Un arquitecto japonés en un basural del conurbano

Taku Sakaushi trabaja en Buenos Aires

Por Ivana Romero



Taku Sakaushi es uno de los más exquisitos urbanistas del mundo. Su desafío es transformar “La Montañita”, un basural en el Partido de San Martín, en lugar de esparcimiento. Acompañado por unos veinte estudiantes (algunos japoneses) y docentes del Taller de Arquitectura y Urbanismo de la UNSAM, el hombre que se inspira en Borges para sus obras caminó por el territorio, explicó que las viviendas no son sólo un hecho estético y se puso a diseñar una solución para problemas habitacionales concretos.





Cuando era chico, Taku Sakaushi tocaba el violín con virtuosismo. Por eso su madre lo alentó para que se transformara en músico profesional. Su padre, un profesor de economía simpatizante de Karl Marx, no estaba del todo seguro. Menos cuando Taku, ya en edad universitaria, se paró ante él con las piezas de cerámica que había aprendido a modelar. “El arte es hermoso pero no es rentable. Te conviene estudiar una carrera rentable”, opinó. Sakaushi se convirtió en uno de los arquitectos más refinados del mundo.

Esto ocurrió en un barrio de Tokio un poco alejado del centro donde Taku podía jugar al beisbol. Esos terrenos ya fueron fagocitados por la construcción.

En Japón viven 126 millones de personas sobre unos 378 mil kilómetros cuadrados (para tomar una referencia, Argentina tiene 40 millones de personas en casi tres millones de metros cuadrados). Así que la problemática habitacional es un tema vital. La población no está dividida de modo equitativo sino que se apiña en las ciudades más importantes: Tokio, Yokohama y Osaka. También, Hiroshima y Nagasaki. No es casual que a mediados de los cuarenta Estados Unidos haya elegido estos dos lugares para arrojar un par de bombas atómicas que rasgaron al medio la historia nipona (y mundial). Cuando las tropas norteamericanas se retiraron en 1952, este pequeño país fue curando sus heridas –al menos, las materiales– y se convirtió en una de las grandes potencias del mundo. Lo primero que dirá Sakaushi, nacido en 1959, es que él es hijo de esa época de cambios drásticos.



Sin embargo, él no está pensando en sus orígenes. Ahora está parado sobre una montaña de basura de ocho metros de alto en una barriada popular del partido de San Martín, en la zona norte del Gran Buenos Aires.

Hace veinte años los camiones de una empresa de demolición empezaron a descargar toneladas de escombros ahí. Luego, desaparecieron. Sobre esa tierra dura creció la maleza. De allí a que la zona se transformarse en un basural, hubo un solo paso. En esa porción del Barrio Sarmiento viven unas dos mil personas y, como en todo asentamiento precario, la recolección periódica de residuos no abunda. Así que “La Montañita”, como la llaman los vecinos, fue creciendo a su antojo.

En sus bordes se multiplican pañales, bolsas de nylon, vidrios, papeles, restos de alimentos. Todo arde bajo un fuego perezoso animado por el viento, que sopla anunciando tormenta. El humo se diluye sobre las calles de tierra.



Sakaushi sube y se pierde arriba, entre los pastos. Al bajar, ni sus zapatillas ni sus pantalones claros tienen una mota de polvo.



¿Cómo llega un arquitecto japonés a escalar un basural del conurbano bonarense?



La respuesta hay que buscarla en los intercambios anuales que realiza el Instituto de Arquitectura y Urbanismo de la Universidad de San Martín con profesionales de distintos lugares del mundo.

En agosto pasado, Sakaushi fue uno de los invitados del Taller de Arquitectura y Urbanismo (TAU) que se realiza ese instituto de la UNSAM desde 2013. Durante una semana, se reúnen arquitectos y estudiantes pero también profesionales de otras disciplinas: científicos, matemáticos, sociólogos, economistas. A la par de conferencias y workshops, ellos piensan soluciones conjuntas para problemáticas habitacionales que afectan al territorio donde se asienta la universidad; especialmente, en la cuenca del río Reconquista. Ahí viven 450 mil personas, de las cuales casi el siete por ciento tiene necesidades básicas insatisfechas.



Fabián de la Fuente es coordinador general del TAU y explica cómo funciona: se forman grupos de trabajo que entrevistan a los vecinos y consultan la opinión de funcionarios. Luego, concentran su trabajo proyectual en el diseño de una solución para el problema planteado. Por ejemplo, en el caso de “La Montañita”, el desafío consiste en transformar ese basural en lugar de esparcimiento. Hasta allí llegó Sakauhsi, acompañado por unos veinte estudiantes (algunos japoneses) y docentes vinculados al TAU.

