Las guerras de los otros



Soldados estadounidenses en Irak, 20-12-2011 (Lucas Jackson/Reuters)



Repliegue estratégico de Estados Unidos




Por Benoît Bréville*



La política exterior del presidente Obama, aunque contradictoria, rehuyó lo que él llama “las guerras imbéciles” (por negativas en su relación costo/beneficio) y priorizó formas menos costosas de intervención en el mundo. Los precandidatos republicanos Trump y Cruz coinciden en este punto.


Confuso”, “débil”, “indeciso”, “traidor”, “cobarde”, “ingenuo”, “incoherente”, “falto de visión”, “inexperimentado”: durante ocho años, los republicanos no tuvieron palabras lo bastante duras para calificar a Barack Obama y a su política exterior. El presidente habría socavado la grandeza y el crédito de los Estados Unidos al negarse a recurrir a la fuerza.

Aunque nunca dejan de recalcar hasta qué punto Obama habría humillado a Estados Unidos, los dos principales candidatos en la palestra en la primaria republicana depusieron en gran medida esos discursos ultras. En diciembre de 2015, Ted Cruz criticó a los “neoconservadores locos que quieren invadir todos los países del planeta y enviar a nuestros muchachos a morir a Medio Oriente” (1). El mismo mes, durante un discurso ante la muy conservadora Heritage Foundation, subrayó el carácter nefasto de las intervenciones norteamericanas apoyándose en el ejemplo libio, para luego añadir: “No tenemos que apoyar a un campo en la guerra civil siria”. Palabras que sonaban un poco a una frase de Obama: el 10 de septiembre de 2013, el presidente había considerado que el conflicto sirio era “la guerra civil de otro”.

Donald Trump tampoco pretende lanzarse en una expedición a Medio Oriente. “Allí gastamos billones de dólares, y la infraestructura de nuestro país está en vías de desintegrarse”, deploró el 3 de marzo. Una vez más, se hubiera creído estar oyendo al actual ocupante de la Casa Blanca: “Durante el último decenio la guerra nos costó un billón de dólares, en un momento en que nuestra deuda se iba por las nubes en tiempos económicos difíciles […]. Es tiempo de concentrarnos en la construcción de nuestra nación”, estimaba Obama en 2011, mientras que anunciaba el próximo retiro de soldados todavía presentes en Afganistán.

Por el lado demócrata, a menudo ocurrió que candidatos críticos del intervencionismo militar estuviesen bien ubicados en la carrera por la investidura. Fue el caso del opositor a la guerra de Vietnam George McGovern en 1972, del pastor Jesse Jackson en 1984 y en 1988 –por ejemplo, había denunciado las maniobras de los Estados Unidos para derrocar al gobierno nicaragüense–, o incluso de Obama, hipercrítico de la guerra de Irak, en 2008. En cambio, hay que remontarse a 1952 y a la candidatura de Robert Taft para encontrar un republicano hostil a las expediciones militares y susceptible de ser ungido por su partido. El senador de Ohio se oponía al plan Marshall y a la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), considerados ineficaces y demasiado costosos, y consideraba que Norteamérica no debía recurrir a la fuerza a menos que “la libertad de su pueblo” fuera directamente amenazada. Perdió por poco margen frente a Dwight Eisenhower. Desde entonces, la clave del éxito en las primarias republicanas es afirmar la vocación de los Estados Unidos para guiar al mundo. Era todavía el tema central de los programas de política exterior de John McCain en 2008 y de Willard (“Mitt”) Romney en 2012. El actual giro de 180 grados en el seno del Partido Republicano es tanto más sorprendente cuanto que el campo conservador se indignó durante ocho años de la “debilidad” de Obama, so pretexto de que en ocasiones era reticente a bombardear a países extranjeros.

