En su último informe sobre tendencias mundiales, el Consejo Nacional de Inteligencia de Estados Unidos menciona entre los peligros potenciales para la seguridad hemisférica el “indigenismo militante” asociado al antiamericanismo.
Por Luis Esteban González Manrique
En muchos países latinoamericanos la proliferación de nuevos “actores armados” se vincula a una progresiva organización de grupos étnicos que reclaman una mayor cuota de autonomía territorial y política. En Bolivia, el Movimiento al Socialismo (MAS) de Evo Morales, en Ecuador la Confederación de Nacionalidades Indígenas (Conaie) y en el Perú el Movimiento Etnocacerista (ME) denuncian la discriminación étnica de “naciones originarias”. Incluso en Venezuela algunos sectores del chavismo hablan de una supuesta lucha de la oligarquía contra mestizos y mulatos. La analista venezolana Elizabeth Burgos define el proceso “bolivariano” como un “nacional-populismo-etnicista con rasgos neofascistas”, una especie de racismo invertido que Chávez promueve como parte de su revolución continental. Las consecuencias económicas podrían ser peligrosas si ese fenómeno pone en peligro la explotación de recursos naturales –gas, petróleo, oro…– en territorios donde la presencia de comunidades indígenas es importante.
En su último estudio sobre tendencias mundiales durante los próximos 15 años –Mapping the Global Future: Report of the National Intelligence Council’s 2020 Project–, el Consejo Nacional de Inteligencia (CNI) de EEUU, dedica muy pocas páginas a América Latina, pero su diagnóstico sobre la principal amenaza a la seguridad de la región es inequívoco: el fracaso de los gobiernos para encontrar soluciones a la pobreza extrema y a la ingobernabilidad podría alimentar el populismo, el indigenismo radical, el terrorismo, el crimen organizado y el sentimiento antiamericano. Por su parte, Dirk Kruijt y Kees Kooning, en su libro Armed Actors: Organized Violence and State Failure in Latin America subrayan que la proliferación de “actores armados” en la región obedece en parte a tensiones étnicas que están irrumpiendo violentamente en varios países, especialmente en el núcleo de los Andes centrales: Ecuador, Perú y Bolivia.
Algunos grupos rechazan la globalización, percibida como un fenómeno homogeneizador que mina sus culturas con un modelo económico basado en la explotación de las poblaciones indígenas y sus ecosistemas. Michael Radu, del Foreign Policy Research Institute, ha criticado la “parálisis” de Washington frente a la “creciente radicalización de los indígenas en la región andina”. A su vez, Michael Weinstein prevé un nuevo “ciclo de inestabilidad” en los Andes centrales cuyas señales son “marchas masivas de protesta, bloqueo de carreteras, toma de instalaciones oficiales, rebeliones regionales, desarraigo de los gobiernos e intentos de los gobiernos para extender anticonstitucionalmente sus poderes”.
Nacional-populismo-etnicista
Algunos de los protagonistas políticos son la Confederación de Nacionalidades Indígenas (Conaie) de Ecuador, el Movimiento Etnocacerista (ME) de los hermanos Ollanta y Antauro Humala en el Perú, el Movimiento al Socialismo (MAS) del líder cocalero boliviano Evo Morales y el Movimiento Indigenista Pachacutik del dirigente aymara Felipe Quispe, que busca la fundación de un Estado quechua-aymara en el sur peruano y el norte boliviano al que denomina “Collasuyo”, el nombre de la región durante el imperio incaico. El discurso de Quispe y Antauro Humala es abiertamente xenófobo contra los criollos, en una suerte de racismo invertido. En Bolivia las manifestaciones más violentas se han registrado en las comunidades de inmigrantes quechuas y aymaras asentadas en El Alto, un suburbio superpoblado de La Paz, que conserva la fuerte cohesión originaria de las comunidades rurales, que le da una capacidad organizativa muy eficaz para bloquear carreteras, paralizar los mercados e incluso emboscar patrullas policiales y militares. A este escenario se han añadido las protestas campesinas de las más importantes zonas agrícolas –las Yungas y el Chapare– contra las campañas gubernamentales para erradicar los cultivos de coca.
