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Argentina:restricción externa, inversión, productividad y demás limitantes estructurales y
Más allá de las disposiciones coyunturales para frenar la enésima
corrida contra las reservas del Banco Central, subsisten problemas
estructurales sobre los que será ineludible actuar, para que la
restricción externa no estrangule el crecimiento, con sus peligrosas
consecuencias sociales. En el promedio del primer quinquenio el crecimiento argentino rozó
el 9 por ciento anual y en el segundo no superó el 5 por ciento. Las
condiciones nacionales e internacionales hacen previsible que los
próximos años incluso estén por debajo de esa última cifra. Que no haya
una marea que haga subir todos los botes, como en los primeros años,
cuando era posible compatibilizar las ganancias extraordinarias del
capital con las mejoras de la ocupación y del salario, obliga a discutir
sin más dilaciones el modelo de acumulación de capital y a actuar sobre
las vertientes centrales de la reaparecida restricción externa. Hace
dos años, cuando el precio del barril de petróleo superó los cien
dólares, el gobierno empezó a prestar atención al peso de los
combustibles sobre la balanza comercial. A partir de entonces el saldo
energético pasó a ser negativo. La respuesta fue la recuperación de YPF,
en lo que Kicillof tuvo un rol central. Pero si se observa el cuadro
que se publica en esta página, elaborado por el Centro de Investigación y
Formación de la República Argentina (CIFRA), el equipo de investigación
económica social de la CTA, coordinado por Eduardo Basualdo, se
apreciará que el déficit energético, que en 2012 fue de 2.500 millones
de dólares, palidece ante el del complejo automotriz, que es casi del
doble, y el del sector de bienes de capital que apunta a triplicarlo.
Entre los tres, devoraron tres cuartos del superávit comercial de 2011 y
la mitad del de 2012. El consumo suntuario, que será mejor gravado, y
el turismo, son otras tantas vías de la hemorragia que requieren
acciones prontas. Tanto el cuadro de situación automotriz como la
tecnología del destornillador implantada en Tierra del Fuego, reflejan
la enorme extranjerización de la economía argentina. Con una integración
de partes nacionales que apenas excede del 20 por ciento, el complejo
automotriz arrojó en 2012 un desequilibrio de 4400 millones de dólares,
que llegó a 6850 millones en el caso del sector de bienes de capital. La
industria automotriz fue un gran dinamizador de la producción, el
empleo, las exportaciones y el consumo, pero no puede seguir siendo por
tiempo indefinido el principal motor del crecimiento. Peor es el cuadro
de Tierra del Fuego: su déficit es mayor, los niveles de empleo son
menos significativos y no han tenido éxito los intentos de avanzar en la
integración de partes nacionales, aún las más elementales. Los
armadores de la isla aceptaron adquirir tornillos nacionales, pero luego
los tiraron en vez de colocarlos en los productos, ante la amenaza de
los proveedores de cancelar el trato. Esto encarece los precios en vez
de reducirlos y debilita el argumento de quienes creen posible pasar de
la maquila a la industria nacional, entre quienes no se cuenta Kicillof.
Es ostensible la dificultad de compatibilizar los lineamientos
generales del nuevo ministro con estas políticas de la ministra de la
Industria Automotriz Débora Giorgi. Que las tasas chinas sean cuestión
del pasado tiene, entre tantas desventajas, un beneficio colateral. No
sólo es más difícil armonizar los intereses de capitalistas y
trabajadores, también pone en conflicto a sectores del capital entre
ellos. Un ejemplo que no debería reducirse a su carácter anecdótico fue
la convocatoria de la AEA (la entidad de lobby de los mayores grupos
económicos locales, siempre ávidos de una devaluación) que desató una
crisis interna en la UIA (donde están representadas las empresas
extranjeras, con preponderancia en los servicios, anclados al mercado
interno). Esta división entre los sectores dominantes (con la excepción
de Techint, que siempre se las ingenia para quedar a ambos lados de la
línea, presentándose ya sea como transnacional o como paradigma de la
industria nacional) abre espacio para la afirmación de un proyecto
propio que, como proclamó Cristina, implique el resurgimiento del
aparato productivo. En las actuales circunstancias, la soberanía
industrial sólo se entiende como una meta hacia la cual dirigirse.