“Nosotros soñamos con que sea una plaza o un anfiteatro donde haya música y teatro porque los chicos acá no tienen nada de eso”, dice Mario Cruz, referente barrial y responsable del centro cultural Los Amigos, ubicado justo frente a “La Montañita”. Sakauhsi lo escucha a través de su traductor, el arquitecto guatemalteco Luis Méndez Noguera –de apenas 27 años– que se formó con él en Tokio a lo largo de 2012 y que sabe hablar en japonés y en inglés.



Sakaushi acepta un mate. Cruz le pregunta si le gusta. Él responde que es un poco amargo pero que ya lo ha tomado las cinco veces que estuvo en Argentina. La primera fue en 2010, cuando presentó una muestra con sus trabajos en el Museo de Arquitectura y Diseño de la Sociedad Central de Arquitectos. En esa oportunidad (y en ésta) fue invitado por Roberto Busnelli, que actualmente es el Secretario Ejecutivo del Instituto de Arquitectura de la Unsam y que también ha viajado a Japón para interiorizarse sobre el trabajo de su colega.



“Él es considerado una referencia en el campo de la métrica arquitectónica, lo que explica sus líneas geométricas. Además, se destaca por el modo en que pone en diálogo la ingeniería, la filosofía y las inquietudes socio-ambientales. Combina el vínculo entre teoría y práctica de un modo que en la universidad nos interesa mucho”, cuenta Busnelli.

El nombre de Sakaushi es un secreto a voces; uno de esos referentes que los estudiantes avanzados trafican cuando desean mostrar su nivel de conocimiento. Su prestigio se asienta sobre las líneas simples y diáfanas de sus construcciones, que aprovechan al máximo espacios reducidos. Pero que además dialogan con el entorno; aún si ese entorno se encrespa y se transforma en un terremoto primero y en un tsunami después, como ocurrió en 2011. “En ese momento, mucha gente en Tokio no sabía adónde ir. Y las reparticiones públicas cerraron sus puertas como fortalezas. Yo creo que un edificio no debe ser una fortaleza sino un lugar lo suficientemente flexible como para albergar personas de manera segura”, escribió hace unos años en el website ArchDaily.

Además, está al frente de uno de los estudios más prestigiosos de su país, el OFDA (Office for Diverse Architects). Este lugar “para arquitectos de diversas tendencias” según su traducción al castellano, concentra unas cuantas mentes jóvenes, brillantes y entusiastas.


Su historia como arquitecto comenzó en 1983, cuando se graduó en el Instituto de Tecnología de Tokio. Después completó una maestría allí y otra en la Universidad de California, en Los Ángeles. Su largo curriculum incluye la publicación de media docena de libros, varios premios y culmina en dos universidades donde da clases por estos días: la de Ciencias, en Tokio y la de Shinshu, en Nagano.



“En los países occidentales, la arquitectura tiene que ver con el arte y la estética. En Japón, nuestra formación tiene énfasis filosófico. Quizás llamamos ‘filosofía’ a lo que ustedes llaman ‘arte’”, dice en inglés, tras la visita a Barrio Sarmiento. Además, señala la influencia que tuvo en él su maestro Kazuo Shinohara, un estructuralista que reivindicaba el hecho de que las viviendas no sólo son hechos estéticos: deben estar pensadas para que en ellas vivan personas.

El interés por el aspecto social del hábitat lo lleva a distintos lugares del mundo, desde una favela en Río de Janeiro hasta construcciones precarias en Guatemala o Montevideo, su próxima escala después de Buenos Aires.

Sakaushi va contando estas cosas sentado en un bar estudiantil del campus de la Unsam, que se extiende a lo largo de 22 hectáreas muy cerca de la avenida General Paz. Afuera el cielo se oscurece y el campus se llena de sombra. Empieza a llover. Méndez Noguera va a buscar café y vuelve para ayudar a que avance una conversación que mezcla inglés, japonés, castellano rioplatense y guatemalteco. Con cada pregunta de la cronista, esa trama lingüística sube como una montaña invisible.





Si los antiguos poetas nipones se dedicaban a caminar en soledad, a explorar la naturaleza y a dejar esas impresiones labradas en brevísimos haikus, Sakaushi admite que él también camina para pensar. Pero no escribe haikus sino libros. En ellos busca dar cuenta de los principios que guían las líneas de sus casas llamadas “de tres corredores” o “tres ventanas”, tan populares que ya son arquetipos que utilizan como modelo constructores dentro y fuera de Japón. También se encarga de reciclar edificios. Es lo que hizo en un pueblo pequeño, Fujiyoshida, con una antigua fábrica de hielo que devino guardería infantil. O en la ciudad de Ibaraki, donde rediseñó una vieja escuela primaria y la convirtió en hotel y centro comunitario.