En Sicuani, Puno, el departamento peruano limítrofe con Bolivia, el pasado 8 de abril Morales con otros diez diputados del MAS asistieron a la fundación de la versión peruana de su partido. En una entrevista con el diario chileno El Mercurio, Morales habló de la necesidad de “internacionalizar” el MAS promoviendo movimientos sociales antiimperialistas en toda la región andina. En Ecuador, la Conaie y su brazo político –el partido indigenista Pachakuti, que respaldó en 2000 el levantamiento del coronel Lucio Gutiérrez contra Jamil Mahuad– ha jugado un papel fundamental en las últimas crisis políticas.
Según Weinstein la movilización étnica toma la forma de la acción directa porque el segmento indígena de la población andina ha conservado sus vínculos comunitarios. La escritora venezolana Elizabeth Burgos incluye a Hugo Chávez entre los líderes “etnonacionalistas”, al caracterizar al proceso “bolivariano” como un “nacional-populismo-etnicista” fundamentado en el discurso de una Venezuela rota en dos mitades: una con un imaginario occidental y criollo y otra llena de ancestros mestizos y mulatos. Al definir la confrontación en términos casi raciales –‘No nos quieren. La oligarquía nos desprecia. Siempre se ha burlado de nosotros’– Chávez pulsa los resentimientos, acude a las diferencias y a las experiencias de rechazo. La historiadora Margarita López Maya dijo ante la Asamblea Nacional en agosto de 2004 que con el chavismo está emergiendo un país “de ancestros mulatos y mestizos” que estaba escondido y silencioso.
El Jornal do Brasil, abierto partidario de Lula da Silva, editorializaba que: “Venezuela se ha convertido en el primer motivo de desacuerdo entre EEUU y Brasil. Chávez tiene dinero y está lejos de ser inofensivo (…) pretende encontrar un villano para justificar la creación de una milicia popular y armar a su ejército. La lista de ingredientes explosivos se engrosa porque al igual que Ecuador, Perú y Bolivia, Venezuela padece una lucha fratricida entre una elite blanca y una población pobre de origen mayoritariamente indígena y mestiza”. La mezcla de peronismo y guevarismo de Chávez es la confirmación de la fuerza del populismo que recorre toda América del Sur y que incluso podría terminar afectando a la Colombia de Uribe y al Chile de la Concertación.
El ex presidente boliviano Gonzalo Sánchez de Lozada acusó a Chávez de haber financiado el “movimiento indigenista y cocalero” que puso fin a su mandato. Evo Morales ha sido un asiduo visitante de Caracas, donde fue recibido en varias ocasiones por Chávez. Morales es un agitador que denuncia a las multinacionales y al imperialismo. Venezuela es el principal proveedor de crudo y gas en América Latina. Algunos analistas creen que Hugo Chávez podría estar utilizando a Morales y al MAS para que se invaliden las inversiones que puedan competir con Venezuela y vincular a Bolivia a su proyecto “bolivariano”. Evo Morales tiene cierto eco en Perú y Ecuador, países con condiciones parecidas a Bolivia.
Esas advertencias son tomadas muy en serio en Washington. La secretaria de Estado, Condoleeza Rice, declaró ante el Senado que la administración Bush “conoce muy bien las dificultades que Chávez está causando a sus vecinos”. En el Pentágono se cree que Chávez está usando el dinero del petróleo para intervenir en la política interna de sus vecinos y que está eligiendo para ello a los que tienen un tejido social más vulnerable, en algunos casos mediante métodos abiertamente subversivos.
