La naturaleza de la guerra comercial entre China y EE.UU.





Para la mayoría de los observadores de la guerra comercial que se desarrolla entre Estados Unidos y China, el casus belli es la convergencia de las prácticas comerciales injustas de China con el credo proteccionista del presidente norteamericano, Donald Trump. Pero esta lectura deja de lado un acontecimiento crítico: la muerte de la política de compromiso de larga data de Estados Unidos con China.


Las peleas comerciales no son nada nuevo. Cuando los aliados entran en ese tipo de disputas -como lo hicieron Estados Unidos y Japón a fines de los años 1980- se suele suponer que el verdadero problema es económico. Pero cuando suceden entre rivales estratégicos -como Estados Unidos y China hoy- es probable que el problema sea más complejo.

En los últimos cinco años, las relaciones sino-norteamericanas han cambiado fundamentalmente. China se ha vuelto cada vez más autoritaria -un proceso que culminó con la eliminación de los límites a los mandatos presidenciales en marzo pasado- y ha adoptado una política industrial estatista, encarnada en su plan "Hecho en China 2025".

Es más, China ha seguido construyendo islas en el Mar de la China Meridional para cambiar las realidades territoriales en el lugar. Y ha avanzado con su iniciativa Un cinturón, una ruta, un desafío ligeramente velado para la primacía global de Estados Unidos. Todo esto ha servido para convencer a Estados Unidos de que su política de compromiso con China ha fracaso por completo.

Aunque Estados Unidos todavía tiene que formular una nueva política para China, la dirección de su estrategia es clara. La última Estrategia de Seguridad Nacional de Estados Unidos, dada a conocer en diciembre pasado, y la Estrategia de Defensa Nacional, difundida en enero, indican que Estados Unidos ahora ve a China como una "potencia revisionista" y está decidido a contrarrestar los esfuerzos chinos para "desplazar a Estados Unidos en la región Indo-Pacífico".

Es ese objetivo estratégico el que está detrás de las recientes medidas económicas de Estados Unidos, que incluyen la demanda extravagante de Trump de que China recorte su superávit comercial con Estados Unidos en 200.000 millones de dólares en dos años. Además, el Congreso de Estados Unidos está por promulgar un proyecto de ley que restringe las inversiones chinas en Estados Unidos, a la vez que se están trazando planes para limitar las visas a estudiantes chinos que estudian ciencia y tecnología de avanzada en universidades estadounidenses.

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El hecho de que la actual disputa comercial vaya más allá de la economía hará que sea mucho más difícil de manejar. Si bien China podría estar en condiciones -con concesiones sustanciales y una buena dosis de suerte- de evitar una guerra comercial devastadora en el corto plazo, la trayectoria de largo plazo de las relaciones entre Estados Unidos y China casi con certeza se caracterizará por una escalada del conflicto estratégico, y potencialmente hasta una guerra fría hecha y derecha.

En este escenario, contener a China se convertiría en el principio organizador de la política exterior de Estados Unidos, y ambas partes verían la interdependencia económica como un lastre estratégico inaceptable. Para Estados Unidos, permitir que China siga accediendo al mercado y a la tecnología de Estados Unidos sería comparable a entregarle las herramientas para derrotar a Estados Unidos económicamente -y luego geopolíticamente-. Para China, también, la desvinculación económica y la independencia tecnológica de Estados Unidos, aunque costosas, serían consideradas vitales para la estabilidad, y para garantizar los objetivos estratégicos del país.

Separados económicamente, Estados Unidos y China tendrían muchos menos motivos para ejercer restricciones en su competencia geopolítica. Sin duda, una guerra caliente entre dos potencias con armas nucleares seguiría siendo improbable. Pero casi con certeza entrarían en una carrera armamentista que alimentaría el riesgo global general, extendiendo a la vez su conflicto estratégico a las zonas más inestables del mundo, potencialmente a través de guerras por intermediarios.

La buena noticia es que ni Estados Unidos ni China quieren verse inmersos en una guerra fría tan peligrosa y costosa -una guerra que probablemente duraría décadas-. En este contexto, un segundo escenario -un conflicto estratégico controlado- es más probable.

En este escenario, la desvinculación económica ocurriría de manera gradual, pero no por completo. A pesar de la naturaleza antagonista de la relación, ambas partes tendrían ciertos incentivos económicos para mantener una relación funcional. De la misma manera, si bien ambos países competirían activamente por una superioridad militar y por aliados, no se involucrarían en guerras por intermediarios ni ofrecerían apoyo militar directo a fuerzas o grupos involucrados en un conflicto armado con la otra parte (como los talibán en Afganistán o los militantes uigures en Xinjiang).

Este tipo de conflicto con certeza implicaría riesgos, pero serían manejables -siempre que ambos países tuvieran un liderazgo disciplinado, bien informado y con una mentalidad estratégica.

Esto significa que, al menos en el corto plazo, la trayectoria más factible de las relaciones sino-norteamericanas es hacia un "conflicto transaccional", caracterizado por frecuentes disputas económicas y diplomáticas y por una maniobra cooperativa ocasional. En este escenario, las tensiones bilaterales continuarán creciendo, porque las disputas individuales se arreglan de manera aislada, en base a un quid pro quo específico, y así carecen de toda coherencia estratégica.

Así, no importa cómo se desarrolle su actual disputa comercial, Estados Unidos y China parecen avanzar a la deriva hacia un conflicto de largo plazo. No importa qué forma adopte ese conflicto, conllevará costos elevados para ambas partes, para Asia y para la estabilidad global.