Producir y distribuir









Enrique Mario Martínez










Desde la vida en las tribus más antiguas, los seres humanos saben que su calidad de vida está asociada a la capacidad que la comunidad a la que pertenecen tiene o puede desarrollar para extraer bienes útiles de la naturaleza o agregar valor a lo que extraigan u organizarse para implementar alguna tarea de interés general. En realidad hay dos problemas íntimamente vinculados: cómo agregar valor social a consecuencia del trabajo de todos y cómo distribuir los frutos de esa tarea.

Los conservadores siempre han conocido ese vínculo entre producción y distribución. Durante un muy largo período de nuestra historia, simplemente han sostenido que la propiedad del primer factor productivo argentino –la tierra– debía ser remunerado en primer lugar y lo que sobraba podía repartirse entre el resto de los compatriotas. Puro ejercicio de un poder arbitrario.

En un mundo más complejo, con un tejido industrial que apareció y se hizo denso a pesar de los dueños de los recursos naturales y no por acción de ellos, los reclamos de la nueva clase social –los trabajadores industriales sindicalizados– se contestaron siempre con un argumento que parece obvio: primero hay que producir y luego distribuir, porque no se puede distribuir lo que no existe. Sin embargo, esa frase encierra un sofisma perverso, porque la puja distributiva se plantea sobre un sistema que ya está produciendo; no sobre un escenario futuro ideal. Cuando se reclama una mejor participación en los ingresos para los que menos tienen, se trata del hoy y ahora, no del futuro. Hay una faceta de la defensa empresaria que debe ser analizada,sin embargo.Es cuando se señala que si la productividad mejorara, con ella lo haría la posibilidad de mejores salarios reales.

¿Qué cosa es la productividad? Es el valor agregado promedio por cada persona ocupada o, como variante, por cada persona en condición de trabajar.

¿De qué depende que la productividad media de un país mejore? Ante todo: depende de ser considerada un atributo social a estudiar, promover y cuidar entre todos.Lo que importa, en esencia, es que la eficiencia en la producción de bienes y servicios se disemine hasta el último rincón de la comunidad.

En segundo término, depende de la densidad de sus cadenas de valor, que deben tener actores nacionales en todos sus segmentos importantes. Los llamados enclaves de alta productividad en los países periféricos, por ejemplo, sean refinerías petroleras o explotaciones mineras, son pequeños cuerpos extraños que no alteran de modo significativo la eficiencia global de una sociedad.

Primera idea, en consecuencia: Una alta productividad está vinculada a una producción integrada y vinculada, entre lo agropecuario o minero y lo industrial; entre las grandes y las pequeñas industrias. La integración y la vinculación implican interdependencia, que una terminal automotriz dependa de sus proveedores locales y viceversa; que una aceitera dependa de los contratos de provisión con chacareros y viceversa.

En todo el mundo periférico esa interdependencia casi no existe. La hegemonía de las filiales de corporaciones trasnacionales en casi toda la producción industrial o en el comercio exterior de producción agropecuaria con nula o baja industrialización previa, establece fuertes asimetrías en la relación. Quien ensambla un auto no tiene mayor interés en tener proveedores nacionales cuando puede importar de asociados externos tradicionales. Quien exporta soja o harina de soja no tiene necesidad de esforzarse en tener relaciones armoniosas con los productores, cuando es el único canal de venta. De tal modo, se producen así dos fenómenos masivos que afectan seriamente la productividad:

a) Quedan fuera del país los segmentos de mayor valor agregado. Toda la I&D industrial, los componentes sofisticados de autos o electrónicos, etcétera.

b) Se reduce enormemente el incentivo para aumentar la eficiencia en las empresas pequeñas y en los trabajadores, si se percibe que el poder hegemónico en la cadena de valor es capaz de apropiarse de los beneficios que la mayor productividad genere. Como alternativa, se busca el beneficio en algún espacio que permita reducir la competencia, reproduciendo a escala pequeña la relación de extracción de renta que llevan adelante las corporaciones en otra escala.

Algunos números ayudan a dar forma al concepto. Entre 2001 y 2011 la productividad media aumentó un 10 por ciento. Sin embargo, el salario real medio en 2011 aún era menor que en 2001. Quiere decir que los empresarios no sólo no distribuyeron el beneficio de la mayor productividad sino que –vía la devaluación de 2002 y la inflación reciente– se apropiaron de parte de los ingresos de los trabajadores.

Si la mayor productividad aumenta sólo la renta de algunos, ¿por qué esforzarse en conseguirla?

Un país –en rigor toda una región– que se estructuró en cadenas desequilibradas, primero con el dominio exclusivo de los dueños de la tierra, al cual se le sumó luego y lo remplazó en buena medida el dominio de las filiales de multinacionales, debería tener menor productividad global que los países centrales.

Es así. Argentina no es diferente de Méjico, por ejemplo. Ambos países tienen casi igual productividad media pero a su vez ésta es el 28/30% del valor de Estados Unidos, Australia, Italia, Francia o Alemania, países que tienen diferencias entre sí que no superan el 10%. Repito: la productividad media del mundo central es más de 3 veces la de países líderes de América Latina. Y la tendencia sigue. Corea del Sur tiene el mayor aumento de productividad, con más del 2% anual. Los países mencionados están entre 1.3 y 1.5%. Argentina en 0.8/0.9% anual.

Hay varios efectos negativos a destacar por esa diferencia. El principal es que en una economía globalizada, ninguna multinacional tenderá a pagar aquí salarios mayores al 30% de lo que paga en el mundo central y esa política fija automáticamente un techo para los salarios reales de toda la economía. La dependencia se muerde así la cola. Es causa y efecto de los bajos salarios, en un tránsito circular lamentable.

En definitiva el camino hacia una mayor justicia distributiva tiene dos senderos.

a) Discutir hoy cual es la distribución equitativa de la riqueza generada.

b) Establecer una política nacional masiva de aumento de la productividad y controlar con rigor la distribución de sus resultados. En un documento futuro se analizará a su vez cómo compatibilizar esa política con el intento de incluir a todos en el trabajo.

Todo lo anterior no es fruto de una mente afiebrada. Corea del Sur y Taiwan, por caso, salieron del fondo de la economía a través de crear sendos consejos nacionales de la productividad y el salario, que se ocuparon que durante 40 años – leyó bien: 40 años – el salario real media aumentara todo el tiempo, en una proporción casi idéntica al aumento de la productividad media.