La internacional “bolivariana”
En el Perú varios analistas han denunciado que Chávez dio apoyo –ideológico y quizá económico– al asalto de una comisaría en Andahuaylas el pasado 1 de enero de los 165 paramilitares del ME, en el que murieron cuatro policías. Al cabo de 36 horas Humala se entregó a las autoridades. Ha sido encarcelado en un penal de máxima seguridad mientras espera juicio. Tras el asalto la policía incautó a los “etnocaceristas” 110 fusiles de asalto, 50 granadas, 60 pistolas, cuatro vehículos y munición abundante. En su visita a Cuzco en diciembre de 2004 para la ceremonia de creación de la Comunidad Suramericana de Naciones, Chávez –que hizo un apasionado elogio del general Juan Velasco Alvarado (1968-1975)– fue vitoreado por los seguidores de Humala. El ME –que tendría alrededor de 4.000 militantes– reivindica el legado del gobierno de Velasco, a pesar de que éste nunca utilizó el nacionalismo étnico o el racismo. Sin embargo, el régimen velasquista oficializó el quechua e hizo de Túpac Amaru el icono de la “revolución peruana”.
La asonada de Humala para exigir la renuncia de Alejandro Toledo fue ejecutada al estilo de la de Chávez en 1992 y la de Lucio Gutiérrez en 2000: una insubordinación que les sirvió de antesala para su exitosa carrera política al poder. El eclecticismo ideológico de Chávez le lleva a apoyar movimientos que defienden una combinación de nacionalismo étnico y un populismo izquierdista pero que en el caso del ME utiliza profusamente una simbología fascistoide: uniformes, boinas rojas, banderas, estandartes con águilas y brazaletes, en una suerte de identificación entre el uniforme y la “raza originaria”. El asalto de Humala fue anticipado por analistas que advirtieron de una organización paramilitar que reclamaba la “globalización de la guillotina contra los corruptos”. En octubre de 2000 los hermanos Humala encabezaron un levantamiento abortado contra el gobierno de Alberto Fujimori, poco antes de que éste huyera del país.
El gobierno de Valentín Paniagua amnistió a Ollanta Humala, que se reintegró en el ejército, pero su hermano Antauro se dedicó a organizar el ME, que pronto fue acusado de financiarse con el narcotráfico por su apoyo a las protestas cocaleras. El ME es algo parecido a una secta: dice defender un reconstituido “código moral de los Incas” y la memoria del mariscal Avelino Cáceres, un héroe de la guerra con Chile (1879-1883) que organizó milicias campesinas contra los invasores. El ME predica el odio de los cobrizos contra los blancos del Perú, Chile, EEUU e Israel, aproximadamente en ese orden. Nadie ha pedido la libertad de Humala, lo que revela su orfandad política, pero su discurso “etnonacionalista” revela las tensiones sociales larvadas del país. La cuestión racial no había formado parte del programa de ningún actor político. El ME ha sido el primero en hacerlo, aunque la Coordinadora Permanente de los Pueblo Indígenas del Perú ha denunciado en términos inequívocos la violencia preconizada por el ME.
Humala buscaba un baño mediático antes que un baño de sangre: protagonizar un acontecimiento que captara la atención pública en el comienzo de un año preelectoral y que permitiera una mayor visibilidad política para su eventual comparecencia electoral. El horror de la población ante los asesinatos de Andahuaylas llevó a Ollanta Humala, agregado militar de la embajada peruana en Seúl hasta diciembre de 2004, a tomar distancia del intento de su hermano de “presentar en sociedad” al etnocacerismo. Sin embargo, algunas encuestas dieron un alto nivel de apoyo (28%) al asalto de la comisaría.
Norberto Ceresole, el ideólogo
El parentesco ideológico entre Chávez, Humala y Morales tiene un antecedente común: el peronismo, expresión del ascenso de una fuerza popular nacionalista. Perón nunca ocultó su admiración por Mussolini y el fascismo italiano. Chávez se nutrió del peronismo a través del sociólogo argentino Norberto Ceresole, un personaje complejo y excéntrico que le asesoró durante varios años antes de que éste se deshiciera de él –entre otras cosas por su declarado antisemitismo– ordenando su expulsión de Venezuela en 1999. Ceresole murió en Buenos Aires en 2003 tras sostener que su expulsión de Venezuela se había debido a la “persecución judía”. En la fórmula de Ceresole, publicada formalmente en Madrid en 2000, se establece que el caudillo garantiza el poder a través de un partido cívico-militar, en un modelo que denomina “posdemocracia”. A largo plazo, según Ceresole la integración “bolivariana” del continente conduciría a una Confederación de Estados Latinoamericanos en la que las fuerzas armadas tendrían las riendas del desarrollo económico, social, político y de la seguridad del continente.