Una línea zigzagueante

Este giro se comprende mejor cuando se analiza la evolución general de la política exterior norteamericana desde 2009. Durante sus dos mandatos en la Casa Blanca, el ex senador de Illinois se atrevió a llevar a cabo una política que no es guiada por ningún gran principio. A diferencia de los presidentes Harry Truman (“contención” de la Unión Soviética), Dwight Eisenhower (“represión” del comunismo), Richard Nixon (“distensión” vigorosa), James Carter (“derechos del hombre”), Ronald Reagan (confrontación con el “imperio del mal” soviético) o incluso Georges W. Bush (“guerra contra el terror”), no dejará tras él una doctrina que lleve su nombre, sino un conjunto de elecciones a veces contradictorias. En 2011 acompaña una coalición para hacer caer a Muamar Gadafi en Libia, para luego desinteresarse por ese país; realiza bombardeos por drones discrecionales y totalmente ilegales (frente al derecho internacional y norteamericano), pero emprende un esfuerzo diplomático multilateral para firmar un acuerdo sobre el programa nuclear iraní y sabe mostrar su audacia cuando decide el restablecimiento de las relaciones con Cuba.

El presidente debe navegar entre fuerzas que en su totalidad intentan influir en su diplomacia: la opinión pública, capaz de ir del aislacionismo al intervencionismo a poco que se cometa un atentado o se decapite a un periodista norteamericano; los representantes del partido adverso, siempre dispuestos a acusarlo de debilidad; sus consejeros, ministros y colaboradores; los aliados de Estados Unidos, que esperan que Washington se conduzca de conformidad con sus intereses; los adversarios, que están al acecho del menor paso en falso para adelantar sus peones. Algunos presidentes tomaban sus decisiones en estrecha colaboración con su secretario de Estado: Truman y Dean Acheson, Eisenhower y John Foster Dulles, Reagan y George P. Shultz. Otros se apoyaban en su consejero de seguridad nacional o en su secretario de Estado: Nixon y Henry Kissinger, Carter y Zbigniew Brzezinski. Obama, por su parte, decide solo, o con sus guardaespaldas: Benjamin Rhodes, Denis McDonough, Mark Lippert. Hombres de menos de 50 años, que hicieron sus armas no durante la Guerra Fría sino después del 11 de septiembre de 2001, y que pertenecen a la corriente antiintervencionista (2).

Por cierto, el actual presidente nombró a personas más experimentadas en los puestos clave del dispositivo diplomático y militar: Robert Gates, Leon Panetta y Chuck Hagel en el Ministerio de Defensa; Hillary Clinton y John Kerry en la Secretaría de Estado, etc. Estas voces a veces tuvieron su peso, como en 2009, cuando Hillary Clinton convenció a Obama de que apoyara el golpe de Estado contra Manuel Zelaya en Honduras. Pero en los momentos de crisis, no siempre fueron escuchadas. “Su Casa Blanca habrá sido de lejos la más centralizada y la más autoritaria en materia de seguridad nacional desde Richard Nixon y Henry Kissinger”, analiza Gates en sus memorias (3).

Los primeros desacuerdos entre Obama y su entorno aparecen en septiembre de 2009, acerca de Afganistán. Mientras que el presidente había prometido poner fin a esa guerra, el general Stanley McChrystal, encargado de las operaciones en el terreno, le dice que la victoria exige un aumento de la presencia militar norteamericana; él estima las necesidades en cuarenta mil soldados. Durante tres meses, reunión tras reunión, la secretaria de Estado, el ministro de Defensa, el director de la Central Intelligence Agency (CIA), el consejero de seguridad nacional y el director de información nacional intentan convencer a Obama de que satisfaga esa demanda. “No está en el interés nacional”, repite el presidente, que no quiere “gastar un billón de dólares” y lanzarse “en un esfuerzo de reconstrucción nacional a largo plazo” (4). Negándose a escoger entre el retiro y el compromiso militar ilimitado reclamado por el general McChrystal, opta por una solución de compromiso: una intervención de treinta mil soldados por una duración de dieciocho meses. “Norteamérica debe mostrar su fuerza, de manera de poner fin a las guerras y prevenir los conflictos”, declara el 1º de diciembre de 2009 para justificar su elección. La mayoría de los especialistas en cuestiones militares consideran ese punto intermedio particularmente ineficaz, porque sugiere a los talibanes que hay que esperar hasta que aclare.

