María Amuchastegui, rumor, anclaje y posicionamiento

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En 1986, María Amuchástegui era una estrella de la TV. El rumor de un gas al aire destruyó su carrera. Cicco persiguió la verdad durante quince años.

por Cicco


Durante años, mucho antes de que todo se transformara en una pila de papeles y recortes bajo mi mesa de luz, me decía a mí mismo que no quería morirme sin antes escribir un libro contando la historia de la gloria y caída de la gimnasta María Amuchástegui. ¿Había alguna historia mejor que esa? Nah. Ninguna le llegaba ni a los talones: la parábola de la estrella de la tevé más inmaculada de los ‘80, de familia de alta alcurnia –su abuela, Amalia Campos Urquiza, era nieta del caudillo Justo José–, amiga de celebrities, conductora de uno de los programas más vistos de la tele, que, de un día para otro, perdió todo. El motivo: la expulsión en cámara, en TV de aire, de uno de los 15 gases que despide una persona promedio a lo largo del día.


En abril de 1999 anuncié mi proyecto, entusiasmado, a la salida de la Feria del Libro. Venía de presentar una biografía de Julio Cortázar de sus tiempos en los que trabajaba siendo desconocido como maestro de escuelas. Tenía yo 22 años y aún mucho pelo. Mi carrera era un bote al que podía rumbear, río arriba, en la dirección que quisiera. Como era el primero de la camada de redactores amigos de mi revista en publicar un libro, había venido a la Feria buena parte de la redacción. “¿Y?”, me dijo uno, camino a un bar en Libertador para celebrar el acontecimiento. “¿Ahora sobre qué vas a escribir, Emilito?” El gremio de los periodistas no tiene tiempo para festejar. “Voy a escribir sobre la Amuchástegui”, contesté, determinado. “No hay historia mejor que esa, ¿no lo creen?” Nadie lo creía.




Así fue como aprendí: si trataba de que me tomaran en serio, necesitaba dar explicaciones.

Primero me había armado, por así decirlo, una coartada editorial: “¿Viste que los argentinos somos capaces de olvidarlo todo? Hasta nos olvidamos de cómo nos estafaron Menem, Manzano, María Julia. Somos capaces de hacer borrón y cuenta nueva con cada político que nos cagó de arriba de un árbol. Pero va alguien y se tira un pedo en cámara y, a veinte años de aquello, la gente no se lo puede sacar de la cabeza. No es justo”. Esa era mi excusa filosófica. La moraleja a la cual llegaría el lector luego de leer –en vilo, por supuesto– mi libro. Luego tenía una coartada estética: “Es como un policial negro pero en lugar de un asesino, acá lo que se busca es un gas”. Entre mis planes de estructura del libro figuraba uno, osado, donde, cuando llegaba el episodio del famoso asunto, viraba radicalmente el estilo. Al comienzo era pulcro y elegante, luego se hacía recio y zumbón y, por qué no, sucio.



Una vez llevé el proyecto –en una carpeta formal– a un grupo editorial reconocido de la Argentina. Hasta tuve una charla con la responsable del área. Me dijo que le había encantado. No a ella, le había encantado a otro empleado del sello pero del área de publicidad: un freak. No tuve suerte. Ni en aquel lugar ni en ningún otro. El tiempo pasaba, los bochazos se sucedían, y mi investigación se hacía cada vez más voluminosa. Mientras, me encontraba con Amuchástegui repetidamente en su oficina de la calle Arroyo, si mal no recuerdo, o una de por ahí. Primero quiso tomar recaudos: me llevó a su abogado de confianza. Firmamos allí un papel en el que me comprometía a entregarle un borrador del libro.

“Vos tenés derecho a ver el libro, María”, le advirtió el letrado, “pero él puede decidir si acepta o no los cambios”. Pasada la prueba del abogado, le hice una primera pregunta, para entrar en tema y no perder más tiempo: “¿Cuál fue el peor día de tu vida?” Encendí el grabador y abrí bien los ojos. Imaginé que recordaría ese día fatal, ese episodio bisagra a raíz del cual su carrera, decían en los medios, tomó por la pendiente. Pero ella me habló de otra cosa: “Lo peor fue cuando murió papá. Yo tenía 25 años y murió en mis brazos. Fue el dolor de mi vida”.




La ví muchas veces más a Amuchástegui. La mayoría de las ocasiones me hacía esperar una hora hasta que llegaba. Aún sin el programa al aire, era una mujer muy ocupada. Había replanteado su carrera y sacado un disco romántico. Ella no sólo negaba el famoso asunto, sino que decía que su carrera seguía intacta.







