La derrota más dura en una década de gobierno (no da, esta vez, para originalidades literarias


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El gobierno nacional sufrió, con la devaluación que finalmente se vio obligado a dejar correr a mediados de enero, una derrota mucho más dura que la electoral del año pasado.
Los ajustes son un paisaje habitual de la economía en la historia de la humanidad. La política puede (o no. O debe. O no) intervenir sobre ellos: postergándolos, dosificándolos, selectivizando pagadores (del ajuste, cuenta que “los mercados” suelen depositar exclusivamente en los sectores no propietarios). El kirchnerismo, expuesto a vaivenes que la presidenta de Brasil, Dilma Rousseff, denominó como guerra cambiaria, intentó siempre morigerar los efectos “naturales de mercado” en cuanto a las tensiones cambiarias: de las revaluaciones, cuando las hubo; de las devaluaciones, que ahora están sobreviniendo no sólo en Argentina, más allá de especificidades locales… hasta que no dio más el cuero.
Las restricciones por cantidad, mal llamadas cepo, tenían por objetivo evitar que, llegando como ahora, por precio, cargasen exclusivamente los deciles más necesitados de la sociedad con el costo del tiempo que requerían (y requieren) la corrección de las inconsistencias que el programa económico ya exhibía cuando la presidenta CFK fue reelecta en octubre de 2011. Y que desde aquí jamás fueron negadas. Variables agotadas, por y con éxito, pero cuyo virtuosismo, en términos de resultados, sencillamente, estaba, está, exhausto. Por caso, tema trillado, los subsidios. Cristina Fernández se hizo del capital político necesario para ir a por las cosas cuando revalidó su cargo. Lo anunció con aquel discurso en la UIA en que prometió sintonía fina.
Pero la tarea ni siquiera llegó a iniciarse, no en exclusiva por culpas gubernamentales. Los demás jugadores del tablero alguna vez deberán asumir culpas, cierto que menores.
El combate de legitimidad que afronta el gobierno nacional, contra lo que podía suponerse, creció desde entonces. En dirección a que no hubiese las modificaciones comentadas, y por ende liquidar un programa que ni con concesiones traga el establishment, pues cuesta encontrar a alguien que haya perdido algo desde 2003, bien que puede haber quienes no obtuvieron todo lo dignamente deseable. Y eso sumado a la urgencia, ausente en los dos mandatos previos, de decisiones trascendentales, alimentó un círculo vicioso en el que el oficialismo dejó correr demasiado el reloj para actuar. Quizás para evitar costos que, finalmente, se terminan pagando igual, pero peor, porque se perdió control de muchas variables. Y más preocupante: de sus ritmos.
Pareciera ahora que se ha cedido a las presiones devaluatorias a cambio de tiempo, espacio y, fundamentalmente, aire para trabajar con mayor profundidad sobre baches que ya se han hecho grietas. La disyuntiva mutó conforme el quietismo, con el paso de los meses, erosionó los márgenes. Y lo que antes se pudo ir deteniendo a partir del espesor de las reservas que el kirchnerismo amarrocó –contra la opinión de quienes jamás aportaron un centavo al Banco Central, ni mucho menos al desendeudamiento nacional–, conforme ellas fueron evaporándose, la hicieron la alternativa menos nociva frente a la cercana emergencia en las arcas del Central.
Todo será inútil si no se abandona cierta propensión al piloto automático que se verifica, al revés de lo previsto, desde iniciado el segundo período de la Presidenta.
Néstor Kirchner estuvo acostumbrado a lidiar con desafíos desestabilizadores como los que actualmente afronta CFK, pero posado sobre la tranquilidad de una macroeconomía robusta. Así hizo morder polvo a unos cuantos durante la rebelión de las patronales agrarias, tirando para abajo el precio del dólar de modo agresivo, con lo que castigó la instrumentación desestabilizadora que se pretendió con la corrida de entonces. Por eso llama la atención que algunos compañeros de ruta (o que lo eran hasta no hace tanto) expresen una nostalgia ¿nestorista? casi negadora de las influencias del establishment, cuando nunca la disputa por detrás de los tecnicismos dejó de ser la del control de la gobernabilidad económica.
Es cierto que, según una excelsa definición que se pudo leer por estos días, una macroeconomía eficazmente regulada es lo que va a repeler esos movimientos. Y que, en tal sentido, el terreno perdió la firmeza de hace pocos años. Lo que asombra es que, de pronto, parezca que no existen ya fuerzas que operan tras bambalinas en función de la reversión de los cursos que define la institucionalidad democráticamente designada. Cual si reconocer los errores (inflación, retraso cambiario) debiera necesariamente derivar en el desconocimiento de factores que, es evidente a todas luces, pulsearon con el kirchnerismo hasta torcerle el brazo. Eso pasó.
El gobierno nacional deberá responder por esa derrota, porque es su compromiso representativo el combate por el dominio de las capacidades estatales. Y está claro que no dio todo lo que podía en dicho trámite. Hubo enamoramiento de herramientas útiles antaño, tal vez el peor de los pecados a la hora de la gestión, perdiendo su lugar de prioridad los sujetos sociales, que son la sabia de cualquier proyecto político que se precie de tal. En espejo, casi, con el albertofernandismo, que quiere hacer creer que el kirchnerismo significaba superávits gemelos, tipo de cambio competitivo y acumulación de reservas, y no pelea contra la pobreza, el desempleo, la indigencia y la desigualdad.
No obstante todo, se insiste, sigue habiendo tareas pendientes. Y sobrando tela para lidiar con ellas.
Pero no será sencillo si el consenso social respecto de la cuestión que discurre paralelamente a todos estos asuntos no se nutre de una razón clara: se trata, en última instancia, siempre de poder y política, no de técnica abstracta.
Mientras se escribía este post, el jefe de Gabinete, Jorge Capitanich, anunció que se levantaba el paro que chóferes de micros de media y larga distancia anunciaban para la madrugada del 1º de febrero. Es una gran noticia que, en medio de la ebullición que provocaron las últimas medidas económicas, el gobierno nacional haya logrado intervenir políticamente para que se desactive una huelga como la que anunciaba la UTA. Cuando hay una devalueta de dimensiones, y vaya que aquí se asiste a una de ellas, los actores sociales empiezan a desordenarse y reclamar, a veces sin ni mínima dosis de racionalidad. A uno y otro lados del mostrador.
Que se conserve capacidad de disciplinamiento (sentar a tipos en una mesa y hacerlos arreglar) es alentador para las vueltas de tuerca que, ineludible y necesariamente, se vienen.