Siria no es Libia

Un escenario comparable se desarrolla en 2011, al comienzo de las “primaveras árabes”. ¿Hay que intervenir militarmente para hacer caer a Gadafi, so pretexto de que amenaza con masacrar a los insurrectos de Benghazi? Esta vez, con excepción de Hillary Clinton, el entorno de Obama es más circunspecto. Gates estima incluso públicamente que cualquiera que encare una nueva expedición a Medio Oriente debería “hacer que le examinen el cerebro” (5). Pero las presiones vienen de los medios, del extranjero –en particular de Francia y del Reino Unido, muy decididos a enfrentarse si es necesario– y del Congreso, donde el senador demócrata John Kerry y su colega republicano John McCain reclaman juntos el establecimiento de una zona de exclusión aérea. Una vez más, el presidente hace una elección “centrista”: acepta intervenir, pero en el marco de una coalición amplia, con un mandato de las Naciones Unidas –que únicamente prevé la creación de una zona de exclusión aérea que rápidamente será sobrepasada– y sin conducir las operaciones.

¿Se puede detectar en esto una “doctrina Obama”? Los Estados Unidos pretenderían “dirigir desde la retaguardia” (lead from behind) para defender sus intereses sin exponerse demasiado: bombardeando con drones, privilegiando el uso puntual de fuerzas especiales o dejando que otros intervengan en su lugar. “Dirigir desde la retaguardia no es dirigir. Es abdicar”, vocifera entonces el periodista neoconservador Charles Krauthammer en el Washington Post (6). La guerra en Siria demostró que no se trataba de una doctrina para el presidente norteamericano sino, como en el caso afgano, de una elección de circunstancia: Obama intentó tratar con cuidado a partidarios y detractores del recurso a la fuerza, sin satisfacer a ninguno.

El precedente libio no hizo más que reforzar sus reticencias respecto de las intervenciones militares. Durante dos años, entre 2011 y 2013, multiplica las condenas verbales, apela a la partida del presidente Bashar al-Assad, proclama su apoyo a los rebeldes, pero nunca está dispuesto a utilizar a su ejército. Siria no es Libia, un Estado sin verdaderos aliados. La situación cambia en agosto de 2013, cuando el poder de Al-Assad es acusado de haber utilizado armas químicas en el suburbio de Damasco, cruzando así la línea roja trazada un año antes por Obama. Estados Unidos ¿puede permanecer inactivo cuando su crédito está en juego? En la Casa Blanca se dibuja un consenso alrededor de la necesidad de “castigar” a Al-Assad. “Las grandes naciones no farolean”, previene el vicepresidente Joe Biden, habitualmente poco favorable a las expediciones militares (7). Obama también parece convencido, y hasta pide al Pentágono que proponga los blancos de los bombardeos.

Pero en el último momento, tras una discusión con McDonough, su consejero más antiintervencionista, el presidente da media vuelta y pide a su equipo que le encuentre una puerta de salida. Esta decisión desencadena una lluvia de recriminaciones, en Francia, en Arabia Saudita, en Israel y en los países del Golfo, y le significa a Obama el ser tachado de “cobarde” por los republicanos, al mismo tiempo que exaspera a numerosos demócratas, sobre todo a Kerry, que considera que se “dejó embaucar” (8). Obama “envió un mal mensaje al mundo”, estima el ex ministro de Defensa Leon Panetta en sus Memorias: “Este episodio subrayó su debilidad más evidente […]. Con demasiada frecuencia, a mi juicio, el presidente privilegia la lógica de un profesor de derecho sobre la pasión de un líder” (9).

Numerosos conservadores vieron en la decisión de Obama un punto de inflexión, un “nuevo Múnich”, al que imputan una larga serie de desgracias: si los Estados Unidos hubieran castigado a Damasco en 2013, afirman, el Estado Islámico (EI) no habría crecido como lo hizo; Irán no ocuparía un lugar tan considerable en la escena siria; Moscú no habría tenido la audacia de anexar a Crimea, etc. Obama replica que Rusia no se había preocupado por las entonaciones marciales de Georges W. Bush, ni por la presencia de cien mil soldados norteamericanos en Irak cuando intervino en el conflicto georgiano en 2008. Para él, ver en los actos de Vladimir Putin la señal de un retorno enérgico de Rusia equivale a “desconocer la naturaleza del poder en materia de política exterior. El verdadero poder significa que es posible obtener lo que uno quiere sin tener que recurrir a la violencia. Rusia era mucho más poderosa cuando Ucrania se parecía a un país independiente pero en realidad era una cleptocracia donde Moscú podía mover los hilos” (10). Además, Washington dista de haberse quedado inactivo durante la crisis ucraniana: Obama, además de haber reactivado la OTAN en Europa central, hizo presión sobre la Unión Europea para que imponga sanciones diplomáticas y económicas a Rusia.