Integró la mayor empresa constructora de Japón, la Nikkei Sekkei, una auténtica factory que nuclea a cientos de profesionales. Pero en 1998 se fue y desde entonces se puso al frente de la OFDA. “Estuve en la Nikkei para aprender técnicas constructivas. Sin embargo, sabía que allí no iba a poder desarrollar ideas propias. Me interesa trabajar con otros. Pero también me interesa que podamos trabajar de modo conjunto”, explica.





Las construcciones que lleva adelante a través de OFDA están concebidas desde el vínculo entre el adentro y el afuera o lo que él denomina “la arquitectura como marco”. En las universidades argentinas circulan fragmentos de un libro llamado así, “Architecture as a frame”, publicado en 2010.



“Quien vive en un lugar, se termina acostumbrando al entorno. De este modo, las características arquitectónicas desaparecen del horizonte de conciencia. Llega un momento que esa familiaridad se transforma en ‘somatización’, como si las paredes se desvanecieran. Por eso empecé a diseñar viviendas que mantuvieran su condición de materialidad la mayor cantidad de tiempo posible”, escribió allí.



Esa materialidad radica en las paredes, a las que él llama, por momentos, “estructuras”. En 2016 avanzó más sobre esta idea y publicó Architecture as frame and reframe (un juego de palabras alusivo a un marco que contiene a otro y a la vez lo reformula; de hecho, “reframe” significa también “reformular”). “Un edificio es como un marco, abierto al exterior con varios elementos interactuando entre sí. A la vez, hay una estructura que se destaca. Es la que transforma en independiente cada habitación. Esa estructura actúa como centro de gravedad y núcleo espiritual de un edificio. El diseño está dictado por la búsqueda de un equilibrio entre el potencial de la propia arquitectura y la influencia de los elementos no arquitectónicos, enmarcando y re-enmarcándolos”, razonó en ese libro.



Es decir, se supone que la arquitectura se mantiene arraigada a la tierra, inamovible. Pero a la vez existe un movimiento contrario: el que realiza todo lo “no arquitectónico” que rodea a cada vivienda o construcción; por ejemplo, los árboles, el cielo, la gente alrededor. Incluso, los edificios circundantes. “Esto lleva a la idea de que una vivienda tampoco permanece inmóvil. Cambia su entorno. Y dentro la vivienda pensada como marco, también hay algo que se modifica de manera constante: la vida de quienes habitan ese techo”, agrega mientras termina su café. Un marco dentro de otro y ambos en transformación constante. “Llevo años alrededor de esa idea”, confiesa este hombre de contextura pequeña, que habla un inglés pausado.



Para explicar estos conceptos, en una conferencia que dio en Barcelona en 2015 apeló a la literatura. Específicamente, a tres libros: El Aleph, de Borges; El pájaro que da cuerda al mundo, de Murakami y País de nieve, de Kawabata. ¿Qué tienen en común? “Los túneles”, responde ahora con una sonrisa. Reconoce que es una respuesta poética pero también, opaca.



Los túneles para vincular el tiempo según Borges. Los túneles para que confluyan realidades de mundos distintos según Murakami. O aquellos que se deben cavar bajo capas de nieve superiores a los cuatro metros para llegar de un lado a otro. “Sí, Kabawata es una referencia en términos de belleza y tradición en Japón. Todo el mundo está de acuerdo en preservar la tradición de un país que históricamente estuvo muy reconcentrado en sí mismo. Pero a la vez, hay que pensar en el presente, que es global. Yo construyo en esa tensión”, explica Sakaushi, que alguna vez también fue profesor en la Facultad de Letras de Tokio.



Quizás, antes de volver a su país, visite a su hija, que vive en Nueva York. De vuelta en Tokio, terminará su nueva casa. El terreno tiene apenas cincuenta metros cuadrados y la construcción ocupará menos de la mitad. El resto será jardín. Este hogar minúsculo –síntesis de sus ideas sobre frame and reframe– tendrá rampas y pendientes. Sakaushi planea caminar y pensar allí, tanto como lo hace afuera.





En las paredes habrá colgados algunos cuadros de su esposa, que se dedica al shodō; es decir, el arte sutil de la caligrafía japonesa.





Ella se llama Seishin, que significa “corazón tranquilo”.