Por Mariano Fraschini,
¿Es la corrupción un fenómeno excepcional en la política argentina? ¿Ha sido durante décadas en nuestro país un problema central a resolver? ¿Ha convivido la corrupción política con una gran parte del sistema político atravesando a la totalidad de los partidos? Si la respuesta a las dos primeras preguntas es un No y es afirmativa para la última, ¿qué tiene de particular y de extraño el “caso López”?. Si para una buena parte de la opinión pública el gobierno kirchnerista ha sido una administración reñida con los principios republicanos y con los valores de la honestidad ¿Qué viene a ofrecer de novedoso este episodio? ¿La confirmación de algo que “ya se sabía”? ¿O se intenta con esto “algo más” que denunciar un caso grave de corrupción y que involucra a las más altas esferas del gobierno anterior? Pero volvamos al principio. Desde el retorno de la democracia en 1983, muchos fueron los casos de corrupción política en nuestro país. La definición del fenómeno de la corrupción política puede resultar un tanto ambigua pero podemos decir a grandes rasgos que se trata de un robo al patrimonio público del Estado, sea este realizado por agentes públicos (funcionarios políticos ya sea quedándose con dinero del propio Estado o exigiendo coimas) o privados (ya sea evitando pagar impuestos o fugando ilegalmente divisas). Según Aldo Ferrer, quien teorizó sobre estas cosas, “ambas son las dos caras de una misma moneda”. Sin embargo, los que más sanción moral generan son los de los primeros, y no tanto el de los segundos, ya que estos, a pesar de ser mayores en cuanto al volumen de “dinero robado al Estado” implica una amonestación ética a la conducta de los sectores más pudientes de nuestra sociedad, muchas veces invisibles para los hombres “de a pié”. El “caso López” (¿será el único caso?) entra dentro de los primeros, y por ende el de los más condenables para la sociedad. A pesar de que la maratón mediática de los sucesos lejos de aclarar oscurece, el hecho existió y los casi 10 millones de dólares son la “pata material” que hace verosímil el relato y su consecuente condena social. Y no hay vuelta atrás en estas cuestiones. El hecho está, y embarra (pero no elimina con ello, claro) los nobles principios de reparación social y la ampliación de derechos acontecidos durante los últimos doce años. Tampoco la política independiente y de inserción regional mantenida hasta el 2015. Unir todo esto es parte de la estrategia de los sectores retardatarios del poder real de nuestro país, a los que les resulta fundamental fusionar “corrupción” con “derechos”, “bolsos de López” con “paritarias donde se negocian salarios más altos en términos reales”, “robo estructural” con “política de nacionalización”. Pero como nos interrogamos al principio del post: ¿se trata de un hecho aislado desde el retorno a la democracia?
Un breve racconto histórico nos muestra que estos sucesos, lejos de ser la excepción fueron casi “la norma” desde 1983. Los tuvo Alfonsín, a pesar de ser uno de los presidentes más honestos de la historia, se multiplicaron por mil durante el menemismo en un contexto de desagüe del Estado, y los tuvo De la Rúa durante su breve estadía en la Casa Rosada. Los “pollos de Mazzorín” fue la figura que eligió la oposición peronista para denunciar la corrupción durante el gobierno alfonsinista, se transformó en la “corrupción estructural” del menemismo que denunciaron la Alianza y el “periodismo de investigación” en los noventa (fueron tantos los casos que de enumerarlos estaríamos hablando de páginas enteras) y se graficó en los “sobornos” en el Senado y en la fiesta del “megacanje” durante la gestión delarruista. Desde el retorno de la democracia se pueden contar por centenares los casos de corrupción y por miles las denuncias llevadas a la justicia. Los nuevos partidos creados durante los noventa (FrePaSo, Modin) y a principio del siglo XXI (ARI, Recrear), los cuales asumieron entre sus banderas políticas centrales la lucha contra la corrupción, tuvieron suerte dispar en la arena electoral. A pesar de ser durante la década del noventa el “caballito de batalla” de la oposición al menemismo, éste se reeligió con casi el 50% de los votos y tuvo la capacidad política de continuar siendo alternativa de poder hasta abril de 2003, a pesar de estar a la vista los numerosos hechos de corrupción durante su primer gobierno.