Estrategia de “fortificación”

La decisión siria de agosto de 2013 representa a pesar de todo un giro para la diplomacia norteamericana. Por primera vez desde 2009, Obama no escogió un punto intermedio militar: al negociar con Rusia un acuerdo sobre el desmantelamiento del arsenal químico de Damasco, puso fin al reflejo que hace seguir de una réplica militar a toda “provocación” contra Estados Unidos. Esta ruptura confirmó la elección por Washington de una estrategia de “fortificación” (11). Del retiro de las tropas de Irak y de Afganistán a la baja de los presupuestos del ejército, pasando por la negativa a lanzar nuevas expediciones militares, Obama trató de reducir la presencia norteamericana en el mundo con el objeto de poder concentrarse en los problemas internos y remediar el activismo desestabilizador de los años de Bush. La idea de la fortificación, por otra parte, está claramente formulada por la “Guía estratégica” publicada en 2012 por el Ministerio de Defensa: “Para alcanzar nuestros objetivos de seguridad desarrollaremos tácticas con una impronta ligera y poco costosa. […] Las fuerzas norteamericanas no estarán ya en condiciones de llevar a cabo operaciones prolongadas a gran escala”.

Este posicionamiento no tiene gran cosa que ver con el aislacionismo: Estados Unidos conserva decenas de bases militares en el planeta, el ejército más grande del mundo, servicios de informaciones tentaculares; bombardearon siete países (Irak, Siria, Afganistán, Libia, Yemen, Pakistán y Somalía) en otros tantos años; siguen interviniendo en los asuntos de los otros Estados y maniobrando para desestabilizar algunos gobiernos, sobre todo en América Latina (12).

Este repliegue tampoco tiene que ver con el idealismo, en el sentido de que apuntaría a una redistribución de los poderes a nivel mundial, ni con el pacifismo. Como él mismo lo repite, Obama no está contra la guerra, sino contra las “guerras imbéciles”, aquellas que no sirven a los intereses norteamericanos, que acarrean una relación costo-beneficio negativo. En la actualidad, los refugiados toman el camino de Europa, Turquía o el Líbano; los precios del petróleo siguen bajos; los atentados golpean a Ankara, Bruselas, Túnez y Bamako: ¿por qué Washington se lanzaría en una expedición a Medio Oriente? Pero un ataque de gran amplitud en suelo norteamericano –más grande que el tiroteo del 2 de diciembre de 2015 en San Bernardino, California, que produjo catorce muertos–, en cualquier momento puede cambiar la situación. “Si somos arrogantes, [los otros países] experimentarán resentimiento hacia nosotros; si somos una nación humilde, pero fuerte, nos apreciarán”, declaraba Georges W. Bush en octubre de 2000, agregando incluso: “No creo que nuestras tropas deban ser utilizadas para hacer lo que se llama una ‘construcción nacional’”. Y después vino el 11 de Septiembre…

Obama llegó a la Casa Blanca decidido a dar vuelta la página de ese acontecimiento y de sus consecuencias con el objeto de poder fijar su atención sobre Asia, cuyo desarrollo lo impresiona. Ése era el sentido del “pivote” iniciado en 2010. “El ‘reequilibramiento’ en dirección a Asia desempeñó el mismo papel en la estrategia de fortificación de la administración Obama que la apertura a China en la fortificación norteamericana al final de la guerra de Vietnam –escribe Stephen Sestanovich, profesor en la Universidad de Columbia–. Prueba de que Estados Unidos no está, como dijo Nixon, en vías de ‘desaparecer como gran potencia’” (13). Aunque haya engendrado varias acciones simbólicas (visitas de Estado, apertura de una base militar en Australia, refuerzo de la flota norteamericana en el Pacífico…) y permitido la firma, el 4 de febrero de 2016, del acuerdo de asociación transpacífica (Trans-Pacific Partnership, TPP), esta reorientación no pudo ser llevada a su término.