Chávez jamás ha renunciado a la simbología castrense. Según El Universal de Caracas, más de 100 militares, en su mayoría activos, ocupan cargos directivos y de confianza en las empresas estatales, en servicios e institutos autónomos y nacionales, fondos gubernamentales, fundaciones y comisiones especiales. En las elecciones regionales de octubre de 2004, 14 de los 22 candidatos oficialistas designados por Chávez provenían de las filas militares. Según Chávez: “Cuando hablo de revolución armada no estoy hablando de metáforas; armada es que tiene fusiles, tanques, aviones y miles de hombres listos para defenderla”. Venezuela tiene ya más oficiales que México y Argentina juntos y 120 civiles han sido juzgados por tribunales militares. Ese esquema no funcionaría sin el petróleo.
El eje Caracas-La Habana
Roger Noriega, subsecretario de Estado para asuntos hemisféricos, ha declarado que a EEUU le preocupa la posibilidad de que los 100.000 fusiles AK que Venezuela comprará a Rusia terminen en manos de “grupos criminales, milicias o guerrillas”. Chávez dice que se entregarán a “unidades populares de defensa” que responderán directamente al presidente, en una estrategia que los opositores atribuyen más a una intención de control político interno que a una amenaza militar exterior real. Chávez no va poder garantizar que esas armas no terminen en manos indeseables. Venezuela tiene miles de kilómetros de fronteras poco resguardadas por las que podrían filtrarse esas armas, como ocurrió en Centroamérica con el armamento que fluyó a esa región durante los años 70 y 80.
En su visita al Foro Social de Porto Alegre, Chávez advirtió que considerará cualquier ataque contra Cuba como un ataque a Venezuela. El eje Caracas-La Habana completa el complejo escenario de la nueva situación estratégica de la región y del surgimiento del “etnonacionalismo” como uno de sus factores principales. Tras la derrota del sandinismo en Nicaragua, Fidel Castro pareció conceder una tregua a un continente en gran parte pacificado. Pero Chávez –al que Castro recibió en 1995 con honores de jefe de Estado pocos días después de ser excarcelado por el gobierno de Rafael Caldera– parece haberle devuelto las esperanzas de cumplir el sueño del Che: con el petróleo venezolano –dijo Castro a Régis Debray en 1962– la revolución continental sería cuestión de meses.
A cambio del crudo venezolano, Cuba envía alfabetizadores, asesores culturales, deportivos y médicos que realizan labores de proselitismo político, a los que se unen los servicios comunitarios a cargo de las guarniciones militares venezolanas. Chávez tiene además una ventaja: su poder es fruto de un proceso democrático. Según un antiguo funcionario del Departamento de América del Comité Central del Partido Comunista: “Fidel no quería cometer el mismo error que en Chile; él ahora hace todo de manera legal”.
La estrategia tiene múltiples frentes. Las repetidas visitas de Chávez al Foro Social Mundial de Porto Alegre han tenido la obvia intención de utilizarlo como una plataforma de propaganda política. El Movimiento Sin Tierra de Brasil ha propuesto al comité internacional que organiza el Foro que en 2006 la sede sea en Caracas, lo que ha agudizado las diferencias entre quienes creen que éste debe ser un espacio plural y quienes creen que debe organizarse como una especie de partido político global.
La línea más radical, integrada entre otros por el periodista español Ignacio Ramonet y el escritor paquistaní Tarik Alí, defienden la cita en Caracas como un gesto de respaldo del “altermundismo” a Chávez. Tarik Alí dijo en Porto Alegre que “en Irak está la resistencia armada y en Venezuela la resistencia democrática al imperialismo”.
