50 sombras de gris que desvanecen a un político



Daniel Eskibel



Algunos políticos están desapareciendo.


Están vivos, sí. Hacen política. Son candidatos o dirigentes o tal vez ocupan cargos. Van y vienen.

Pero su imagen se está esfumando. Se va borroneando en el cerebro de los votantes. Se va hundiendo en una nube gris de indiferencia y olvido.




Ellos todavía no lo perciben. Y todavía creen en un futuro luminoso. Pero algo ominoso y gris los va absorbiendo como un agujero negro. Es el gris pegajoso del anonimato, de la mediocridad y la intrascendencia.




Algunos aún pueden salvarse y trascender. Pero para ello deben darse cuenta, ya mismo, de esas sombras de gris que los están carcomiendo en silencio.

Algunos de los síntomas de ese gris que desvanece a un político son los siguientes:

Es aburrido.

Su nombre es difícil de recordar.

Su comunicación es fría.

Toma decisiones con excesiva lentitud.

No le da importancia a la recaudación de fondos para la campaña.

Solo escucha a quienes piensan igual que él.

Su nombre es tan común que se mimetiza con el de otros.

Su cara es inexpresiva.

Cree que no necesita que nadie lo asesore.

Habla de modo monocorde, todo-igual, siempre-igual.

Se viste como si fuera un clon de sus colegas políticos.

Intenta hablar de todos los temas sin dedicarse a ninguno.

No estudia porque cree que le basta con hablar.

Sus palabras no provocan imágenes visuales.

Generalmente habla desde el ángulo jurídico y de procedimientos.

Los votantes no lo identifican con ningún tema en especial.

Habla con frases largas.

El volumen de su voz es siempre el mismo.

No contesta con rapidez y claridad las preguntas de los periodistas.

Cree que es muy buen comunicador.

Utiliza muchos argumentos para defender sus posiciones.

Sonríe poco y de manera forzada.

Su mirada es o bien apagada y algo ausente o bien dura y enojada.

No produce frases memorables.

Se rodea de personas que no se destacan en nada.

Habla más de asuntos políticos que de los problemas de la gente.

En el momento en el que habla está pensando en sus adversarios.

Casi nunca demuestra entusiasmo.

La política abarca casi la totalidad de sus intereses personales.

Se molesta con las encuestas.

No entiende por qué los periodistas no consideran noticia lo que dice.

Brinda explicaciones muy largas.

Utiliza muchas palabras complejas o propias de la jerga política.

Antes de responder una pregunta necesita hacer una introducción explicativa.

Las alianzas no están en lugar destacado de su agenda.

Carece de estrategia a mediano y largo plazo.

La psicología del votante y el marketing político le son ajenos.

No se prepara para sus intervenciones públicas.

Cree que entrenar sus habilidades mediáticas es una pérdida de tiempo.

Está convencido de que es más persuasivo que un publicista.

Nunca cuenta historias humanas de gente sencilla.

Su biografía está completamente desconectada de su discurso político.

No registra el vertiginoso ritmo de cambio de la sociedad.

Sigue creyendo que la gente quiere ser conducida por los políticos.

Imagina que todos prestan detenida atención mientras él habla.

Cree que la gente vota ideas abstractas.

Supone que el estado de ánimo del electorado coincide con el de su entorno.

Cree que los conceptos son más persuasivos que las imágenes.

Utiliza frases hechas y las repite hasta que suenan huecas.

Los problemas reales de las personas no son su prioridad.