“Yo estaba cuando hacía el programa y te puedo asegurar que las tarimas hacían más ruido que otra cosa y nunca salió. Para mí fue un invento”. De a poco, me fue abriendo contactos de sus hermanos, colegas, operadores y hasta las encargadas de sus locales. (Había tenido primero uno de baile de tap de 1971 a 1990, donde se hizo célebre y llegó a enseñar a 600 alumnos, incluidos Antonio Gasalla y Solita Silveyra, y luego la contrataron para la apertura del programa Mesa de noticias y de allí al estrellato.) Ella me daba los números y, uno a uno, yo los llamaba. Para que no se pierda ese esfuerzo en este puñado de hojas mustias bajo mi mesa de luz, voy a contar aquí algunas declaraciones que hablan mucho de Amuchástegui, de lo que significó y sobre todo lo que dejó de significar. Y que las tengo aquí subrayadas con flúo:




“En la escuela, no había festival ni acto donde ella no estuviera en el escenario. María nos llamaba cuando hacía bailes, pero al lado de ella, éramos unos troncos” (Isabel Carro, amiga de la infancia).




“Siempre estaba contenta. Siempre con una sonrisa a flor de labio. Era una mina muy pero muy fina. Bastante cuidadosa de todos esos detalles. Nosotros trabajábamos con un solapero y una batería en la cintura. No lo hacíamos con el micrófono de aire. Si un ruido retumba en el suelo, lo escuchás. Cuando algo salía mal, parábamos y grabábamos de nuevo. María fue mucho más importante que ese detalle que le adjudicaron” (Ismael Salgado, director de Buen día, María, dos temporadas en ATC).




“Yo estaba cuando hacía el programa y te puedo asegurar que las tarimas hacían más ruido que otra cosa y nunca salió. Para mí fue un invento. Nadie se refiere a María hoy como la precursora del fitness sino por el gas, y eso es lamentable. Fue tapado por un chiste que, en dos minutos, tiró todo al diablo” (Juan Carlos López, su maquillador).




“Yo estaba de viaje. Cuando volví me enteré del cuento. Gente que nada tiene que ver con la gimnasia me preguntaba si María se había tirado el cuete. Yo le decía que era imposible. Pero me decían: una amiga lo vio. Cuando iba a ver a la amiga me decía que otra lo había visto. Nunca encontré a nadie que lo hubiese visto. Seguramente, María creaba envidias. Siempre la gente que se destaca es envidiada” (Elena Cánepa, gimnasta del programa).




“Fue lo peor que le pudo pasar. Lo comentó todo el mundo. Uno como médico lo ve desde una cosa fisiológica y no le presta atención. Yo no lo vi, pero supongo que nadie va a inventar algo así. Eso le pasa a cualquiera, con los esfuerzos de la gimnasia te contraés de acá, te relajás de allá y ahí fue. Pero le pasa a alguien como ella y queda en la historia” (Sergio Pascualini, su ginecólogo).




“El blooper le perjudicó la carrera”, confesó Adrián Amenábar, su productor. “Después de eso, presenté su programa en el 7, en el 9, en América y me dijeron que no. Hace años que trato de meter el producto y no se puede. En los canales, nunca me lo comentaron en forma directa pero uno tiene amigos y te das cuenta por qué bochan un programa si usás la sensibilidad”.




En los ‘80, Amuchástegui era Gardel en calzas. La llamaban de las marcas más emblemáticas de la época, que la consideraban la figura ideal para sus productos –desde Mendicrim a Sancor, desde Leche Nido a la línea diet de La Campagnola–, Susana Giménez la recibía en su casa cada semana para aprender fitness. Era una celebridad number one. Y una de las pocas con tan buena preparación. Había aprendido con los mejores: baile clásico con Doris Doreé –desde los 4 a los 15–, zapateo americano con Gordon Stretton en Argentina y luego siete años de entrenamiento en la Academia de Top Dancing de Los Angeles. En 1982 se capacitó en aerobics en Nueva York y en el Karen Voight Fitness de Los Angeles. Cinco años más tarde, le dieron el título de instructora que la habilita a dar clases en toda América. En 1983 fundó su gimnasio Aerobic Center. Y en el ‘84 debutó en la tele, donde se mantuvo ocho temporadas. Vendían con su firma desde videos hasta fascículos, desde zapatillas hasta mallas de aerobics.




