Polarización y fin de la tercera vía. las ideas ganan voluntades




Julio Burdman


Las preferencias políticas en Occidente están cambiando aceleradamente. Los nuevos republicanos en Estados Unidos, Lega Nord y el Beppe Grillo en Italia, el Partido de la Independencia del Reino Unido y el Frente Nacional en Francia atraen a grupos heterogéneos y cada vez más numerosos de votantes. ¿Puede llegar a nuestras costas algo de sus programas soberanistas y nacionalistas? Difícil. Pero estos partidos dejan una lección para la América del Sur de los próximos años: las ideas ganan voluntades.


En la ciencia política todas las definiciones y categorías están sujetas a debate. Esto puede lucir frustrante para un abogado, un economista o un biólogo, para quienes un tribunal es un tribunal, un precio es un precio, y un gato es un gato. O eso quieren creer. Pero acá la cosa es así: todo se discute. Los politólogos ni siquiera tenemos saldada la discusión de qué es un partido político. Para algunos, como decía Perón, el partido es solo un instrumento (jurídico) para presentarse a elecciones. Para otros es un tipo de organización, que se define por algunas condiciones mínimas (tamaño, dirigentes, militancia, cierta democracia interna, etc.): es decir, que no cualquier cosa merece llamarse partido, aunque lo pretenda. Y otros dirán que lo que realmente distingue a un partido como tal es su programa y su ideología. En el convulso 2016, la última de estas tres posibles definiciones -entre otras- es la que está pasando por su mejor momento, ya que a lo largo y ancho de los países de Occidente ganan elecciones partidos que tienen una ideología nítida e indiscutible. Y no de cualquier ideología.


Es evidente que hay una demanda programática que algunos están llenando mejor que otros. Los avances electorales de los nuevos republicanos en Estados Unidos, de la Lega Nord y el Beppe Grillo en Italia, del Partido de la Independencia del Reino Unido (motor del Brexit) en Inglaterra y en Gales, del Frente Nacional en Francia, y tantos otros casos, no pueden deberse solo a la eficacia de sus campañas o la penetración de sus organizaciones. Que las hubo: la campaña de Trump fue la más innovadora y el armado territorial del partido de las Le Pen hoy es más movilizado y potente que el de sus adversarios "tradicionales" del siglo XX francés. Pero más allá de esos éxitos instrumentales, el denominador común que reconoce la mayoría de los analistas es el triunfo es del programa.


Definir este programa es una misión delicada, porque implica lidiar con una maraña de adjetivos peyorativos que inundan los titulares de los diarios liberales y entorpecen la noble tarea del analista político. Ultraderecha, xenofobia, racismo, antisistema, fascismo: ¿acaso las masas de votantes de Europa y América del Norte, afectados por el virus de la rabia blanca, están optando por la Liga del Mal? Tal vez sí, pero antes de sumergirnos en ese prejuicio démosle una oportunidad. En principio, ninguno de estos partidos está proponiendo invadir Polonia. Más orden, menos impuestos, menos violencia, más servicios: todos quieren algo, y los nacionalistas están logrando atraer a unos cuantos.


En los actos del Frente Nacional se canta la Marsellesa, para la furia de socialistas y otros progresistas, que acusan a las Le Pen de haberse "apropiado" de los símbolos de la Francia republicana y tricolor. Y encima, ahora reivindican a De Gaulle. ¿Pero cómo? ¿No eran los católicos, los medievales, los pre-revolucionarios que negaban todo eso? Ya no. Se movieron rápido. Ahora son "todo lo francès". La nueva derecha popular actualizó su programa y los "partidos del sistema" no se habían dado cuenta. Los socialistas acusan a los nacionalistas de carcamanes homofóbicos y se enteran, tarde, que Florian Philippot, el Vicepresidente del Frente Nacional, tiene 35 años de edad, es gay y vive con su novio periodista. En Francia, Alemania, Austria o los Países Bajos, estos partidos que se llaman a sí mismos "soberanistas", y dicen proteger la moneda, el trabajo, el poder de compra del salario, y también el modo de vida abierto de los nacidos y criados en el país, contra las amenazas que vienen de afuera. La globalización de los ricos, los políticos y los diferentes ya no es vista ni siquiera como un vehículo de libertad. Los soberanistas, que confrontan con los ricos, los políticos y los diferentes, son los partidos de los grandes colectivos sociales que están a la defensiva, y expresan tanto al trabajador conurbano blanco, tal vez poco calificado y muy resentido contra el inmigrante norafricano que cobra menos por lo mismo, hasta a una mujer liberal de la capital que se incomoda con las miradas de los varones musulmanes cuando vuelve a su casa en el metro.


