Delibes y el fin del mundo




  por Sergio Fernández Riquelme





Todo tiene un final. Los hombres mueren, aunque nieguen esa palabra; nadie se lleva la riqueza a la tumba, aunque se atesore con avaricia; la injusticia podría acabar si un pueblo se dedicaba a ello; e incluso la magia del progreso se agota cuando la contaminación ya no se puede esconder. Mueren los hombres, pero permanece el Hombre en sus dramas y sus esperanzas. La muerte era, para Miguel Delibes [1920-2010] el desenlace inevitable y no siempre justo de una vida no siempre vivida: “al palpar la cercanía de la muerte, vuelves los ojos a tu interior y no encuentras más que banalidad, porque los vivos, comparados con los muertos, resultamos insoportablemente banales”.

Periodista de profesión que, desde su terruño castellano y con personajes humildes, escribió sobre el universo que le rodeaba, siempre de manera pesimista pero siempre reivindicando la justicia social (“mi pesimismo es una manera de estar en la vida” subrayaba), desde un cristianismo sin dogmas y un socialismo sin carnet. Afamado novelista de vocación desde La sombra del ciprés es alargada (premio Nadal en 1947) hasta Los Herejes (premio nacional de Literatura en 1998), conectó su vida y su obra al unísono. Un señor de provincias y orgulloso padre de familia, de hábitos aburridos en la urbe y ensimismado como casi todos con un imposible regreso a lo rural (“soy como un árbol que nace y crece donde lo plantan” escribía en su primera novela). El gran narrador español que dio voz a existencias cotidianas y a injusticias recurrentes, a humildes ciudadanos y a dramas escondidos, ya que “un pueblo sin literatura es un pueblo mudo” repitió una y otra vez Delibes.

Hijo de la Guerra de España, Delibes comenzó fabulando la vida, entre la realidad y la ficción, de los hijos de ese tiempo, sorteando no siempre con éxito la censura de la época. “Si fuera posible hacer un estudio médico de las personas que participamos en aquella terrible guerra – escribía Delibes- resultaría que los mutilados síquicos somos bastantes más que los mutilados físicos que airean sus muñones”. Personajes marcados por las ruinas del pasado, la miseria del presente y la apariencia del futuro; todos somos débiles, todos sufrimos, todos aparentamos, todos somos víctimas de los ideales de progreso de cada época y de cada lugar venía a decir Delibes: “mis personajes no son, pues, asociales, insociables ni insolidarios, sino solitarios a su pesar. Ellos declinan un progreso mecanizado y frío, pero, simultáneamente, este progreso los rechaza a ellos, porque un progreso competitivo, donde impera la ley del más fuerte, dejará ineluctablemente en la cuneta a los viejos, a los analfabetos, a los tarados y a los débiles“.

Personas tristes, por educación o por decisión. En su primera y exitosa novela, La sombra del ciprés es alargada (1948), a juicio del propio autor “la novela más triste del mundo”, la vida de Pedro constituye la lucha del protagonista contra el pesimismo aprendido, contras las normas rígidas, contra las murallas de una ciudad de Ávila que no protegían sino que encerraban, y sobre todo contra la sombra de una muerte (de ese Ciprés espectral) que marcaba a una generación y a un país (de un padre, de un amigo, en una guerra) en busca de la esperanza del amor y de la reconciliación. Comenzaba El Camino (1950) hacia el progreso en la España de posguerra, en el mundo moderno; Daniel el Mochuelo, que bien pudo ser él, marchaba a la ciudad dejando atrás la naturaleza de su infancia, las amistades inquebrantables, la cercanía de la enfermedad y de la muerte. Y llegaría hacía el mundo urbano y burgués de Mi idolatrado hijo Sisí (1953), donde el “perfecto ciudadano” Cecilio Rubes mimaba perfectamente a su único hijo tanto hasta convertirlo en un ser a su imagen y semejanza, individualista y egoísta necesariamente moderno (frente a sus vecinos idealistas); pero la muerte de ese hijo en la Guerra lo dejó aún más solo, reivindicando Delibes desde la dedicatoria la fraternidad familiar: “a mis hermanos Adolfo, Concha, José Ramón, Federico, María Luisa, Manuel y Ana María, en la confianza de que ocho hermanos unidos pueden conquistar el mundo”.