Para que te des una idea, cuando se casó en junio de 1985 con el polista Juan José Alberdi, en la Basílica del Socorro –en cuyo sótano emprendió su primera academia de baile–, fue portada de todas las revistas. La fiesta fue en el Círculo de Armas. Los semanarios dieron cuenta de su torta de cuatro pisos, sus doce fuentes del buffet froid, la mesa de postres con helado de frambuesa e isla flotante, y la lista de regalos que incluía chocolatera cincelada, lámparas de pie de bronce, juego completo de cérmica Gourmet y dos juegos de cubiertos: uno de Iris de Christinox y otro de Turgot de Christofle. A pesar del éxito, a las revistas les llamaba la atención: “No hubo casi ninguna figura del ambiente”. Era natural que muchos de sus pares se mordieran los nudillos al ver su ascenso meteórico. Y aguardaran el momento de ser testigos de su caída en picada.




Gracias a que mis amigos del gremio sabían en qué andaba, llegó a mis manos el tesoro. La clave del nudo. “Mirá”, me dijo, solidario, el gran Alex Milberg, por entonces igual que yo redactor en Revista Noticias. Lo que él traía era oro en polvo: la edición 508 de la revista La Semana, fechada el 28 de agosto de 1986, vendida a 1,80 australes. En la portada, Amuchástegui con tapado de visón se cubre el rostro de los flashes. El título lo dice todo: “El increíble caso de lo que dicen que hizo María Amuchástegui”. En su interior, la estrella hacía un descargo que refleja cómo el blooper, en pocas semanas, tomó dimensiones nacionales: “Me enteré hace más o menos un mes. Mis amigas comenzaron a llamarme. Al principio, no entendía lo que me decían. Ellas mismas se sentían como avergonzadas. Después me contaron que La noticia rebelde levantó el malentendido y el asunto creció. No sé por qué lo habrán hecho y quién habrá sido… Podrían haber inventado algo más veraz. Si hasta mis sobrinos se preguntan: pero cómo va a ser cierto si los programas son grabados, si no salen en vivo. Y claro, si el accidente hubiese ocurrido, no hubiera salido al aire. Figurate que cuando en la grabación se filtra algún ruido, el ruido de las luces de neón, se hace todo de nuevo. Lo mismo cuando hay una falla en la parte musical. Si hubiera sucedido, hubiéramos hecho lo mismo que hacemos cuando hay algo que no nos gusta: lo borramos y volvemos a grabar”.




“El increíble caso de lo que dicen que hizo María Amuchástegui”

La crónica de La Semana la firmaba Jorge Omar Novoa, cronista experto de espectáculos. Novoa mencionaba al sospechoso número uno: los cómicos de La noticia rebelde (Jorge Guinzburg, Carlos Abrevaya, Adolfo Castelo y demás), quienes, decía el rumor, habían salido con máscaras de gas a tomar para la chacota el episodio. Novoa concluía: “Nada de esto ha sido cierto. Nada de esto ha pertenecido a la realidad. Y todo, absolutamente todo, configura un extrañísimo caso de creencia colectiva a partir de un hecho inexistente”. Según la crónica, todo comenzó con una charla casual en Canal 11 donde un empleado chusmeaba con otro: “Me dijeron que se escuchó un ruido rarísimo en el programa de Amuchástegui mientras hacía gimnasia. ¿Habrá sido un…?” Y ahí, zás, el principio del fin.


Primeras chequeadas que hice, a años del episodio, para desentrañar el meollo de la cuestión: entrevisté a Eduardo Lorenzo Borocotó, el médico que hacía micros de salud en el programa. Se decía que luego del desaire, había hablado sobre los gases. “La idea del programa era copiar una emisión que hacía Jane Fonda en Estados Unidos. Fue una pegada monumental. Cuando a mí me preguntan sobre el gas, yo tenía 45 programas grabados. Imposible que haya hablado de eso al aire”.


Hablé con operarios del canal. Y entrevisté en su casa a Guinzburg, ya enfermo, en una de sus últimas entrevistas. El rumor, confesaba él, se había extendido tanto que él ya no lo negaba: “Estoy comiendo un asado y cada tanto viene uno y me dice: ‘la que se mandaron ustedes con las máscaras de gas y la pobre Amuchástegui. Le cagaron la carrera’. Y yo le digo: ‘Y sí’. Pero porque ya no quiero explicar más que no tuvimos nada que ver. Que la gente se haga la película que quiera”.

Hablé con los técnicos que participaron en prácticamente todas las temporadas de Buen día, María, un programa que marcó picos históricos de siete puntos de rating en horario matinal. Ningún técnico sabía nada del gas. Ni de nada que hubiese expulsado María en un programa. “Acá poníamos micrófonos por todas partes”, me dijo un empleado de ATC. El episodio sucedió, si es que sucedió, cuando ella grababa en el 11, pero de esa época no quedaban técnicos. “Si hubiese salido algo, porque a veces las colchonetas hacían ruido, nosotros nos dábamos cuenta”.