Esas tensiones se inscriben en un marco geopolítico: el presidente colombiano Álvaro Uribe y el peruano Alejandro Toledo han estrechado sus lazos políticos y militares con EEUU mientras que, según el Washington Post, el gobierno de Chávez está gestionando compras de armamento en Rusia por valor de 5.000 millones de dólares, incluyendo una flota de 40 helicópteros y caza-bombarderos Mig-29 de última generación, y ha comprado aviones Tucano a Brasil y fragatas y aviones de transporte militar a España.
Una dimensión continental
Chávez y Castro parecen haber percibido el potencial “revolucionario” de las reivindicaciones indígenas. Si bien los criterios usados en las definiciones étnicas varían de país a país, se estima que existen más de 400 grupos indígenas identificables en América Latina, con casi 40 millones de personas, que incluyen desde pequeñas tribus selváticas amazónicas hasta las macroetnias andinas quechua y aymara. México tiene la población indígena más numerosa de América Latina, alrededor de diez millones, pero representa solamente entre el 12% y el 15% de la población total. En contraste, los indígenas de Guatemala y Bolivia constituyen la mayoría de la población nacional y en Perú y Ecuador llegan casi a la mitad. Según estimaciones de la CEPAL y el BID, un 9% de la población total de la región es indígena, pero representa el 27% en el mundo rural.
Un estudio del Banco Mundial de 1994 concluyó que la relación entre un color de piel oscuro y pobreza no es casual: la pobreza entre las poblaciones indígenas y negras de América Latina es severa y persistente. A pesar de ser los más pobres entre los pobres –en Bolivia un 75% vive por debajo del umbral de la pobreza, un 79% en Perú, un 80% en México y un 90% en Guatemala– y de las dificultades para precisar los criterios censales que los definan, los últimos datos disponibles muestran que la población indígena tiende a aumentar. Las propuestas de estatutos que otorguen autonomía territorial a los grupos indígenas se extienden desde México a Chile, especialmente desde 1992, cuando con ocasión del V Centenario del Descubrimiento se realizó en Guatemala el primer encuentro regional de organizaciones amerindias. En Ecuador el partido Pachacutik obtuvo ese año el 11% de escaños en el Parlamento.
En México, el Frente Zapatista de Liberación Nacional (FZLN) ha lanzado una estrategia basada en la creación de gobiernos indígenas autónomos en 30 municipalidades, urgiendo a las demás etnias del país a imitarles para introducir los procedimientos “indígenas” para elegir y sustituir a sus autoridades. Incluso en países como Colombia y Venezuela, donde la población amerindia representa una reducida minoría, varios partidos indígenas han ganado posiciones en los parlamentos nacionales y los gobiernos locales. En Guatemala y el Perú ha habido poca o ninguna organización política étnica, probablemente por los traumas causados en sus recientes guerras internas, en las cuales sus comunidades fueron las principales víctimas. Sin embargo, algo ha empezado a cambiar: en octubre de 2002 organizaciones indígenas peruanas formaron el partido Llapansuyo (“todas las regiones” en quechua) con la presencia de delegaciones de los partidos Pachacutik de Bolivia y Ecuador. En Chile, los mapuches, que tienen una presencia significativa en la Patagonia (25% de la población en las regiones IX y XI), quieren obtener el mismo estatus legal que el pueblo Rapa Nui (polinesio) de la Isla de Pascua, al que el gobierno central ha concedido considerables facultades de autogobierno como “territorio especial”. Sólo Panamá ha concedido un territorio semiautónomo a una etnia indígena: a los kuna, desde 1925.
