Fujimorismo, un emperador en los Andes




Por: Adrián Albiac

Desde aquel 10 de junio de 1990 en el que Alberto Fujimori ganara sus primeras elecciones, Perú no ha vuelto a ser el mismo. De un plumazo, los tradicionales ejes políticos desaparecieron para siempre y los peruanos quedaron atrapados en la eterna discusión entre el fujimorismo y el antifujimorismo. El país andino ya no se entiende sin entender antes a Fujimori, un desconocido ingeniero metido a presidente.
En casa del sosegado profesor de Matemáticas no son muy dados a las grandes celebraciones. El apartamento, en contraste con la bulliciosa Lima, siempre permanece tranquilo, conservando la atmósfera de un hogar típicamente japonés. No están permitidos los grandes sobresaltos, y menos aún con la pequeña Keiko, de tan solo seis meses de edad, durmiendo en la habitación contigua.
La familia, con Alberto a la cabeza, parece haber construido su hogar como el contrapunto perfecto a la caótica situación del país. Sin embargo, pequeñas trazas de la realidad nacional se cuelan a veces por la ventana. Hoy juega la selección: Sotil, Cubillas, Chumpitaz y compañía pueden ganar una histórica Copa América frente a la selección colombiana. Todo Perú está pendiente del encuentro, y Alberto, en una especie de redescubrimiento de sus raíces andinas, no va a ser menos. Un golpe de mano y ya está listo el transistor. El partido, como todas las finales, es tenso pero apasionante, y cuando por fin Hugo Sotil hace el gol de la victoria una comedida sensación de alegría recorre el hogar de los Fujimori.
Perú ha ganado, aunque, mientras los comentaristas hablan de pasión y coraje, Alberto no puede quitarse de la cabeza la técnica y precisión mostradas por el centrocampista Teófilo Cubillas. Técnica, precisión y trabajo: eso necesita Perú. No obstante, aún estamos en octubre de 1975 y ni el mejor de los adivinos hubiera podido aventurar el parecido eslogan usado por el profesor en la campaña presidencial de 1990.
De la universidad al Gobierno: un inesperado presidente


Antes de los primeros meses de 1990 eran muy pocos los peruanos que habían oído hablar de Alberto Fujimori. El profesor no se había prodigado mucho más allá del entorno universitario y, aunque aún escuchaba algún que otro partido de la Bicolor por la radio, por lo general se había mantenido apartado de la actualidad nacional.
Fujimori era un total desconocido, lo cual, dentro del mundo de la política, no tiene por qué ser siempre un inconveniente. Al fin y al cabo, al cierre de los años 80 era casi mejor que nadie pudiera hacerte responsable de la situación del país. Con una inflación galopante y unos ingresos fiscales reducidos al mínimo, el Estado había visto tan dificultadas sus funciones que en algunas zonas de Perú había tenido sencillamente que dejar de desarrollarlas. Una creciente economía informal, el narcotráfico o los terroristas de Sendero Luminoso habían ocupado gustosos el hueco dejado.




Caricatura del presidente Alan García (1985-1990) publicada en abril de 1989 por la revista Caretas. Fuente: César Vásquez

A estas alturas el cinismo y el pesimismo se habían apoderado de los peruanos y ni el mejor de los estrategas políticos era capaz de plantear una campaña convincente. Sin embargo, para ganar hay que ser ante todo un optimista, y durante las presidenciales de 1990 Alberto Fujimori dejó claro que lo era. Para empezar, arropado por un pequeño grupo de colaboradores universitarios y algún que otro modesto hombre de negocios, Fujimori había fundado en octubre de 1989 el partido Cambio 90. La plataforma, sin una clara base ideológica, hacía su aparición en un contexto de clara hostilidad hacia los partidos. No obstante, el mayor ejercicio de autoconfianza de Fujimori no fue fundar Cambio 90, sino postularse como candidato a las presidenciales de abril de 1990.
El tranquilo ingeniero dejaba a un lado los números, los cuales esta vez auguraban que no tendría la más mínima posibilidad. Sin demasiados apoyos, durante los primeros meses de campaña Fujimori se dedicó a repetir hasta la saciedad su eslogan de “Honestidad, tecnología y trabajo”. Solo así logró llamar la atención de las empresas encuestadoras, las cuales poco a poco fueron añadiendo al desconocido candidato en sus pronósticos electorales.
El Chino, como le habían apodado sus aún escasos seguidores, era diferente, haciendo de su origen mestizo —en contraposición al aspecto aristocrático de Vargas Llosa— y sus imprecisas promesas electorales su mejor arma de campaña. En definitiva, Fujimori demostró que no necesitaba jugar a ser el mejor; simplemente bastaba con parecer un poco menos malo que el resto. El día de los comicios el 29,1% de los peruanos optó por Cambio 90, lo que forzó una inesperada segunda vuelta. Vargas Llosa y su coalición Fredemo se medirían con el novato Fujimori. O, dicho de otra manera, las élites en su versión más sofisticada pedían otra oportunidad frente a un completo outsider.




