Sábados de furia en Francia

Por Juan Carlos Sánchez Arnau


El sábado 5 de enero Francia vivió otro sábado de furia, originado en las marchas y los incidentes provocados por los llamados “Chalecos amarillos”. Según la Policía, esta vez hubo en las calles de distintas ciudades de Francia, unos 50 mil manifestantes, más que la semana anterior pero un poco menos que los 52 mil efectivos de las distintas “fuerzas del orden” que el Gobierno puso en la calle para contener inútilmente, en algunos casos, los disturbios y desmanes callejeros. Todo comenzó a mediados de diciembre con marchas en diversos lugares del país, no todas del mismo origen, que fueron conectándose una con otra vía Internet y que terminaron expresándose en marchas en las principales ciudades de Francia (París, Lyon, Nantes, Marsella) de ciudadanos cubiertos con los “chalecos amarillos” que la ley exige que se coloquen los ciclistas y aquellos que deban reparar un vehículo en medio de una ruta.

En las manifestaciones resulta evidente la participación de tres categorías de individuos: aquellos que protestan, personas de una edad media que deben estar entre los treinta y los cincuenta años de edad, trabajadores o desocupados; los activistas de extrema izquierda y derecha, que enuncian slogans precisos y tienden a enfrentar a las “fuerzas del orden”, a veces con marcada violencia; y grupos de rateros que aprovechan la ocasión, para saquear locales comerciales.

Las primeras marchas fueron calmas demostraciones de protesta, algunas masivas, otras reuniendo solo unos pocos manifestantes, pero todas ellas, a medida que crecía el número de participantes, evolucionaron hacia la violencia y el pillaje. Hasta llegar, el sábado 2 de diciembre, a un verdadero sábado de furia.

Recorrer la zona cercana al Arco del Triunfo en la mañana del domingo 3 ofrecía un espectáculo difícil de imaginar en París. Cientos de motos y bicicletas quemadas conformando dantescas esculturas con sus restos; muchos autos dados vuelta y consumidos totalmente por las llamas; decenas de negocios con los cristales rotos y las veredas invadidas por los restos, muchos de ellos con signos evidentes del pillaje; las columnas con señales de tránsito arrancadas desde la base y tiradas delante de las vidrieras después de haber sido utilizadas como ariete para romper cristales y hundir persianas; los restos de improvisadas barricadas, quemados o aún humeantes; las grillas que rodeaban algunas de las residencias alrededor de la plaza de l’Etoile sacadas de cuajo para permitir el acceso a las mismas y varias de ellas saqueadas e incendiadas; las calles inundadas por el agua utilizada para apagar incendios; decenas de obreros municipales limpiando las calles, reuniendo los restos de los destrozos y cargándolos con camiones grúas; y de apresurados operarios cambiando cristales de las tiendas o reemplazando las rotas por grandes placas de madera. El aire gris de la mañana, parisina y lluviosa, olía a humo, con un olor que todo lo penetraba y que se imponía por encima de cualquier otra sensación. Y en el medio, el Arco del Triunfo, expresión como pocas de las glorias de un pueblo, mudo y herido por dentro, vandalizado…..y por una apartada calle cercana, de las que rodean a la gran plaza, un grupo de no más de veinte jóvenes, con los chalecos amarillos, puño derecho en alto, cantando “Aux armes citoyens…”.




Ese sábado es posible que la decisión política haya sido dejar hacer, poner en evidencia la violencia de los manifestantes y la presencia entre ellos de rateros y oportunistas listos a robar lo que estuviera a su alcance. El Ministro de Interior, declaró, sucesivamente, que la policía y las otras fuerzas que intervienen en estos casos habían sido desbordadas, y luego, que su preparación estaba especialmente dirigida a combatir el terrorismo y no los desmanes urbanos. A decir verdad, todas las filmaciones y lo que pudimos ver sobre el terreno, hablan de una ausencia de la policía o, en todo caso, de una intervención muy tardía, una vez que los destrozos estaban causados.

La segunda desmentida fue la acción policial del sábado siguiente: iniciada desde muy temprano, impidió la marcha sobre París de contingentes venidos desde otras ciudades, permitió detener activistas de la violencia conocidos, esperarlos allí donde convocaban a sus seguidores por las redes sociales e incautar armas improvisadas, especialmente cientos de bochas de metal utilizadas para el tradicional juego de bochas francés (la “petanque”). La marcha de los blindados y de los tanques lanza aguas por las grandes avenidas y las fuerzas destacadas en lugares estratégicos de la ciudad, impidieron el corte de tránsito del Periférico y llevaron las protestas fuera del centro de París. Así y todo, no faltaron los incidentes ni los desmanes, aunque mucho menores que el sábado anterior. Además, esa vez hubo más de mil trescientos detenidos y algunos líderes del movimiento fueron llevados inmediatamente delante de los tribunales.

Entre uno y otro sábado, los intentos del gobierno para calmar los ánimos han sido hasta aquí inútiles. Primero, prometió postergar el aumento de los impuestos a los combustibles, luego lo derogó; tomó una serie de medidas para alivianar el peso de tasas e impuestos sobre sectores vulnerables y aumentó algunos subsidios; convocó a una serie de reuniones con los representantes de las diversas tendencias de los manifestantes. Todo en vano: hace dos semanas atrás el movimiento parecía haber perdido fuerza, el último sábado volvió a crecer el número de manifestantes y reapareció la violencia. Y las encuestas pusieron en evidencia que, a pesar del repudio generalizado a los actos de violencia, o de las concesiones del Gobierno, las reivindicaciones de los “Chalecos amarillos” cuentan con cerca del setenta por cierto de apoyo y que la popularidad del Presidente Macrón, ha descendido al 27%.