En 1989, la OIT aprobó la convención 169 como el estatuto de los derechos indígenas, en la cual los amerindios eran, por primera vez, referidos como pueblos, pero pocos países de la región la han suscrito. El caso boliviano muestra que el patrón de pacíficos avances electorales puede verse en peligro si no predomina una actitud más abierta al respecto. Un factor que inhibe las reformas políticas por parte de los Estados es el carácter supranacional de muchas de las etnias, como la de los quechuas, que abarca seis países desde Argentina a Colombia; los mayas o varias tribus amazónicas, cuyos territorios se superponen con las fronteras de Brasil y sus vecinos, lo que alimenta el temor a potenciales movimientos secesionistas.
Discriminación étnica
Uno de los grandes mitos difundidos por los nacionalismos latinoamericanos de todo tipo ha sido la virtual ausencia de discriminación racial entre sus ciudadanos y el mestizaje como paradigma de la composición étnica de sus sociedades. En los hechos, el racismo, disimulado o explícito, es una de los rasgos de la vida cotidiana y de la estructura socioeconómica más visibles en los países de la región. El problema es que al ser una realidad persistentemente negada, prácticamente ningún Estado se ha enfrentado el asunto.
La diferencia de clases es el argumento que más se utiliza para explicar la pobreza porque es el más simple: ofrece una coartada solvente para encubrir aspectos incómodos de las relaciones sociales. Esa estrategia de subterfugios más o menos velados, es casi indistinguible en los discursos oficiales desde México a Brasil. En ese complejo universo social, lleno de subterfugios y eufemismos, el racismo latinoamericano implica una discriminación no admitida que corresponde a unas sociedades que postulan un credo político igualitario pero que mantienen la desigualdad en los hechos. Se trata de un racismo emotivo, no ideológico o doctrinario. Sin embargo, desde la ola democratizadora de los años 80, el problema ha comenzado a ser abordado con menos prejuicios a medida que los pueblos indígenas se han convertido en actores políticos y sociales que exigen que las diferencias étnicas reales sean reconocidas social y jurídicamente.
En 1980 se creó el Consejo Indio de América del Sur (CISA) en Ollantaytambo, Cuzco. En los años 60 ese tipo de organizaciones apenas eran un puñado. En los 90 eran ya centenares: locales, intercomunitarias y regionales, con una intensa actividad internacional. En sus versiones extremistas iniciales articularon un discurso entre mesiánico y renovador que denunciaba a los partidos políticos, de izquierda y de derecha, por estar controlados por criollos. De ahí que incluso la revolución socialista fuese criticada como insuficiente y ajena; en todo caso, incapaz, por su origen étnico, de comprender y plantear adecuadamente el problema indígena. El énfasis en ese tipo de discurso se refleja en posturas como las de Demetrio Cotji, de la etnia kaqchiquel y catedrático en la Universidad San Carlos de Guatemala, que sostiene que cada quien teoriza según la etnia a la que pertenece en una “sociedad colonizada”; es decir, que si un marxista pertenece a la etnia dominante, pensará necesariamente en función de esa perspectiva.
Desde los años 80 las organizaciones indígenas comenzaron a realizar congresos, publicar manifiestos, dirigir peticiones a los gobiernos y a los organismos internacionales y, con mayor frecuencia, manifestaciones, marchas de protesta, ocupaciones de tierras y movilizaciones nacionales para protestar contra la depredación de sus tierras, exigiendo derechos territoriales, representación política y la preservación del medio ambiente. Las más importantes de esas luchas fueron las organizadas por la Conaie en Ecuador en 1990, 1993, 2000 y 2001, que prácticamente paralizaron el país y obligaron al gobierno a negociar cuestiones agrarias y reformas constitucionales. A escala internacional, su actividad logró que la ONU proclamara 1993 como el “Año Internacional de las Poblaciones Indígenas” y el “Decenio Internacional de las Poblaciones Indígenas”, que comenzó en 1995. La Comisión Interamericana de Derechos Humanos de la OEA comenzó a elaborar ese año un instrumento jurídico interamericano sobre derechos indígenas. El énfasis inicial en la idealización de un pasado mitificado dio paso a reivindicaciones más concretas, como el acceso a la tierra, al crédito agrícola, a la educación, la salud y la cooperación técnica. Según Stavenhagen, los derechos territoriales, es decir, el reconocimiento y la delimitación legal de territorios ancestrales, son imprescindibles para preservar “el espacio geográfico necesario para la reproducción cultural y social del grupo”. La Federación Shuar-Ashuar de Ecuador niega, por ejemplo, querer formar un Estado dentro del Estado, y defiende su participación dentro de la sociedad ecuatoriana desde sus propios valores culturales, territorio y sistema político organizado.