Fujimori lanzado hacia la segunda vuelta. Portada del diario Página Libre. Fuente: Foros Perú

Finalmente quedó claro que para muchos peruanos ya era demasiado tarde, y esta vez no valió aquello de “Mejor lo malo conocido que lo bueno por conocer”. El 10 de junio de 1990 Fujimori obtuvo el 62,4% de los votos, lo que dejó a Vargas Llosa y los suyos a más de 20 puntos de ventaja. El único consuelo para las fuerzas políticas tradicionales fue mantener un cierto control en las cámaras legislativas peruanas, desde las cuales esperaban poder orientar las acciones del recién llegado.
Camino del autogolpe: la fundación del nuevo Estado peruano
Resulta paradójico cómo al día siguiente de la toma de posesión todo lo que te había ayudado en campaña puede volverse irremediablemente en tu contra. El caos estatal, tan útil a la hora de criticar al anterior Ejecutivo, se transforma de repente en problema tuyo. Y ser un huérfano político deja de ser una ventaja, convirtiendo tu tarea de Gobierno en algo extremadamente complicado.
Cambio 90, plataforma surgida por y para las elecciones de 1990, no cubría todos los cuadros necesarios, y antes incluso de pensar siquiera en legislar era necesario encontrar a las personas adecuadas para formar el equipo de Gobierno. ¿Cómo resolver este problema? Fujimori optó por la fórmula de la lealtad. Más allá de ideologías o capacitaciones personales, todos los cargos cercanos al presidente se basaban en la más absoluta fidelidad. Familiares, compañeros de universidad o miembros de la comunidad nisei —inmigrantes japoneses de segunda generación— fueron los protagonistas. No importaba la tarea que debían realizar: lo importante era obedecer al presidente. Solo él marcaba la ideología oficial, lo que en poco tiempo llevó a una gran personificación del poder político: se hacía lo que Fujimori decía y, si este, contradiciendo lo dicho en campaña, decidía aplicar el programa neoliberal de Vargas Llosa y Fredemo, esa era la política oficial.
Para ampliar: El Perú de Fujimori: 1990-1998, John Crabtree y Jim Thomas, 2000
Otra cuestión sería cómo logró el presidente llevar a cabo un plan tan duro de ajuste sin apenas resistencia social. Pero lo cierto es que para aquel entonces la izquierda parlamentaria peruana estaba terriblemente dividida y en las calles cualquier intento de protesta era catalogado como sinónimo de terrorismo.
Podemos resumir que desde un primer momento el mayor enemigo de Fujimori fue el propio sistema político peruano, y hacia este dirigió el presidente la mayor parte de las críticas. Más allá del terrorismo senderista, eran las viejas instituciones corruptas y los partidos políticos tradicionales los que impedían el desarrollo pleno de Perú. El país necesitaba de nuevo “honestidad, tecnología y trabajo”, y, aunque en parte de sus acusaciones Fujimori pudiera tener razón, no podía esperar que derruir todo sin proponer nada fuera la solución.
El ejemplo paradigmático de este nuevo clima político fue sin duda el debate en torno a la pacificación del país. Mientras que en su aventura neoliberal Fujimori había contado con el apoyo parlamentario entusiasta de Fredemo, ahora el presidente se enfrentaba a un Parlamento hostil a su política militarizante. Ni liberales ni apristas ni socialistas acababan de ver con buenos ojos la concesión de nuevas y amplias prerrogativas al Ejército en su lucha contra la insurgencia. El legislativo se convirtió así en un órgano real de oposición, aunque visto con perspectiva está claro que los partidos opositores sobrestimaron sus fuerzas e infravaloraron las del presidente.
En primer lugar, no se percataron de que los únicos apoyos reales de Fujimori, más allá de su alta popularidad, eran los organismos financieros internacionales, conformes con su política económica, y las Fuerzas Armadas, deseosas de aplicar una política más dura aún, si cabe, contra el terrorismo. Fujimori, carente de una estructura de partido, sencillamente no podía dar la espalda a ninguno de estos dos grandes valedores, por lo que se empeñó en sacar adelante sus decretos incrementando por el camino su campaña contra las instituciones políticas peruanas.
Finalmente, el 5 de abril de 1992 Fujimori decidió acabar con todos los obstáculos legales para sus planes de gobierno. En una maniobra pactada con las Fuerzas Armadas, el presidente asumió plenos poderes: suspendió la Constitución de 1979, disolvió el Parlamento y tomó el control del poder judicial. Además, por si quedaba alguna duda sobre la nueva situación política, el Ejército patrulló las calles de las principales ciudades del país, si bien, observando los niveles de apoyo que recibió el golpe —más del 70% de la población—, cabe preguntarse si esto último fue realmente necesario.