Y luego rastreé aquel famoso video con los tres archivistas más grandes de la televisión: Raúl Portal, Diego Gvirtz y el tipo que atesoraba más horas de contenido fílmico de la Argentina: Roberto Di Chiara, quien proveía de material a producciones extranjeras, al noticiero del 13 y guardaba celosamente un video que una vez me mostró: una porno de Marilyn Monroe antes de su consagración. Ninguno había visto nunca aquel video. Portal me sumó un dato: “Nosotros grabábamos al lado. Lo hablamos con ella y los chicos del canal. Ellos, que guardan cosas raras, juran que jamás existió. Es producto del odio y la envidia de la gente”.




Estaba perdido. Si quería escribir un libro sobre Amuchástegui necesitaba tener la versión definitiva de la historia. Sin gas, no había obra. Necesitaba moverme rápido. Los encuentros con ella se ponían cada vez más aburridos: lo más jugoso que tenía, hasta ahora, era una anécdota con Fred Astaire en un camarín de Los Angeles donde María bailó tap para él. Otro encuentro casual en Kenia con Tina Turner. “No la reconocí, ¿podés creerlo? Y ella dijo que yo cantaba muy bien”. Y una historia de la niñez donde un caballo, mientras ella lo cepillaba, le había mordido la oreja. Al día de hoy, le falta ese pedazo.




Estuve una mañana con uno de los hermanos mayores de María, Federico Amuchástegui, en una estación de servicio en la entrada de Lobos, donde cada semana Federico bebía su café y leía el diario. Lo mejor que logré fue esto: “Era la niña mimada de papá. Eran un calco. A los dos les gustaba la música. Y se entendían diez puntos. Ella siempre fue una fanática del movimiento”. El padre era escribano y había conocido a Illia, Frondizi y Balbín. Tenía caballos de carrera y un stud propio, una casa quinta en Río Ceballos de tres hectáreas, y otras 600 hectáreas en 25 de Mayo. Papá Amuchástegui trabajó hasta el último día, cuando regresó a casa, durmió una siesta y no volvió a despertar.




Lo mejor de la entrevista llegó en el momento del episodio. “Me quedé siempre con la duda sobre el blooper”, dijo Federico. “En casa jamás en la vida se le escapó un cuete. Siempre fue impecable. Y muy cuidadosa de su pulcritud”. Si no tenía el gas, concluí, necesitaba detectar algo más intrigante aún. Necesitaba dar con el creador del gas. La mente siniestra detrás del mito. Necesitaba, en fin, conocer a sus enemigos. Imaginé que María, lejos de darme nombres y reconocer que tenía enemigos, iba a negarlo. Pero no: me dijo que así como tenía muchas amistades, conservaba algunas enemistades.




“María no era muy querida en el ambiente”, me había comentado Lilia Yáñez, quien trabajó con ella tres años en su local de Aerobic Center. “Tenía encontronazos con Silvia Chediek. Y se había peleado con una profesora. María era María. Las demás no le llegaban ni a los talones. Tiene una garra que no la tiene nadie”. Seguí buscando. Me enteré de que una vez en la academia faltó una videocasetera. Cuando Amuchástegui se enteró no sólo levantó en peso a la encargada, sino que llamó a la policía y le inició una causa. “Como tengo amigos en la comisaría –me dijo la encargada– me enteré del prontuario que nos había iniciado. Yo estaba hacía tres años y nunca había faltado nada. Hay mucha envidia en el ambiente. Todos se hacían amigos para usar el teléfono y tomar clases de gimnasia gratis.







Una vez, en 1985, a horas de la inauguración, le hicieron un atentado a su local de Junín 1651, en Barrio Norte. Y yo no los dejaba, les ponía límites. Si no, nos fundíamos”. Otra colega gimnasta me atendió entusiasmada hasta que le dije el motivo de mi llamada. Entonces fue severa: “Si quiere que yo hable, primero que me llame ella”.




Una vez, en 1985, a horas de la inauguración, le hicieron un atentado a su local de Junín 1651, en Barrio Norte. La explosión de troytl voló vidrios enteros y mampostería. Del autor nunca se supo nada. Amuchástegui alquilaba el piso de arriba, donde proyectaba incluir tienda de ropa, restorán vegetariano, sala de danza, gimnasio, sauna y solarium. Hacía cuatro meses había firmado el contrato y aún estaba remodelándolo. Estos episodios alentaban la intriga policial que yo quería imprimir a la historia, pero al final tenían sabor a poco. Las colegas no eran enemigos declarados. Eran apenas gente dolida. Y el atentado con bomba había sido uno de una serie de detonaciones similares en la ciudad.




