NUESTRO CLIMA: EL DIFICIL CAMINO HACIA LA SOBERANIA PLANETARIA

Juan Eugenio Corradi

El acuerdo internacional sobre el clima, firmado en París por 195 naciones es un primer paso que da la humanidad entera para prevenir y mitigar los efectos nefastos del crecimiento económico y poblacional sobre el medio ambiente. Frente a las dificultades intrínsecas a toda acción colectiva por el bien común, el acuerdo apunta a concientizar a la opinión pública y a construir una nueva subjetividad solidaria.



Imagen: Frits Ahlefeldt, HikingArtist.com

“…Hace dos mil trescientos años Aristóteles observó que “lo que es común para la mayoría es de hecho objeto del menor cuidado. Todo el mundo piensa principalmente en si mismo, raras veces en el interés común.”

En las postrimerías del año 2015 se firmó en París un acuerdo entre 195 países, destinado a disminuir y mitigar el impacto nocivo de la actividad humana en el clima del planeta. En resumidas cuentas, se trata de evitar un calentamiento de la atmósfera terrestre que puede hacer peligrar la vida no sólo humana sino de muchas otras especies y degradar en forma irreversible el medio ambiente.

Los representantes que firmaron el acuerdo lo han celebrado como un hito fundamental en la historia. Alabaron la pericia de los diplomáticos en evitar crispaciones y enfrentamientos entre diversos intereses nacionales, y así llegar a un compromiso que es satisfactorio para todos. Por su parte, los críticos del acuerdo –que comparten el deseo de frenar el deterioro ambiental del planeta—sostienen que no es mas que una expresión de principios y que, como otras buenas intenciones, no hacen mas que pavimentar el camino hacia el infierno. “Los principios son buenos” decía con cinismo Napoleón, “pero no nos obligan a nada.”

Pude examinar los términos y las cláusulas del acuerdo en sus méritos sustantivos, y puedo afirmar que no es ni tanto ni tan poco. Si se cumplieran los términos del acuerdo tal como están, en el mejor de los casos se desaceleraría el ritmo al que la humanidad marcha hacia un desastre. Mucho depende de saber cómo funciona el clima, tema sobre el que hay todavía bastante incertidumbre. Pero depende también de lo que pueda suceder en un futuro cercano. ¿Se trata del comienzo de una revolución tanto en el sistema energético bajo el que vivimos como en las políticas publicas que lo apoyan, o se trata en cambio de un acuerdo de papel que promete mas de lo que es capaz de producir? Todo depende de la acción a tomar por las distintas dirigencias nacionales y por las dirigencias multinacionales. Como canta la bella expresión italiana que rima como un verso: “Tra il dire e il fare c’è di mezzo il mare” (entre el decir y el hacer hay un mar de por medio).

Es difícil convenir en un enfoque común frente a riesgos inciertos en un futuro que para nuestras cortas vidas puede ser todavía lejano. Es algo así como redactar un testamento a favor de nuestros herederos y de sus herederos también. Y sin embargo 195 países lo hicieron. Hay más: se comprometieron a actuar individualmente y en conjunto para alcanzar metas consensuadas y medibles. Los países ricos se comprometieron a ayudar financiera y técnicamente a los mas pobres. Y todos –ricos y pobres– se comprometieron a mantener el aumento de la temperatura mundial en menos de 2 grados centígrados.

Hasta aquí todo bien, pero veamos ahora las carencias. Es evidente que no es ni un tratado ni un contrato. Hay mas aspiración que obligación refrendada con un traspaso de fondos y protegida con sanciones accionables. Por ejemplo, no se ponen límites a la emisión de gases en barcos y en aviones. No existe un mecanismo para establecer un precio internacional del carbono. Los países sólo se comprometen a mantenerse mutuamente informados de sus acciones y a mantener planes trasparentes. Es algo así como el juicio de pares en cualquier disciplina científica, en la que circulan papers entre expertos. En caso de incumplimiento o fraude no hay otra sanción que la desaprobación moral. Peor aun, en el caso poco probable del cumplimiento estricto del acuerdo por parte todos no se llegaría a frenar el calentamiento en menos de dos grados.