El 2016 volvió a confirmar que las ideas importan, las preferencias políticas en Occidente están cambiando aceleradamente, y que ganan terreno aquellos partidos cuyas ideas y programas están mejor preparados para representar dichas preferencias. Los soberanistas, que hace veinte años eran vistos como expresiones marginales y patológicas de la democracia liberal, hoy atraen por diferentes razones a grupos heterogéneos y cada vez más numerosos de votantes.


Eso puede producir, en Argentina, en tanto pedazo escindido de todo aquello pese a nuestra identidad propia en ciernes, la pregunta acerca de si algo del programa soberanista y nacionalista puede llegar a nuestras costas. Muchas veces, los fenómenos que suceden en Europa y Estados Unidos nos tocan. Por tradición histórica, nuestros debates políticos están recurrentemente influidos por los "modelos".


Por esa razón, a fuerza de "efecto demostración", si los nacionalismos resultan electoralmente exitosos en otros países, nunca faltará el vivo que quiera importar la "novedad" acá. Probablemente aparecerán imitadores caricaturescos de Trumps, Le Pens y Salvinis, convencidos de que hablando mal de los inmigrantes de países vecinos se puede montar una pyme electoral. Pero van a fracasar. Esa ola no va a llegar hasta nosotros.


En primer lugar, porque la xenofobia de los soberanistas es algo más compleja que el racismo. En Francia, Hungría o los Estados Unidos, el rechazo a la inmigración ha sintetizado una serie de demandas que en la Argentina no están latiendo. En América del Sur, la globalización no es el epicentro de nuestras vidas. Esta entre nosotros, pero es como si transcurriese en otra parte. De hecho, en muchos de nuestros países sigue siendo bien recibido por el público el discurso de "tenemos que insertarnos en el mundo". Un fenómeno totalmente autóctono: en el Atlántico Norte, ningún dirigente político convocaría a los votantes a "insertarse en el mundo". Sería un sinsentido. El mundo es un tornado que los rodea, y las opciones son amurallarse, lanzarle piedras o misiles, eventualmente tratar de dominarlo a travès de la administración.


Por lo tanto, un imitador de Trump en Argentina probablemente entenderá mal lo que sucediò en Michigan, simplemente llamará la atención de una minoría de racistas de la clase media con un discurso mal adaptado, y no podrá crecer más allá de un racismo con poca clientela. No podrá conquistar a las suculentas masas de votantes temerosos, antiglobalistas y no-racistas que hoy alteran las elecciones en el Norte, porque aquí no tenemos las capas de demandas antiglobalistas que construyen a dichos electorados. Además, como nuestros sistemas presidenciales son mayoritarios, el incentivo de los partidos políticos siempre pasa por incorporar nuevos electores, y no por dejar a nadie al margen.


Sin embargo, estos partidos de la derecha popular y soberanista del Norte dejan una lección para la América del Sur de los próximos años: las ideas ganan voluntades. En otros países, las demandas cambiantes de los electorados están logrando ser representadas por ofertas basadas en programas e ideas. Esto puede sonar evidente para algunos, pero no lo es para toda una generación de políticos que se ha formado creyendo que las voluntades se consiguen con campañas negativas, saturación mediática, males menores o prebendas.