En efecto, las “primaveras árabes” volvieron a llamar a Estados Unidos a Medio Oriente en 2011. En sus entrevistas con Jeffrey Goldberg, Obama deja traslucir un cansancio, si no un desinterés frente a esta región, a la que parece considerar como un caso desesperado. Afirma su preferencia por los pueblos de Asia, de África y de América Latina, que “no se preguntan cómo matar a norteamericanos, sino cómo tener una mejor educación, cómo crear algo que tenga valor”. Estados Unidos gastó más dinero para “reconstruir” Afganistán que para los dieciséis países europeos que eran el objetivo del Plan Marshall después de la Segunda Guerra Mundial (14), sin lograr crear allí un orden cualquiera. La guerra y la ocupación de Irak, la intervención en Libia no dieron mejores resultados. Estos fracasos sucesivos terminaron por convencer a Obama del carácter limitado del poder norteamericano: no lo puede todo y, en particular, no puede modelar Medio Oriente a su conveniencia.

Desde la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos alternó los períodos de seguridad y de duda por lo que respecta a su capacidad de controlar el mundo. La euforia que sigue al fin del conflicto da paso en los años cincuenta a interrogaciones sobre su supremacía: ¿son lo bastante poderosos para contener la progresión del comunismo, que tuvo serios avances con la Revolución China y la obtención de la bomba atómica por la URSS? “Nuestra incapacidad para conservar nuestros recursos, el peso creciente de nuestros compromisos presupuestarios, el aumento vertiginoso de nuestra deuda pública” conducen al país a la pendiente de una “caída relativa”, se alarma, desde 1952, el ex comandante supremo de las fuerzas aliadas Douglas McArthur, que quería bombardear Corea con el arma atómica. El decenio siguiente marca el retorno de la tentación hegemónica. En su discurso de investidura, el 20 de enero de 1961, John F. Kennedy proclama: “Soportaremos cualquier carga, aceptaremos cualquier prueba, apoyaremos a cualquier amigo. Nos opondremos a cualquier adversario para garantizar el triunfo o la supervivencia de la libertad”.

Alternancia de las tendencias

Las fases de seguridad corresponden a menudo a períodos en que las desigualdades económicas se reducen, o el porvenir parece despejado para la clase media. Apenas se ensombrece el horizonte, el poder vuelve a ser una carga. En los años setenta, mientras las tasas de interés y el endeudamiento de las familias aumentan y las dos crisis petroleras debilitan la economía del país, el desastre vietnamita y la progresión soviética en Asia y África develan las fisuras del dominio militar norteamericano. Y en 1976, según un estudio del Council on Foreign Relations, 43% de los norteamericanos consideraba que los Estados Unidos debían “ocuparse primero de sus propios asuntos”, un récord desde el lanzamiento de esta encuesta en 1964 (20%).

En 2013 eran 52%, un nuevo récord. Según un sondeo de marzo de 2014, sólo el 30% de los norteamericanos querrían que su país defienda a Polonia si era atacada por Rusia; la cifra cae a 21% para Letonia y hasta al Reino Unido le cuesta alcanzar el 56%. Sondeo tras sondeo, sólo los ataques por drones y los bombardeos contra el EI, decididos tras la toma de Mosul y la decapitación del periodista James Foley en agosto de 2014, obtienen un gran apoyo.

Por cierto, “la opinión se trabaja”, y es posible popularizar una guerra que no lo era (15). Obama no está dispuesto a eso, así como tampoco Cruz y Trump, habiendo propuesto incluso este último retirar a su país de la OTAN, aduciendo que la organización era “obsoleta” y costaba demasiado caro. Como lo mostró el historiador británico Perry Anderson, el intervencionismo y el aislacionismo constituyen dos caras de un mismo nacionalismo. Uno legitima la dominación de Norteamérica valorizando su universalismo (el cual justifica el activismo mesiánico de Washington, que guiaría al planeta en el buen camino); el otro, su excepcionalismo (que alienta a preservar la índole única de una sociedad aparte en el mundo) (16).