Sin mucho más para contar, me enteré que el programa El rayo, que conducía la modelo Déborah de Corral, había preparado un informe del episodio Amuchástegui. Un colega me contó que, al parecer, en el programa habían dado con una fuente exclusiva. Alguien, desde adentro, confirmaba que aquel gas había existido. “Mirá, en El rayo teníamos una sección medio cómica que investigaba los mitos en la tele”, me contó Silvia Giménez, la productora. “Así tratamos el tema de Amuchástegui. La verdad que pudimos revelar muy poco. Todos negaron la existencia del pedo. Y el video nunca lo encontramos. El único que nos dijo que el pedo existió fue Aníbal Silveyra”.




Silveyra era uno de los gimnastas que replicaba los movimientos de Amuchástegui a sus espaldas en el programa. Había un problema logístico con Silveyra: se había mudado a Los Angeles, donde empezó una carrera de actor y comedia musical. No recuerdo cómo pero en julio de 2001, después de mucho insistir, di con su mail. Le escribí y obtuve esta respuesta. “Recibí tus mails, pero NO QUIERO ser parte de tu libro, gracias pero no me interesa la participación, es que uno elige donde estar, verdad, bueno yo elijo NO APARECER EN EL LIBRO, OK? No tengo nada en contra de nadie, pero me reservo el derecho de admisión. Espero que no lo tomes a mal, saludos”.




Todo se complicaba. Silveyra, la pieza clave, no mencionaba el gas. No quería participar. En fin, volvía a estar con las manos vacías. Lejos de rendirme, tres años más tarde, volví a la carga. Esta vez, busqué una excusa periodística. Silveyra presentaba un musical de Evita en los Estados Unidos –hacía, si mal no recuerdo, del Che– y le hice una nota telefónica. Bah, mi jefe aceptó publicarla para que pudiera llegar al meollo de la cuestión. Así que luego de preguntas de rigor sobre su comedia musical, llegó el momento esperado: le hablé de Amuchástegui. Silveyra estaba acorralado. Si quería que su obra se publicitara en la Argentina, necesitaba conservar su cortesía hasta el final. “El pedo se lo tiró. Yo estaba atrás. Y es tal cual como se dijo. Estábamos haciendo repeticiones de abdominales y se escuchó el ruido. Tal vez, si nadie hacía referencia a eso, hubiese pasado. Pero ella se puso de pie, y salió corriendo del estudio. Estaba escandalizada”. Le pregunté por el mito, la leyenda, el rumor. “Qué rumor ni qué rumor. Si yo lo vi con mis propios ojos”. Se hizo un silencio en el teléfono. “Ahora, ¿es necesario hablar de esto? ¿No podemos seguir conversando del musical que voy a presentar? Tengo ganas de llevarlo a la Argentina”. Dijo que, a pesar de los años, no quería quedar mal con Amuchástegui. “Si es posible –me rogó–, no lo pongas”. Durante diez años, conservé la promesa. Ya es tiempo de que se conozca la verdad. Pero, ¿era así de sencillo: Silveyra sin ningún tape que lo avale, sin otro testigo directo que lo certifique más que su propia memoria, fue capaz de generar lo que generó? O, para decirlo mejor, ¿de degenerar lo que otro había generado con tanto esfuerzo? ¿Había que creerle a él y sólo a él, o a Amuchástegui, y un sinfín de técnicos y directores que juraban lo contrario? ¿Estaba tan enojado que puso en boca de un país un blooper que jamás existió?

Bueno, mis amigos, hasta ahí llegó mi investigación. Lo siento mucho. Esta pila de papeles de entrevistas y material de archivo descansan en mi cajón, cada vez más abajo. Cada vez más aplastados. Letra más ilegible. Y no dan más respuestas que estas. Ah, por poco me olvido de algo.

Antes de despedirse, Isabel Carro, su vieja compañera de escuela, me aportó un dato que tal vez ayude. Carro era muy amiga del primo de Amuchástegui, Pancho. Y un día, ella no aguantó más la intriga y le preguntó. “Decime: ¿pasó o no pasó Pancho lo de María?”. Según Carro, Pancho, discretamente, asintió. “Parece, Isabel”, le dijo, “que justo ese programa no fue grabado. Una pena”.


Cicco




Cicco es periodista. Fue redactor de las revistas Noticias y Newsweek. Colabora en distintos medios. Es autor de Rodrigo Superstar, una biografía de Rodrigo.