Seres solitarios en la gran o en la pequeña ciudad. Ese jubilado que encuentra La hoja roja (1959) en su librillo de fumador, esa hoja que le avisa que se acaba pronto su vida, que tiene las horas contadas; y que comienza a contar con avaricia las hojas que le restan en su “librillo de la vida” (como recuerdos y vivencias), tras perder a su mujer, a su hijo, a sus amigos, frente a una ilusionada criada que sueña con casarse con el mozo novio del pueblo. O esa viuda, Carmen Sotillo, que pasó Cinco horas con Mario (1966), con el cadáver de su marido recién fallecido recordando, a modo de inmortal monólogo, los problemas de convivencia de un matrimonio y de un país, aquello que se era y lo que se aparentaba en la sociedad de ahora y siempre, de lo que España fue y no llegó a ser. Pero un mundo burgués aparente y acomodado, lleno de envidias y rencillas, que en El príncipe destronado (1973) podía cambiar, como ese pequeño Quico que aprende a no ser el príncipe de la casa, como esa gran familia que supera junta los problemas del día a día.

Campesinos aún sometidos a la intemperie, a ese mundo rural idealizado en la imaginación de los niños y cruel, muy cruel, en la vida de los adultos. En Las Ratas (1962), un pequeño pueblo castellano alejado y atrasado es el escenario donde otro pequeño sabio y puro, El Nini, observa las miserias de los mayores y las injusticias de la España campesina. Agro hispano habitado por Los Santos Inocentes (1981), campesinos sin tierra humillados a diario (Paco el Bajo) por terratenientes sin compasión (el señorito Iván), y con niños grandes como Azarías. Donde El Tesoro (1988) encontrado en un monte enfrenta a los jóvenes arqueólogos en busca de la ciencia, a los pobres aldeanos que aspiran a un botín casi mítico, y a la administración codiciosa y prepotente que quiere todo el control. Y solo recordado en busca del Disputado voto del señor Cayo (1978), en un pueblo semiabandonado alejado del bullicio de la nueva España democrática y urbanizada.

Ciudadanos deshumanizados, al servicio de causas ajenas. Primero en la Parábola del naufrago (1969), obra satírica y experimental, simbólica y universal (más allá de la vieja Castilla) con trabajadores cuya vida se limitaba a sumar cantidades infinitas de números sin un sentido aparente y hombres transformados en animales que otros hombres tiroteaban sin piedad. El perito caligráfico Jacinto San José, considerado enfermo por su jefe don Abdón (amo supremo de la ciudad) al preguntarse por la finalidad de su mecánica labor y desterrado en un lugar que será su propia trampa; o su amigo don Genaro, un funcionario sumiso convertido en perro (literalmente) por la burocracia. Un ser humano, cualquier ser humano que pierde su libertad ante el consumismo o la autocracia:

“Así, poco a poco, Jacinto iba sintiéndose ajeno al mundo circundante, aislado como en un desierto, y se decía: “la Torre de Babel fue nuestra única oportunidad”; se decía Jacinto convencido, y pensaba que una mirada o una mueca comportaban mayores posibilidades expresivas y constituían un vehículo de comunicación más sincero que un torrente de palabras, puesto que las palabras se habían vuelto herméticas, ambiguas o vacías al perder su virginidad”.

Después en la parábola de Las Guerras de nuestros antepasados (1976), donde el recluso Pacífico Pérez recordará su vida durante siete días a preguntas del médico del sanatorio penitenciario, el doctor Burgueño. Una vida de sumisión marcada desde su infancia, como la de su propio país, por la Guerra de sus antepasados: del padre (Civil), del abuelo (Africana) y del bisabuelo (Carlista). La obsesión familiar (y nacional) por participar y emular las glorias pasadas (soldados rasos que creían haber salvado un imperio y abuelos incapaces de superar los traumas del frente) que lleva al protagonista, un joven inocente y pacifista, a ser un guerrero más, a ser tan competitivo (“sangra o te sangrarán” le recordaba su padre), que aunque deseaba la soledad de la prisión se ve obligado a escapar de la misma y cometer otro absurdo crimen final.