El 5 de abril los militares rodearon el Congreso de la República, entre otros edificios claves. Fuente: El Comercio

Por su parte, el resto de los partidos intentó organizar algunos actos en defensa del Estado de Derecho, aunque no lograron pasar de algunas marchas poco concurridas en la plaza Bolívar o del juramento, no reconocido por nadie, de Máximo San Román como presidente de la república. En un triste final, la antigua clase política estaba sola; la decisión de no presentarse a las elecciones de noviembre de 1992 al nuevo Congreso constituyente certificaba su plena defunción.
Del triunfo al colapso y la huida
A principios de 1993 se podía decir que Fujimori había derrotado a todos. Los viejos partidos y su sistema habían caído; Sendero Luminoso, con su líder entre rejas tras una detención más relacionada con el azar que con las Fuerzas Armadas, se desintegraba, y la comunidad internacional había acabado por aceptar las maniobras fujimoristas. Perú debatía ahora una nueva Constitución con la que dar respaldo legal al régimen ultrapresidencialista de Fujimori y a las cada vez más amplias prerrogativas de las Fuerzas Armadas.
Sin embargo, incluso en los momentos de triunfo más aparente, el régimen ya mostraba ciertas debilidades. Para empezar, la nueva Constitución, sin una oposición organizada, no fue aprobada por la amplia mayoría que todos esperaban. El día 31 de octubre de 1993 solo el 52% de los peruanos dio su apoyo a la nueva Carta Magna. Fujimori había demostrado sus tremendas habilidades a la hora de demoler las viejas y corruptas instituciones, pero no parecía capaz de construir otras nuevas y democráticas.
El Chino no era invencible y aún había quien confiaba en su posible derrota en las elecciones de 1995. ¿Cómo? Gracias al ex secretario general de las Naciones Unidas Javier Pérez de Cuéllar, un candidato por otra parte demasiado parecido al ya derrotado Vargas Llosa: criollo, de apellido compuesto, con reconocido prestigio internacional, pero en apariencia demasiado alejado del peruano medio. Fujimori, acompañado ya de su hija Keiko en el destacado papel de primera dama, pudo derrotar sin demasiados problemas al reconocido diplomático, sobre todo teniendo en cuenta la disposición discrecional de los recursos estatales por parte del oficialismo, que llegó a desarrollar una curiosa política social que iba y venía según las campañas electorales.




Alberto Fujimori y su hija Keiko durante la campaña de las elecciones de 1995. Fuente: Yahoo!

No obstante, de nuevo tras la aparente hegemonía fujimorista se intuían problemas para el régimen. Era evidente que el presidente aún arrasaba en las elecciones, pero ya no se podía decir lo mismo de los candidatos que competían en su nombre. La excesiva personificación generaba problemas al Gobierno, con la cuestión de la sucesión siempre en el aire. Después de Fujimori, ¿qué? La respuesta del Ejecutivo no pudo ser más contundente: después de Fujimori, Fujimori.
En una interpretación claramente interesada de la carta constitucional, el Parlamento permitió una nueva candidatura de Fujimori para el año 2000 y la destitución por el camino de todos los miembros del Tribunal Constitucional que se habían pronunciado en contra. Tras la polémica decisión, el Gobierno se embarcó en una segunda ola autoritaria: cerró canales de televisión, intimidó a los opositores y persiguió a todo aquel que se atreviera a denunciar las sistemáticas violaciones de los derechos humanos que cometían las Fuerzas Armadas. Como si se tratase de un siniestro déjà vu, el país parecía haber vuelto al año 1992, aunque en esta ocasión el apoyo de la población al Gobierno ya no estaba tan claro. La economía peruana ya no era aquella que había crecido el 8% entre 1993 y 1995; por el contrario, Perú crecería a poco más del 2% entre 1996 y 2000. Fujimori se enfrentaba a sus contradicciones. Por un lado, los sectores populares, en muchas ocasiones grandes valedores del Gobierno, pedían un tipo de política económica diferente al ajuste y a la apertura comercial. Por otro, los organismos financieros internacionales presionaban para seguir la línea habitual. Además, las Fuerzas Armadas querían continuar con su política de carta blanca y los inversionistas pedían cierta seguridad jurídica. Sencillamente, no se podía contentar a todo el mundo.