Dominante antes de la Segunda Guerra Mundial, el aislacionismo desaparece casi por completo del campo conservador durante la Guerra Fría, antes de volver a emerger tras el derrumbe de la URSS. Entonces adopta dos formas: la de un repliegue estricto, representado por el libertariano Ron Paul, y la de un antiintervencionismo conservador, promovido por Patrick Buchanan, ex colaborador de Nixon y de Reagan: “Si no dejamos de comportarnos como el Imperio británico, terminaremos como el Imperio británico” (17), profería este último en 2006. Esta corriente, muy minoritaria en los años 1990 y 2000, conoce un nuevo vigor bajo la presidencia de Obama. Reagrupado alrededor del Cato Institute y de la revista The American Conservative (fundada en 2002 por Buchanan para oponerse a la guerra en Irak), pone de manifiesto los desastres afgano e iraquí, pero también el contexto de crisis económica y social. La deuda pública, en efecto, conduce a algunos republicanos a preferir una reducción de los gastos al mantenimiento de los presupuestos militares. En agosto de 2011, el Congreso votó así un plan de austeridad (llamado de “privación”) que prevé un billón de dólares de recortes en los presupuestos del ejército a lo largo de diez años. Los “halcones presupuestarios” prevalecieron entonces sobre los “halcones militares”.

El éxito de las candidaturas de Trump y Cruz confirma esa nueva tendencia y revela el desfase creciente entre el establishment de la política exterior y los electores tentados por el repliegue. Todavía hoy, los think tanks más influyentes, los altos funcionarios del Pentágono y de la Secretaría de Estado, los editorialistas del Wall Street Journal, del Washington Post, de Fox News o de Cable News Network (CNN) son ampliamente partidarios del intervencionismo, y su voz sigue siendo igual de fuerte. “El establishment de la política exterior está casi totalmente compuesto de neoconservadores de derecha y de intervencionistas liberales de izquierda”, comprueba Benjamin Friedman (18). La mayoría de estos observadores atentos declararon que se abstendrían si Cruz o Trump debieran representar al Partido Republicano en la presidencia. O incluso que votarían por Hillary Clinton. La pretendiente demócrata apoyó la guerra en Irak y los bombardeos en Siria y en Libia; ella cree que el acuerdo nuclear firmado con Irán carece de firmeza y no vaciló en criticar a Obama desde que dejó la Secretaría de Estado. Incluso si recientemente edulcoró sus palabras para contrarrestar los ataques de su competidor Bernie Sanders –que desde siempre pertenece a la franja antiguerrera de los demócratas–, es la candidata más intervencionista y la más tranquilizadora para la elite norteamericana de la política exterior. “Los realistas y los otros investigadores escépticos por lo que respecta a las intervenciones están sobre todo confinados en la universidad”, estima Friedman.

Recentrarse en Estados Unidos: el argumento se repite a menudo en boca de Cruz, Trump y Obama para justificar su falta de entusiasmo guerrero. Los tres también comparten la idea de que los aliados de Washington –de Arabia Saudita a Francia, pasando por los países del Golfo, Alemania y Japón– deberían dejar de encomendarse a Estados Unidos y llevar su parte de la carga del sistema securitario internacional. Por último, si bien todos afirman su voluntad de poner al EI de manera que no esté en condiciones de perjudicar a nadie, proponiendo incluso algunos aplicarle el método del “bombardeo de saturación”, paradójicamente coinciden en considerar que Medio Oriente ya no está en el centro de los intereses norteamericanos.

Sin duda justa en el plano económico, esta idea interpela desde un punto de vista moral y político: ¿puede decretar Estados Unidos de la noche a la mañana que no quiere ya un liderazgo que forjó con la fuerza de los cañones durante sesenta años? ¿Pueden alejarse, sin que les tiemble el pulso, sin ninguna reparación (compensación financiera, apoyo diplomático, establecimiento de una cooperación fundada en el intercambio justo, etc.), de una región que desestabilizaron pacientemente? Lo importante “no es tener paz [en Medio Oriente], sino hasta qué punto Estados Unidos está implicado en la ausencia de paz”, resumió cínicamente Jeremy Shapiro, investigador en la Brookings Institution y consejero en el Departamento de Estado. Pero no es posible hacer tabla rasa de la historia: aunque no mantengan más soldados en la región, Estados Unidos seguirá siendo deudor del caos que engendró.