La burbuja de las series (políticas)

Rubén Sánchez Medero



Retorna Juego de Tronos, la serie de las series. La historia que inspira todo tipo de analogías y cuyas escenas siempre encuentran su reflejo en una maltrecha realidad que, lamentablemente, no suele estar a la altura de la ficción. Sin dragones, un ejército de inmaculados, enanos respondones ni un eunuco refranero, la política se muestra ciertamente decepcionante, y es que parece que nada está a la altura de las expectativas generadas por nuestras series de referencia. Culpa, principalmente, de esa obsesión que intenta explicar la política a golpe de guion televisivo, episodio a episodio. Esa apuesta por resumir toda la actividad política en un compendio de frases de nuestros personajes fetiche, sobre todo si son de algún malo oficial… un Lannister, un Underwood o el mismísimo Alister Campbell. La política española vive ensimismada inflando la burbuja de las series de televisión. Una burbuja que no es fruto de la altísima calidad de algunas producciones, auténtica edad de oro, sino del empeño que ponemos en verlo todo a través de esta óptica en un vano intento de soñar con algo más divertido que lo que vemos en el telediario.



En «No hay políticos como los de la tele, o sí» proclamamos nuestra rendición incondicional a las ficciones (las buenas ficciones). Esa rendición a la que contribuimos decididamente cada mediodía, y es que no hay nada a lo que la repetidísima Los Simpson no pueda dar respuesta, fuente infinita de sabiduría popular el pueblo de Groening. Tal es el fervor seriéfilo de los políticos, politólogos, asesores, tertulianos… que todo es explicado buscando la escena adecuada de la serie favorita (horas en el youtube hasta encontrar ese corte que nos da la razón y la satisfacción tuitera en forma de gif machacón), sobre todo si es de esas que la crítica aplaude al mismo ritmo que son descargadas desde Hugefiles o Mega. Las píldoras de sabiduría que reparte en cada escena Tyrion Lannister; las maléficas conspiraciones de Angela Channing, perdón, Frank Underwood; o ese Albert Rivera transfigurado en Birgitte Nyborg (o al revés, de tanto insistir algunos en la idea ya no recuerdo el orden)… un empeño tan estúpido el de encontrar las semejanzas de España con Dinamarca como considerar a Rick Grimes un experto en liderazgo (por Dios que le maten ya!), al bueno de Arby como un magnífico gestor de crisis o (El secreto de) Puente Viejo como el mejor reflejo del municipalismo español… Olé! Pero así de exigente es la burbuja de las series de televisión, y es que al final, todo encaja como en un gran puzle sideral.



Qué tiempos aquellos en el que los políticos, y allegados, buscaban explicación a la realidad a través de las sesudas reflexiones de los grandes pensadores… bien porque conocían sus obras, los menos, o porque recordaban las citas que acaban de leer en los tradicionales compendios de frases célebres, los más, con los que se regalaban (y regalan) una pátina de ilustre intelectualidad. Ahora resulta mucho más socorrido recurrir a la última ocurrencia de algunos de esos personajes tan esterotipados de Aaron Sorkin, gran escritor de primeras partes y malo de segundas, terceras (quizás por eso Studio 60 se conserva con tan buen recuerdo)… o David Simon, sin duda mucho mejor escritor que Sorkin pero con una incesante manía por prestar tanta atención a la periferia de sus historias que termina olvidándose del centro de la acción. Para qué leer a Maquiavelo cuando podemos disfrutar de ese descafeinado Fernando «el Católico» en Isabel, para qué repasar la Guerra de las Dos Rosas (y siguientes) cuando podemos apasionarnos con las batallas de los Lannister, Targaryen y Baratheon (qué pensaría Shakespeare, Lope o Moliere de R.R. Martin y su considerable retraso, editorial), para qué descubrir a los Chavs de Owen Jones pudiendo ver (y socializarse) con la familia Gallagher (a los que Jones cita como culpables de la estigmatización de la clase trabajadora británica), para qué tantas otras cosas… el tiempo es un recurso limitado y parece una tontería perderlo con lo mucho que se disfruta de una buena ficción en la placidez del sofá.


Debemos ser, sin duda, la generación (era, cultura… lo que ustedes prefieran) más gilipolllas de la historia de la humanidad. Antes los pensadores escribían obras fruto de la reflexión, algunas veces no lo suficientemente profundas, con las que inspiraban a hombres y mujeres que, en la medida de lo posible, trataban de aplicarlas y/o cambiar el mundo en el que se encontraban. Bien es cierto que en muchas ocasiones casi hubiese sido mejor dejar pasar la oportunidad de aplicar ciertas teorías o corrientes de pensamiento, no siempre se puede sacar pecho, pero al menos parecía que todo tenía algo un poco más de sustancia que un clip de youtube. Algo se ha trastocado de un modo irreversible, pues ahora parece que nos encontramos mucho más cómodos confiando en que un equipo de guionistas inspirados por los datos de un focus group de freakes devoradores de cubos de pollo frito del KFC nos diga qué pensar. Y del mismo modo que nos empeñamos en vivir a la altura de nuestros perfiles sociales, queremos que la política sea igual que en nuestras mejores series… queremos grandes asesores y suspiramos por Josh Liman, Kasper Llul, Eli Gold o el mismísimo sir Humphrey Appleby, aunque luego proliferen por doquier los bigotes y los nicolases… queremos políticos con los remilgos morales de Birgitte Nyborg aunque a la hora de la verdad se parezcan más al alcalde Tom Kane o al bueno de Frank Underwood… o que sean capaces de pronunciar un gran discurso a lo Jed Bartlet (si algo hace bien Sorkin es esto), un discurso que inspire a una gran nación como España, llena de españoles muy españoles y muchos españoles.

Este estúpido empeño por vivir en la ficción televisiva hace que la realidad se muestre ciertamente cruel, descarnada y francamente decepcionante. No existe Borgen, ni el Ala Oeste de la Casa Blanca, ni el 10 de Downing Street, ni el Departamento de Parques y Recreación de Pawnee y el Rey de la Noche no tiene ningún proyecto de regeneración democrática. Los consensos de Christiansborg también sirven para aprobar leyes regresivas, el despacho oval lleva años sin poder poner en funcionamiento ninguna iniciativa verdaderamente significativa, y lo más brillante que tiene el Prime Minister no son sus discursos sino el sol que ilumina sus offshore panameñas. En suma, lo que viene siendo un panorama de mierda. Quizás por ello, en lugar de aceptar la implacable tozudez de la realidad, seguimos inflando la burbuja de las series de televisión esperando que, algún día, los políticos estén a la altura de los personajes a los que aspiramos convertirlos. Aunque no conviene olvidar, como decía Machado, que tras el vivir y el soñar, lo más importante es el despertar.