Variación del PIB peruano entre los años 1992 y 2009. El gráfico muestra los éxitos y fracasos económicos de Fujimori. Fuente: Revista de Ciencia Política

En este enrarecido clima fue la figura de Alejandro Toledo la que logró aglutinar el no a la reelección en unas elecciones marcadas por la polarización y unas más que justificadas acusaciones de fraude por parte de la oposición. Tanto fue así que finalmente el propio Toledo renunció a presentarse a la segunda vuelta y Fujimori quedó como único candidato el 28 de mayo del 2000.
Sin embargo, a estas alturas el régimen ya estaba herido de muerte. Solo faltaba un último gran escándalo para apartar a Fujimori y los suyos del poder, y este vino de la mano de Vladimiro Montesinos, sin duda el más cercano de todos los asesores del presidente. Montesinos, filmado mientras sobornaba a varios congresistas opositores, desató la tormenta política perfecta. Las imágenes confirmaban lo que una gran parte de los peruanos ya sospechaba: el Gobierno estaba hundido en la más absoluta corrupción. En los dos meses siguientes, previos a la caída definitiva de Fujimori, el país fue escenario de las más esperpénticas escenas. Primero los peruanos tuvieron que lidiar con un Fujimori que se negaba a tomar medidas contra su asesor. Luego, en una inesperada vuelta de tuerca del caso, una mañana el país despertó con la noticia de la espectacular huida de Montesinos. Por último, en un extraño final a toda una década, los peruanos tuvieron que ver cómo era su propio presidente quien huía a Japón sin intención alguna de volver.




Estos fueron los pasos seguidos por Alberto Fujimori en su huida a Japón. Fuente: Crónica Viva

El 20 de noviembre del año 2000 el Gobierno de Fujimori llegaba a su fin, aunque los fujimoristas aún no habían dicho su última palabra.
Para ampliar: La década de la antipolítica, Carlos Iván Degregori, 2000
Fujimorismo sin Fujimori: de Alberto a Keiko
Más adelante llegaron los juicios y las condenas por crímenes contra los derechos humanos, apropiación indebida de fondos públicos, enriquecimiento ilícito y sobornos. Sin embargo, el fujimorismo nunca abandonó Perú; más allá de sus seguidores, el movimiento transformó todo el sistema político nacional. No es casualidad que ya no existan grandes partidos políticos en el país —desaparecieron todos durante la década de los noventa— o que siga prevaleciendo un claro estilo personalista en la política peruana, una especie de relación directa entre el líder y el pueblo. En definitiva, incluso el sistema legal ya no volvió a ser el mismo; hoy en día aún impera aquella Constitución de 1993.




Algunos de los delitos imputados al expresidente Fujimori. Fuente: La Razón (Bolivia)

El apellido Fujimori no abandonó los titulares y, cuando quedó claro que Alberto no podría evitar por más tiempo pagar sus cuentas con la justicia, allí estaba su hija Keiko, lista para recoger el testigo. Fue ella la que logró unificar de nuevo al fujimorismo creando primero Fuerza 2011 para las elecciones de ese año y más adelante Fuerza Popular, orientado a los comicios de 2016. Ambos partidos venían a recoger las principales esencias del régimen anterior, con programas orientados al ámbito de la seguridad —y duras propuestas penitenciarias—, a la economía neoliberal de libre mercado, a un gran sistema asistencial contra la pobreza o al eterno mantra de la tecnología y el trabajo. Aunque es probable que Alberto Fujimori acabe sus días conminado a cumplir condena entre rejas, es posible que al mismo tiempo acabemos viendo a otro Fujimori en la presidencia del Perú.


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Acerca de Adrián Albiac

Madrid, 1992. Graduado en Relaciones Internacionales por la Universidad Complutense de Madrid. Estudiante de Ciencias Políticas en la UCM. Participante en proyectos de cooperación en Serbia, Armenia y Marruecos. Twitter: @AdriHickey