.

- La paulatina eliminación de los déficit en infraestructura social y las asimetrías regionales al interior del país.

- El cese de las transferencias de excedentes económicos desde eslabones atomizados hacia eslabones concentrados de las cadenas de producción y distribución.

- Una adecuada intervinculación comercial y productiva a nivel regional, teniendo en cuenta la necesidad de profundizar los mecanismos de cooperación y coordinación económica frente a un contexto globalizado de creciente volatilidad.

Casparrino, Briner y Rossi explican que “la ingeniería pública institucional que, subsumiendo la gestión macroeconómica, la política productiva y científico-tecnológica, y la regulación de las tensiones sociales asociadas, tuvo por finalidad resolver estos nudos problemáticos en los países que han transitado con relativo éxito el pasaje al desarrollo, ha estado históricamente asociada a la planificación”. Sin embargo, a diferencia de las experiencias de países asiáticos con una planificación exitosa en términos económico-productivos pero en un marco de fuertes restricciones políticas, en Argentina las condiciones imponen una estrecha vinculación entre planificación, desarrollo y democracia. Por eso en el documento se señala que la planificación y el desarrollo sólo parecen ser posibles en el marco de una amplia incorporación de los sectores populares en una alianza social que otorgue una independencia política al Estado para subordinar a un conjunto de sectores tradicionales, en el proceso de proyección y concreción de planes de de-sarrollo a favor de cambios estructurales y distribución del ingreso.

Los Supermercados atacan

¿Cómo logran los autoservicios que llenemos el carrito cuando sólo fuimos a buscar la leche y el pan para el desayuno de mañana? ¿O esas 3 ó 4 cosas que faltaban para la cena o algún artículo de limpieza que se nos terminó? El blog Food del Huffington Post hace una lista de los señuelos que los supermercados dejan en nuestro recorrido para llevarnos, casi sin darnos cuenta, a comprar de más. Y, casi siempre, convencidos de que la ventaja estuvo de nuestro lado.

Conocer los mecanismos psicológicos por los cuales nos hacen caer en la tentación quizá nos ayude a resistir mejor. O, por lo menos, a caer en ella conscientemente.

Esta es la lista:

El carrito. Se inventó en los años 1930 para ayudar al comprador. Pero la persona que entra al supermercado lo toma automáticamente, aunque no lo necesite. Si la compra que queremos hacer no es la mensual o la semanal, sino sólo una pequeña incursión para hacernos de 4 ó 5 cosas que necesitamos, es mejor optar por una canasta o por arreglarnos con las manos.

Shock de dopamina

Apenas ingresamos, bien cerca de la entrada, están los productos de pastelería y perfumería y otras tentaciones, que atraen por el aroma y los colores. La idea es mejorar nuestro ánimo y que se nos haga agua la boca. Es el momento de pensar en la lista que tenemos en el bolsillo.

Los productos de primera necesidad, al fondo

¿Notaron que la leche, el queso, el yogur y los huevos siempre están al final del recorrido? Como la inmensa mayoría de los que entran al supermercado compran algo de esos ítems, ¿qué mejor que obligarlos a atravesar todos los pasillos y pasar por delante de todas las góndolas? Hay que ponerse anteojeras y enfilar hacia el fondo sin distraerse.

Productos húmedos

Al ser humano le atrae lo que brilla, por eso los supermercados mojan frecuentemente las frutas y verduras, aunque ello hace que maduren -y se descompongan- más rápido. Además, nos da la sensación de que la mercadería que vemos es más fresca.

Corredores angostos y música suave

Si el carrito se nos atasca en el pasillo con el de otro cliente, no es por casualidad. La idea es que vayamos más despacio y hagamos más paradas, así podemos ver cosas que no pensábamos comprar. La música suave también nos induce a aminorar el ritmo de la marcha.

Falsas ofertas al final de la góndola

Es común ver en ese lugar productos con precios exhibidos en grandes carteles, lo que nos hace pensar que son rebajas cuando no lo son.

Precios sin signo monetario

Es archiconocido el truco de poner $0,99 en vez de $1. Pero otra triquiñuela parecida es la de omitir el signo monetario, que está muy asociado al dinero. El cerebro procesa como más caro un $2,99 que un 2,99.

Limitar el número de productos por consumidor

Cuando vemos un cartel que dice "Sólo 2 -ó 5 ó 10- unidades por cliente", tendemos a pensar que el producto escasea y, por lo tanto, compramos el máximo permitido aunque sólo necesitemos uno; convencidos, además, de que todo el mundo está haciendo acopio.

Muestras gratis

Las degustaciones que nos ofrecen en los pasillos generan en la mente un mecanismo de reciprocidad. Recibimos y queremos dar. Mejor no probar nada, entonces.

Al nivel de nuestros ojos

Los productos de las marcas más caras están invariablemente alineados a la altura de nuestra mirada, mientras que las segundas marcas y los genéricos deben ser buscados a nivel del piso. La excepción son los productos que atraen a los niños y que lógicamente están a la altura de ellos.

Siempre hay cola

Rara vez las cajas están libres para nosotros. La idea es darnos un tiempo adicional para apreciar las cosas que nos esperan al costado de las cajas: gaseosas, chocolates, dulces, revistas, etc. La espera, el hambre, el aburrimiento o los niños nos jugarán en contra en ese momento.