Dadas estas severas limitaciones, ¿vale la pena tomar en serio el acuerdo de París? Para responder a esta pregunta, y dada mi caracterización del acuerdo, imaginaré a los 195 países participantes como si constituyeran un departamento académico de una universidad prestigiosa. Lo hago en parte por experiencia propia y en parte porque como sociólogo me interesa la dinámica de acciones colectivas.

Cada país de todos los firmantes deberá revisar sus planes y someterlos al juicio de sus pares. El monitoreo y la trasparencia de esos planes será mucho mayor que los que existen ahora. Los países emergentes que mas emiten (China e India) se incorporan a este sistema. Podríamos calificar el sistema como un modelo de “aspiraciones monitoreadas.” Mas importante aun, todos se comprometen a producir un plan de reducción de emisiones y someterlo a examen de pares. Nadie entre los firmantes podrá decir que no le importa no poder cumplir con las metas. Con una excepción: bajo un gobierno republicano los Estados Unidos podrían “eximirse” de tal examen y así torpedear los acuerdos. En tal caso, el resto del mundo con China a la cabeza debería decirles que, después de 50 años de considerarse primus inter pares y por lo tanto superiores, ya no lo son. Lo único que lograrían con esa actitud es que sus amigos ya no le tengan confianza y sus enemigos ya no le tengan miedo.

Me colocaré ahora en posición de abogado del diablo con argumentos fácticos y teóricos que alimentan las dudas y el escepticismo. Entre los argumentos fácticos diré que en los últimos 25 años de negociaciones internacionales sobre el clima, tanto la emisión de dióxido de carbono como el stock de carbono acumulado en la atmósfera, y la emisión per cápita han aumentado peligrosamente. Si se hubiesen tomado acciones preventivas entonces el desafío actual no sería tan tremendo. Es cierto que la emisión de carbono por unidad productiva (ejemplo: una fábrica súper moderna con bajas emisiones) ha disminuido en los últimos años, pero el crecimiento económico total del mundo ha anulado la incidencia de esas mejoras individuales. La sumatoria es negativa. Lo cual nos lleva a una conclusión que va en contra de todas las suposiciones y de la ideología de las ciencias económicas y del mundo de los negocios: “hay que crecer a toda costa.” Tal suposición se hace cada vez menos sostenible.

Para salir de esta encrucijada hay dos caminos: el primero es formular planes realmente ambiciosos, y el segundo hacer inversiones masivas en tecnología alternativa e innovadora. En un horizonte mas lejano agregaría un tercero: pensar en modelos económicos con una definición de “crecimiento” muy distinta de la que manejan hoy. Una corriente heterodoxa del pensamiento económico está representada por Elinor Ostrom, premio nobel de Economía en el año 2009, quien a través de su obra “El gobierno de los bienes comunes: la evolución de las instituciones de acción colectiva” (1990) evidencia que dentro de ciertos grupos sociales es posible que exista la cooperación y responsabilidad colectiva sobre la explotación de los recursos naturales. Hay grupos que han desarrollado mecanismos e instituciones que no responden a la lógica privatizadora y del Estado. Pero es una posición minoritaria con ejemplos marginales.

La solución sería algo así como si a nivel mundial y en relación al clima, se pudiera armar una especie del “programa Apolo” que hicieron los Estados Unidos para viajar a la luna. Tal proyecto implicaría dos cosas: un enorme esfuerzo tecnológico y un mecanismo de consenso accionable que denomino “soberanía planetaria.”

Sobre el esfuerzo tecnológico no me detendré en este ensayo, pero tengo esperanza de cambios decisivos en el ritmo febril de innovaciones tecnológicas en el que estamos embarcados, tema sobre el que existe una abundante y positiva bibliografía. Sí me detendré en el otro mecanismo: el de la acción colectiva y consenso accionable, sobre los que se han formulado varios modelos teóricos en las ciencias sociales.

La trampa o paradoja social de este acuerdo colectivo puede resumirse en las palabras del teórico social y comentarista Barry Schwartz [leer “Tyranny for the Commons Man” en The National Interest (Julio/agosto 2009) (en inglés)]:

“¿Cómo escapar del dilema en el que muchos individuos actuando racionalmente en su propio interés, pueden en última instancia destruir un recurso compartido y limitado, incluso cuando es evidente que esto no beneficia a nadie a largo plazo? […] Nos enfrentamos ahora a la tragedia de los comunes globales. Hay una Tierra, una atmósfera, una fuente de agua y seis mil millones de personas compartiéndolas. Deficientemente. Los ricos están sobre consumiendo y los pobres esperan impacientes a unírseles.”

