Los límites que la política debería ponerle al marketing


El corresponsal de la agencia de noticias norteamericana Associated Press en el Berlín nazi, Louis P. Lochner, solía contar que el ministro de Propaganda, Joseph Goebbels​​, entretenía a las visitas pronunciando exaltados discursos, a favor de la monarquía, a favor de la república, a favor del nazismo o a favor del comunismo y al término de cada alocución, recordaba Lochner, uno se sentía irresistiblemente atraído por la causa que acababa de defender. Esta forma tan imaginativa de pasar las veladas era también una manera perversa de satirizar sobre la banalidad cínica de la propaganda adaptable a cualquier circunstancia desde la técnica de la hipocresía.

El ejercicio de oratoria impostada de Goebbels demostraba que se podía ser un mercenario ideológico y defender cualquier posición política con aparente convicción sin necesidad de creer en ella. Emilio Romero, director falangista del diario “Pueblo”, solía decir con una fingida dignidad que él no se vendía, simplemente se alquilaba. Es el fin de la política y, como consecuencia, los elementos trascendentes que han de ser sustantivos en una sociedad vertebrada mediante valores y modelos ideológicos diferenciados donde la ciudadanía pueda elegir entre auténticas alternativas como reclamaba Norberto Bobbio.

En este contexto, los técnicos de comunicación o marketing en el ámbito de la política, deberían tener unos espacios de actuación conceptualmente muy reglados y definidos, es decir, mejorar la difusión del mensaje político, pero no estructurar la estrategia política y mucho menos definir la misma política partidaria. Sin embargo, el desmayo ideológico, el abandono del sujeto histórico y la falacia de la transversalidad han propiciado que las ideas se hayan sustituido por ocurrencias y los valores por prejuicios. La política, vacía de contenido, deviene entonces en gestualidad vacía.