Gramsci sobre Trump

Resultado de imagen para gramsci trump

Hay alarmas cuya pertinencia las convierte en sentencias proverbiales, aun lejos de su contexto. En 1930, encarcelado por el fascismo hasta su muerte siete años más tarde, un lúcido Antonio Gramsci define el significado histórico de las crisis en estos términos: “La crisis consiste en el hecho de que lo viejo muere y lo nuevo no puede nacer. Lo interesante es que en ese interregno surgen los fenómenos morbosos más variados”.


El presidente  de los Estados Unidos se ha manifestado como un proteccionista y un revisionista radical en políticas comercial y emigratoria y en alianzas de seguridad, y como un ignorante en materia tan peligrosa como la proliferación nuclear y el uso del arma nuclear. Eso tiene remedio: las opiniones se cambian y de lo que no se sabe se aprende.

Cuando Gramsci escribe, la Italia mussoliniana busca revivir con otro imperio la gloria de Roma. Alemania –no sólo los nazis– pugna por reflotar el pasado glorioso de sus Junkers. Europa viene de desangrarse montada en los nacionalismos balcánicos. Es una época –el comunista italiano así lo escribe– de “crisis de autoridad”, donde la opinión publica se aleja de las ideas tradicionales, las élites han perdido el consenso y los pueblos ya no confían en ellas. Con una Europa al borde del colapso, Gramsci se pregunta: “¿El interregno se resuelve necesariamente a favor de una restauración de lo viejo?” La pregunta es aún válida hoy, aunque junto a esos elementos comunes haya mucha distancia entre sus días y los nuestros. Suele interpretarse el lema de campaña de Donald Trump “Hacer a América grande de nuevo” como un indicio de que EE.UU. se concentrará sólo en temas internos . En sus mitines –vale la pena recordarlo– flameaban banderas de la Confederación. El sentir común de sus simpatizantes, encarnado en la penuria material de ese modelo que los dejó en la banquina, era la defensa de una herencia propia que hay que rescatar.


Trump no cambiará porque tenga un programa oculto más moderado. No lo tiene. Por no tener no se le conocen ni ideas ni asesores que las tengan, más allá de las cuatro ideas esquemáticas y eficaces, casi todas ellas radicales e inquietantes, con las que ha armado la retórica de su campaña: expulsar inmigrantes, construir vallas en las fronteras, poner fronteras a la industria y el comercio estadounidense, cuestionar las alianzas y compromisos internacionales, procurar más por los intereses propios y menos por los de los aliados y regresar a un pasado idealizado en el que los Estados Unidos eran grandes y ricos.



Trump cambiará. En primer lugar, porque está en su naturaleza profundamente adaptativa. Y en segundo lugar, porque a pesar de que tenga 70 años y una carrera entera de multimillonario a sus espaldas, su falta de experiencia en gestión política y pública le obligará a aprender en el Despacho Oval; pero mientras aprenda, la ecuación que suma sus ideas escasas, nulas o perversas y su oportunismo desbordante arroja un resultado de mayor incertidumbre todavía sobre su presidencia. Además de desconocido, el camino que emprende se adentra en la oscuridad más absoluta.

Hay algo en lo que no cambiará, que no puede cambiar: su carácter, su capacidad para despreciar, acosar e insultar, ampliamente demostrada durante la campaña, tanto por los medios propios, exhibiéndola en sus mítines y en sus tuits, como por medio de las denuncias de sus adversarios. Podrá reprimirlo o encauzarlo. Pero estará allí, agazapado bajo su tupe teñido de rubio y dispuesto a salir en cualquier momento, cuando sea necesario, como el escorpión con el aguijón de su cola. Un carácter así da mucho juego, como se ha visto en la campaña porque suscita las simpatías de muchos votantes. De quienes comparten parecidas características de su personalidad o de quienes consideran que todo vale para el buen fin de ganar las elecciones, como es el caso de muchos y respetables dirigentes republicanos.



Incluso las potencias que mayor provecho van sacar de la inhibición de Estados Unidos en el escenario internacional, como es el caso de China o Rusia, tienen motivos de preocupación en lo que concierne a la estabilidad económica y geopolítica. Pero también es una ventana de oportunidad para quienes desean avanzar sus peones en el tablero global e influir en la creación de un orden internacional en el que cuenten con más y mejores palancas de acción, y todavía más para las fuerzas o países con vocación insurgente.

Obama ha sido el presidente que más se parece al actual mundo multicultural y multipolar. Este nuevo presidente blanco, protestante, anglosajón y xenófobo es el anti-Obama, la reacción al ascenso de los países y clases medias emergentes del antiguo Tercer Mundo. Estos días ha hecho fortuna en las redes una cita famosa de Antonio Gramsci sobre las crisis revolucionarias con la que se quiere explicar el fenómeno de Trump e incluso presentarlo como el momento en que todo va peor antes de que todo vaya mejor: "El viejo mundo se muere. El nuevo tarda en aparecer. Y en este claroscuro surgen los monstruos". La frase es de la época de ascenso de los fascismos.

En nuestra época, la restauración conservadora de Reagan tuvo efectos devastadores con su política de desregulación financiera y su torpedeo a la ley Glass–Steagall, aprobada en los ‘30 para impedir la especulación bursátil. La desaparición de la norma (que Clinton derogaría en 1999) fue uno de los ladrillos de la brutal crisis global iniciada por la quiebra de Lehman Brothers en 2008.

Lejos de defender una agenda contra la élite y en defensa de los desfavorecidos bajo el modelo de Obama, Trump pertenece a la misma élite que dice combatir. Ahora la pregunta es, como Gramsci lo insinuaba, si el incendiario puede ser la misma persona que el bombero.