Lo que es cierto para individuos es también cierto para países, cuando cada uno actúa en pos de su propio interés pero todos se arruinan colectivamente. Esta formulación moderna de la antigua teoría de Thomas Hobbes la hizo el teórico G. Hardin en 1968 (su artículo fue publicado originalmente bajo el título “The Tragedy of Commons” en la revista Science, v. 162 (1968), pp. 1243-1248. Traducción de Horacio Bonfil Sánchez. Gaceta Ecológica, núm. 37, Instituto Nacional de Ecología, México, 1995.) Desde entonces todos los analistas que se atienen a la acción humana no han encontrado una solución satisfactoria dentro del esquema del homo oeconomicus o de elección racional. Por ese motivo, y desde Hobbes, la teoría política se vio obligada a buscar una solución fuera de ese esquema, y nombrar un actor por encima de los individuos que se imponga a sus motivos diversos en nombre de una racionalidad superior y colectiva. Ese actor es el Estado. Según este racionamiento, cuando la acción individual lleva a una crisis, en general un conflicto irresuelto de todos contra todos, sólo la imposición autoritaria “desde arriba” lograría terminar con el impasse y cortar el nudo gordiano. Quien ejerce esta decisión es soberano, y el ejercicio reconocido por todos los actores de esta capacidad “en última instancia” se llama soberanía (ver al respecto Teología política. Cuatro ensayos sobre la soberanía de Carl Schmitt. Editada por Struhart & Cia, traducida por Francisco Javier Conde y prologada por el mismo Schmitt).

Ahora bien, hasta hace poco la soberanía era prerrogativa exclusiva de los estados y reconocida por el derecho internacional. Pero en una era de globalización intensa, los problemas comunes a todos los estados han superado la capacidad de cada uno de ellos en resolverlos, y ha mermado su soberanía. A nivel internacional, la “tragedia de los comunes” está en plena vigencia. Sólo podría superarse a través de un gobierno mundial o un súper-estado. A falta de tal Leviatán en ejercicio de una soberanía planetaria, sólo una o dos superpotencias, ejerciendo el monopolio u oligopolio del poder decisional y actuando de hecho como fuerza policial del mundo podrían estabilizar la situación. Esta fue la “solución” del dilema durante la Guerra Fría y por un breve periodo después del fin de aquella geopolítica bipolar, con la supremacía supérstite de los Estados Unidos. Pero ahora estamos en plena reconfiguración multi-polar del mundo, con una merma muy clara de soberanía tanto nacional como supra-nacional.

La experiencia muestra que un conjunto de naciones sin un gobierno central por encima de ellas es incapaz de enfrentar crisis serias en tiempos difíciles. En mis artículos sobre Europa he tratado de demostrar tal impasse. A veces una seria amenaza externa lleva a la consolidación de un poder central. Es el caso de una situación de guerra frente a un enemigo identificable y declarado, con intención de atacar. Pero hay otros peligros y desafíos que llevan a una crisis seria sin provocar una reacción solidaria y ”hobbesiana.” En este caso el “enemigo” se presenta en forma catastrófica y espectacular cuando es demasiado tarde.

Frente al clima, ¿será posible una acción colectiva eficaz en ausencia de una soberanía planetaria? El dramatismo de la llamada tragedia de los comunes reside en que el enemigo principal en este campo somos nosotros mismos, ya que hemos creado un Frankestein ambiental.

La novedad promisoria de los acuerdos de París está en la creación de mecanismos y protocolos de concientización colectiva, con la consecuente deslegitimación de la subjetividad egoísta individual (necesitamos una nueva subjetividad) y –cosa mas difícil—en la posible deslegitimación de una conciencia colectiva meramente nacional. No podemos salir de una mala globalización dando un paso atrás, como pregonan los nacionalismos furibundos e irreflexivos que hoy pululan cada vez que hay una crisis aguda. Frente al desafío climático ya no cabe mas el eslogan “Patria o muerte”, sino otro mucho mas a tono con nuestra situación: “Casa común (como dice el Papa) o muerte.”