Sin entrar en una discusión bizantina (que merecería otro post) de los vínculos entre el sistema capitalista y la corrupción o para ser más precisos entre la inevitable tensión de un sistema que glorifica el ascenso personal y la facilidad de hacerlo desde la cima del propio Estado, la corrupción se ha convertido en un fenómeno global. Hay corrupción en EEUU, en Europa y por supuesto en Sudamérica. Durante las últimas décadas, y en especial luego del ascenso de los gobiernos del giro a la izquierda en la región, el tema de la corrupción se ha convertido en una bandera de batalla para las oposiciones neoliberales sudamericanas incapaces de competir con éxito desde la defensa de su propio modelo de gestión. Por caso lo ha sido en Brasil, en donde varios de los miembros del PT se encuentran en prisión (A Lula suelen jaquearlo a cada rato), lo ha sido en Venezuela y en Bolivia, no encontrándose ningún hecho que involucre a sus históricos líderes (y aquí ni los Panamá Papers, ni los Wikileaks, ni los medios opositores han podido encontrar algo hasta hoy) pero sí a las mandos medios de la administración, lo es en la actualidad en el Chile institucionalizado de Bachelet, sobre la que pesa el llamado “caso Penta” de su gestión anterior, que no le impidió volver al gobierno luego de Piñera, y las acusaciones de hoy sobre su entorno familiar. Las oposiciones neoliberales han denunciado hasta el hartazgo la “corrupción” de estos modelos, evitando dar cuenta que son justamente los presidentes de ese color político quienes debieron irse por la puerta trasera y antes de tiempo de la presidencia como Collor de Melo (1992), Carlos Andrés Pérez (1993), Jamil Mahuad (2000), Fujimori (2001), Sánchez de Losada (2003), por mencionar los casos paradigmáticos que involucraron procesos de corrupción política. No anoto en esta enumeración veloz de” presidentes caídos”, las sospechas de corrupción que pesan sobre la gestión de dos presidentes neoliberales “exitosos” como Fernando H Cardoso, Álvaro Uribe y el propio Menem. Es decir, la lista que involucra a presidentes neoliberales en Sudamérica es extensa y muestra que los vínculos entre la “derecha política” y la corrupción merece subrayarse, ya que no se trata de “casos aislados”, sino que forman parte de una trama política que abreva en las democracias de baja institucionalización, donde las reglas se cumplen en forma parcial y las leyes se muestran lábiles para estructurar el juego político. En general estos gobiernos suelen llegar, como bien expresa este imperdible artículo, con la impronta de la “lucha contra la corrupción” pero en los hechos su rendimiento ha sido muy ineficaz para controlarla, y más bien fueron adalides en promoverla.
En ese marco, la evidencia histórica y empírica en nuestro país y en Sudamérica descarta que la derecha neoliberal sea portadora por se de transparencia en la gestión pública. Más bien, la ligazón entre proyecto neoliberal y corrupción es más fuerte que la que liga “giro a la izquierda” e ilícitos. ¿Hay una mayor expectativa de transparencia en los gobiernos progresistas? ¿O su fuerte bagaje ideológico habilita mayores perspectivas en su lucha contra la corrupción? ¿La épica que impone desde su propio discurso estos modelos no las “obliga moralmente” a ser superiores a la “derecha saqueadora”? En lo concreto, las propuestas neoliberales recorrieron el camino del discurso “anticorrupción” para recuperar el gobierno, y lo consiguieron en nuestro país, interinamente en Brasil, y tiene muchas chances en Ecuador y en Venezuela, aunque en este último la corrupción aparece como secundario (pero está presente, eso sí) en el aparato discursivo del antichavismo. El flanco débil de estos procesos de transformación económica y social, paradójicamente, es un aspecto en el que históricamente el neoliberalismo ha resultado ser mucho más experimentado. Desde allí lo paradójico (mi tía diría lo cínico) del planteo de “honestidad” de la derecha. Para decirlo de un tirón, el neoliberalismo no sólo de dedicó (y dedica) a garantizar tasas de ganancias a los sectores del capital en detrimento de los derechos de las mayorías sociales, sino también a institucionalizar un tipo de corrupción de alto grado. Miremos al país vecino, sin ir tan lejos, y se observará que el gobierno de Temer, el cual iba a sanear al Estado de la supuesta corrupción del PT, hoy se encuentra gravemente cuestionado en su matriz de designación de funcionarios. Es decir, las propuestas neoliberales resultan exitosas en coyunturas críticas donde el desgaste de los gobiernos populistas (y su corrupción real o no ) resulta verosímil a un electorado que dice basta y apuesta al cambio: el problema para estos nuevos gobiernos es sostener en palabra y hechos esta ecuación por mucho tiempo.
Lo cierto es que a partir del “caso López” el kirchnerismo sufrió un sacudón del que no saldrá indemne, ya sea para reconvertirse (e ir más allá de la corrupción y replantear formas de construcción alternativas) o para disolverse en una pieza menor en el tablero del peronismo. El apuro de los sectores políticos adversos al kirchnerismo por agitar su “carta de defunción” parece más un deseo que una realidad. Desde el gobierno celebran la “fortuna” de que esto ocurra en un momento muy delicado en el campo económico y social, del cual el devenir del kirchnerismo será ajeno a su suerte. Desde el peronismo tradicional lo hacen a partir de ver cristalizado el fin de una hegemonía en el interior del Movimiento considerada ajena a su historia. Para ambos se trata de una victoria pírrica ya que estos casos de corrupción suelen venir acompañados de una sanción social a toda la clase política. Los casos de corrupción, en general, interpelan a los políticos como clase (como casta dirían allá en España la gente de Podemos) y muy pocos salen indemnes de estos cuestionamientos. Los lábiles exkirchneristas que se alejan hoy de este universo político luego del “caso López” creen contar con un reaseguro moral en su huida. Lejos de “bañarse en agua bendita” estos sectores, al igual que el resto de la dirigencia política, no estarán exentos de ser tocados por la mancha K. Desde allí que nos planteemos si este caso será el puntapié inicial de una verdadera “lucha contra la corrupción” (que involucraría un sincericidio de toda la clase dirigente argentina, no sólo la política) o sí sólo será el prolegómeno de aventuras antipolíticas de un nuevo “que se vayan todos”, como censura a la totalidad de la dirigencia política. ¿O simplemente será “un caso más” de los muchos que formaron parte de la corrupción política en nuestro país?
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