Ahora bien ¿qué hay detrás de estas protestas? Veámoslo por partes. En primer lugar, un gran descontento social de un importante sector de la sociedad cuyos ingresos resultan insuficientes para mantener un tren de vida equivalente al de otros sectores sociales más favorecidos o al de los países vecinos. La economía francesa crece muy lentamente: 0,4% de crecimiento del PBI en el primer semestre de 2018, contra 0,8 del conjunto de la Unión Europea, incluyendo un 0,9% de Alemania o un 1,3% de España. De este modo no llega a crear puestos de trabajo suficientes para absorber una desocupación que hoy podría definirse de estructural: 9,1% de la población económicamente activa, por encima del 7,4% al que se había llegado en 2007, antes de la crisis. De nuevo, malos datos en comparación con el 6,8% de promedio de desocupación de la Unión Europea, el 4,1% del Reino Unido o el 3,3% de la vecina Alemania. Para colmo, y esto tiene mucho que ver posiblemente con el movimiento de los “chalecos amarillos”, la desocupación entre los jóvenes (15-24 años) llega al 20,1%, por debajo del máximo del 24,7% del 2009 pero en buena medida debido a que ha bajado la cantidad de jóvenes que buscan empleo. El otro dato que puede estar alimentando, desde la óptica del empleo este fenómeno, es la persistencia del desempleo de largo plazo (aquel de trabajadores que buscan empleo desde hace más de seis meses). Y a diferencia de lo sucedido en otros países europeos, la solución elegida en Francia para bajar la desocupación ha sido la reducción del número de horas de trabajo a 35 por semana, generando así una baja adicional de productividad que limita la competitividad internacional de las empresas francesas, ya afectadas por otras debilidades.

Segundo gran problema: la rigidez del gasto en los sectores de bajos ingresos. En Francia, el gasto fijo de las familias de esos sectores (alojamiento, energía, cotizaciones sociales, abonos, desplazamientos cotidianos), llegan al 60% del ingreso, contra un 30% de la media en el resto de Europa Occidental. Y entre estos gastos fijos han adquirido una particular relevancia los combustibles, debido al creciente uso del automóvil al que ha obligado un desarrollo inmobiliario descontrolado, que aleja la vivienda de los lugares de trabajo y que no resulta compensado por el crecimiento de la ya impresionante red de transporte público.

Tercer problema: la caducidad de los partidos políticos tradicionales y la falta de credibilidad de instituciones que, como los sindicatos, han tenido siempre un rol importante en la vida política francesa. El Partido Comunista, que llegó a ser el más importante de Europa Occidental, prácticamente ya no existe; el Partido Socialista, quedó casi desintegrado después de la última elección presidencial y lo mismo ha sucedido con los restos del “gaullismo” y de las corrientes liberales en las que se apoyaron los gobiernos de Chirac y Sarkosi, surgidos de aquel. Solo quedan en pie, la extrema derecha representada por el Frente Nacional (Le Pen) y una deshilachada extrema izquierda (Malechon) de muy pobre presencia electoral.




En este contexto político y económico, surgió Emmanuel Macron, como una esperanza de poder hacer frente a los problemas que genera este descontento. La cuestión es que, para poder lograrlo y cumplir con sus propios compromisos electorales, Macron tuvo que tomar un conjunto de medidas muy difíciles de aceptar por una sociedad acostumbrada a barrer los escombros bajo la alfombra (¿alguna similitud con nuestro país?). De modo que comenzó por modificar ciertas leyes laborales, en particular las que se referían al sector ferroviario y mantuvo su decisión a pesar de la fuerte resistencia que encontró. Siguió luego con una reforma fiscal mal explicada y peor aceptada, que incluía eliminar el impuesto a las grandes fortunas, para evitar la constante fuga de capitales hacia otros países con menor fiscalidad y reemplazarla, para compensar, por un impuesto inmobiliario que alcanza a amplios sectores de la clase media y media baja. La reacción de la oposición fue decidida: “Macron gobierna para los ricos”, aunque esa reforma tuviera por objeto retener los capitales en el país y así poder generar la inversión que, de otro modo, terminaría alimentando la capacidad competitiva de sus vecinos. Y para cumplir con sus promesas y con los objetivos del Compromiso de París en materia de reducción de las emisiones de CO2, estableció un impuesto a los combustibles que fue, en definitiva, el detonante del comienzo de las protestas populares.

¿Habrá otros sábados de furia? Difícil predecirlo. Nadie tiene en claro quién representa a los manifestantes, ni cuál es exactamente su programa, que va desde el que se vaya Macron, hasta la reforma de la constitución para que pueda haber referéndums obligatorios con solo setecientas mil firmas. El trasfondo, es un pueblo irritado por un conjunto de frustraciones e incertidumbres que se acumulan sin solución y que no se siente representado ni escuchado. Lo que implica agregar aún más incertidumbre, a la ya existente, sobre el resultado de las elecciones europeas de mayo próximo.