Probablemente nunca ha habido sociedades totalmente homogéneas en términos raciales, lingüísticos o religiosos. Y mucho menos en América Latina. Los mapas étnicos no coinciden con los lingüísticos, ni la voluntad de los ciudadanos con las formaciones históricas de los Estados nacionales: la realidad multicultural presenta una imagen de múltiples estratos que se superponen y confunden. Cualquier nuevo Estado entraría inmediatamente en conflicto con minorías irredentas que se sentirían legitimadas a ejercer su propio derecho a la autodeterminación. El principio de los derechos colectivos, in extremis, tendría que aceptar la legitimidad de la autodeterminación de todas las unidades sociales, por pequeñas que fueran y segregarlas, en uno u otro sentido, en una miríada de cantones étnicos.
Conclusiones: Como en otros terrenos, Brasil está tomando la iniciativa a través de medidas de discriminación positiva, siguiendo el modelo de la affirmative action de EEUU. Con una población de origen africano mayor que la de cualquier otro país americano, el gobierno de Lula da Silva ha decidido disminuir las desigualdades sociales estableciendo cuotas raciales para el acceso a universidades y las administraciones públicas. Lula está empeñado en reexaminar la noción idealizada de Brasil como una armoniosa “democracia racial”, obligando a la sociedad a enfrentar la realidad de la exclusión social. Entre los negros (pretos) y mestizos (pardos) –más de un 50% de la población se define de ese modo– la tasa de desempleo duplica a la de los blancos que, además, ganan un 57% más que los brasileños no blancos que trabajan en el mismo campo. Los pardos y negros tienen también mayores índices de delincuencia y un 50% menos de posibilidades de tener agua potable en sus hogares.
Cuatro de los ministros de Lula son negros, incluyendo el de la recién creada cartera de promoción de la igualdad racial, y también ha nombrado al primer juez negro del Tribunal Supremo. Si el Congreso aprueba su proyecto de ley para la igualdad racial, las cuotas se aplicarán en todos los niveles de gobierno, incluso en la programación de televisión y las listas de candidatos de los partidos políticos. Desde el gobierno de Fernando Henrique Cardoso, tres ministerios federales y la municipalidad de São Paulo ya aplican una cuota del 20% de “afrobrasileños” en los principales cargos. La Universidade Estadual de Río de Janeiro ha sido la primera institución educativa que ha introducido la discriminación positiva en sus procesos de admisión: al menos un 40% de los estudiantes deben ser negros o pardos y un 50% provenir de escuelas públicas. En pocos meses ha conseguido a través de esas políticas duplicar y en algunos casos triplicar el número de sus estudiantes negros o mestizos en facultades como las de medicina, derecho e ingenierías.
Al mismo tiempo, las demandas judiciales de quienes se sienten perjudicados se han disparado. El problema para aplicar estas políticas en un país de 180 millones de habitantes en el que casi todos reconocen tener ancestros de diferentes razas es elemental: ¿quién es realmente negro, o blanco, o indio? ¿Es suficiente decir, como ahora, que uno es negro –o blanco– para serlo? ¿Debería existir una especie de tribunal racial que clasifique a las personas de acuerdo a un genotipo racial específico? El censo brasileño incluye cien clasificaciones determinadas por el color de la piel, algunas tan surrealistas como la de “café con leche”. América Latina sabe ahora que tiene un problema racial, pero está aún lejos de saber cómo resolverlo.
Luis Esteban González Manrique
Analista independiente de economía y política internacionales de Política Exterior y Dinero