Todos estos protagonistas eran parte de algo universal, producto de un tiempo que no podían cambiar; campesinos y burgueses castellanos que representaban la sociedad de su época, en el viejo terruño y en la magnética ciudad. “Son seres humillados y ofendidos -la Desi, el viejo Eloy, el tío Ratero, el Barbas, Pacífico, Sebastián…- que inútilmente esperan, aquí en la Tierra, algo de un Dios eternamente mudo y de un prójimo cada día más remoto. Estas víctimas de un desarrollo tecnológico implacable buscan en vano un hombre donde apoyarse, un corazón amigo, un calor, para constatar a la postre, como el viejo Eloy de “La Hoja Roja”, que “el hombre al meter el calor en un tubo creyó haber resuelto el problema pero, en realidad, no hizo sino crearlo porque era inconcebible un fuego sin humo y de esta manera la comunidad se había roto”.

Y su último protagonista, Cipriano Salcedo, fue El Hereje (1998) arquetípico ante la intolerancia de uno y otro lado del espectro ideológico (desde Valladolid en el siglo XVI), de una España que aún no cerraba las heridas del pasado. Un mundo hispano muy diferente al de los Estados Unidos, a los que dedicó USA y yo (1966), recopilación de las crónicas de su estancia para El Norte de Castilla, y en la cual describía la mentalidad protestante y capitalista en la gran potencia mundial, subrayando la insolidaridad y el miedo a la muerte tan presente en la vida diaria del país (desde la laxa vida familiar al potente ideario de líderes y emprendedores que lo impregnaba todo).

Pero en todas sus obras, frente al progreso inevitable y el ocaso rural resistían personas puras, conectadas mágica y solitariamente a una naturaleza adánica. El Tío ratero que se negaba a abandonar la cueva donde vive, el Nini que criaba a un zorro, Pacífico que sufre cuando se podaban los árboles, Azarías que daba de comer de su mano a su “milana bonita“. Delibes defendió siempre al más débil, incluso al nasciturus al que negaba su derecho natural a nacer los que denunciaba como falsos progresistas (en su artículo Aborto libre y progresismo de 2007).

Y ese mundo de progreso también llegaba, o llegaría a su fin. Delibes, como profeta incomprendido, atisbó Un mundo que agoniza (1979) tan presente a día de hoy: el consumismo masivo, la despoblación del mundo rural, la deshumanización de la técnica, las amenazas al medioambiente. Un legado herido de gravedad, y con un destino que si no podíamos preverlo aún estaba en nuestras manos salvarlo, convenciendo al vecino de que se sacrificara para impedir, por ejemplo, el calentamiento del planeta. El progreso era posible y necesario, decía Delibes, pero siempre cuidando las raíces que permitían el crecimiento del árbol de la vida:

“El hombre, obcecado por una pasión dominadora, persigue un beneficio personal, ilimitado e inmediato y se desentiende del futuro. Pero, ¿cuál puede ser, presumiblemente, ese futuro? Negar la posibilidad de mejorar y, por lo tanto, el progreso, sería por mi parte una ligereza; condenarlo, una necedad. Pero sí cabe denunciar la dirección torpe y egoísta que los rectores del mundo han impuesto a ese progreso”.

Por ello nunca habló de la moderna ecología; siempre reivindicó la naturaleza de verdad. Frente a la etiqueta ecológica urbana, que permitía esconder el consumismo y justificar el asilamiento suicida del mundo rural, defendió lo natural y tradicional; terreno a la vez cruel y hermoso, como la vida misma, perfectamente conocida por un cazador respetuoso del medio ambiente pero acusado de simple asesino por los que nunca han vivido en el campo, y al que dedicó Diario de un cazador (1955), La caza de la perdiz roja (1963), El libro de la caza menor (1966), Con la escopeta al hombro (1970), La caza de España (1972), Alegrías de la Caza (1977) y Aventuras, venturas y desventuras de un cazador a rabo (1978).

Y ulteriormente le tocó escribir del fin de su mundo, del eclipse de su arte creativo (que se agotaba) y sobre todo de la muerte de Ángeles (quién le apoyaba); la madre de sus siete hijos, la mujer que pintaba de rojo (su vida) su eterno universo gris (su pesimismo), la esposa a la que dedicó 17 años después de su muerte, a modo de elegía, Señora de rojo sobre fondo gris (1991):

“Hay algún deseo mío de hacerle este homenaje a mi mujer. Siempre he tenido la sensación de que cuando se produce la muerte de un ser cercano quedo en deuda. En este caso, esa sensación era más fuerte, porque mi deuda era grande también. Y al tener su muerte demasiado encima no podía evocarla sin destruirme. Ha pasado el tiempo que yo creo que era necesario no para olvidar, sino para poder recrearlo sin venirme abajo”.