El poder de los anteojos de sol


Los anteojos de sol, ya no son una moda. Llegaron se quedaron y otorgan un poder interesante.

Cuando miramos televisión podemos ver a los actores y actrices sin ser vistos (por ellos y por ellas). Entonces, hacemos comentarios, expresamos admiración, odio, rencor, violencia, lanzamos valoraciones, críticas, opiniones… sin ser vistos ni oídos, Según el novelista Javier Marías, éste es el secreto del éxito de la televisión.

Las personas a las que vemos sin ser vistos por ellas (y sobre las que opinamos, a las que criticamos, con las que nos comparamos) no existen. Por ejemplo, Alex, la obrera-bailarina de la recordada película Flashdance, no existe en la realidad. Quien existe es la actriz Jeniffer Beals, pero de ella no sabemos casi nada al ver a Alex en la película.

Más. Cuando Jeniffer Beals actúa unos pocos minutos como Jeniffer Beals en Caro diario, el genial largometraje de Nanni Moretti, tampoco es, en realidad, la Jeniffer a quien conocemos en esa breve escena en las calles de Roma. Aunque ella responda al nombre de Beals cuando el actor-director la interpela, en uno de los momentos más desopilantes de la película, en realidad todo sigue siendo ficción.

Algo parecido pasa en los reality shows, que han ganado hoy presencia invasiva en la vida de tanta gente masificada: los protagonistas de esos programas televisivos no dejan de ser actores. No forman parte de nuestras vidas (y nosotros, mucho menos de las de ellos); en verdad, de reality tienen muy poco.

De todos modos, los supuestos más importantes, más interesantes, más jugosos y, acaso, más graves y peligrosos del poder de ver sin ser visto, se dan cuando uno mira a personas reales.

Los anteojos de sol son un arma imprevisible, como todas las armas, Permiten, enfocar, sin ser visto. Hace unos años, un amigo me dijo que me quería presentar a su novia, con la que había decidido casarse al poco tiempo de conocerla. La chica no se sacó los anteojos de sol durante todo el rato que compartimos los tres al mediodía, en un café. En suma, no pude conocerla demasiado.

Pero en un momento, no sé bien por qué, se bajó ligeramente los lentes hasta la punta de la nariz y miró a una persona que pasaba. Fue un instante. Ahí pude conocerla algo más. Hasta ese incidente, sus anteojos negros no sólo le permitían a ella escrutarme sin ser vista (por mí); además, me impedían –a mí– mirar a los ojos de la amada de mi amigo, con quien había decidido (mi amigo) compartir el resto de su vida, para tratar de conocerla (yo) un poco más; o mejor. Tuve que esperar unos meses y después la pude conocer “desenmascarada”.

Tal vez lo mejor sea, como hace sin querer queriendo el Fantasma de la Opera, dejar que una bella dama nos saque el antifaz y descubra que se aplica a todo desenmascarado aquello que Jane Austen pone en boca de Elizabeth Bennet en Orgullo y prejuicio: “La impresión que uno se forma de una persona mejora cuando se lo observa mejor y más de cerca”…

Lo cierto es que le permite al ya desenmascarado ver mejor a su amada Christine y, a ella, verlo mejor al ex Fantasma, en ambos casos una y otro siendo vistos por el otro.

Seguramente, si se trata de amor –o, por lo menos, de construir una comunidad en la que den más ganas de vivir– los anteojos de sol y las máscaras afines deberán encontrar su lugar en el destierro.

Habrá que quitarse la careta por amor, como cantaba Zas, aguantarse el sol y, así, dar un paso más en pos de la supervivencia.