El cinturón del óxido; y la victoria de Trump


Rubén Weinsteiner

Donald Trump es el 45º presidente de los Estados Unidos. Aún resulta difícil leer esto. Se trata de una de las mayores sorpresas de la historia electoral del país norteamericano, una que no fue prevista por absolutamente ninguna encuestadora, ningún analista político, e incluso por casi ningún político republicano.


Las encuestas fallaron,  el análisis apunta a un error que va más allá de lo estadístico y es político: se subestimó el atractivo del discurso de Trump para un amplio universo de estadounidenses de la clase trabajadora decepcionados con el devenir económico del país en las últimas décadas, más allá de las crisis esporádicas y los cambios de gobierno.


Óxido en el aire


Sin desdeñar el papel que cumplieron Florida y Carolina del Norte, los estados previstos como pendulares en la previa de la elección, los nombres que le dieron la victoria a Donald Trump son otros: se trata de Wisconsin, Michigan, Pensilvania y Ohio. Excepto este último, en todos Hillary Clinton era clara favorita en las encuestas.


Estos cuatro estados forman parte de la región conocida como el “Rust Belt” (“Cinturón del óxido”), zona que sufrió un acelerado proceso de desindustrialización en los últimos 30 años producto de políticas tendientes a la internacionalización de las grandes empresas estadounidenses.


La industria automotriz fue el gran símbolo de este deterioro, con la ciudad de Detroit, Michigan, como máximo estandarte. Monumento a la industria estadounidense a mediados del siglo XX, de la mano de Ford y General Motors, sufrió una caída en la actividad económica tal que la llevó a reducir su población a la mitad en los últimos 30 años y declararse en quiebra en 2013.


El discurso económico de Donald Trump hizo fuerte énfasis en la recuperación de esas industrias. Prometió devolver al país las fábricas que abandonaron el territorio en busca de salarios más bajos y mejores condiciones impositivas. Evocó un supuesto pasado glorioso en el que el trabajador calificado (blanco en abrumadora mayoría) era amo y señor de esos territorios.


Sus promesas son difíciles de cumplir en la práctica. Habrá que convencer a las empresas transnacionales a regresar a un país con costos de producción más altos que aquellos en los que se asientan actualmente.


Sin embargo, Trump tuvo la capacidad de construir ese discurso,  para atraer a ese sector de la población que solía sentirse atraído por las propuestas de los demócratas y, cansados de la “clase política”, voltearon sus expectativas hacia un “outsider”.


Con este movimiento, el presidente electo tuvo la capacidad de modificar un mapa electoral que se mantuvo casi inalterado durante décadas, al ampliar la base de apoyo republicana. La combinación del voto (blanco) rural del Sur y el Oeste con el voto (blanco) obrero del Norte y el Medio Oeste lo llevó al triunfo.


Etnia y género


A partir del discurso xenófobo y en ocasiones racista de Trump, se construyó durante meses la idea de que en este elección el factor racial iba a ser aún más importante que lo que suele serlo en los Estados Unidos.


Teóricamente, una alta participación electoral de las comunidades afroamericana y latina hubiera asegurado una victoria de Clinton. Sin embargo, aunque estos sectores (que combinados representan alrededor del 35% de la población) cumplieron con ese papel, no fue suficiente.


El apoyo abrumadoramente mayoritario de las minorías a la candidatura de Clinton no alcanzó para contrarrestar el voto blanco de clase trabajadora.


El amplio prontuario de escándalos machistas de Trump debía también ser un factor a la hora de separar el voto entre hombres y mujeres. Y efectivamente lo fue: entre las mujeres, Clinton ganó por más de 10 puntos de diferencia, un número que no se veía desde 1976, cuando Jimmy Carter superó a Gerald Ford con un porcentaje similar.


Nuevamente, al igual que en el caso del origen étnico, se esperaba que el reconocido machismo del candidato republicano, combinado con la presencia de la primera candidata mujer de un partido mayoritario, llevara la diferencia mucho más lejos. Aquello no ocurrió y, de esta manera, no fue suficiente.


Recalculando


Trump es, sin lugar a dudas, el elemento más disruptivo de la política estadounidense en los últimos 100 años. Modificó las relaciones raciales, de género y de clase, al menos en términos de las simpatías partidarias y el voto.


El mapa electoral, a partir de su presencia, modificó claramente su fisionomía. Wisconsin no elegía a un republicano desde Ronald Reagan, en 1984; Pensilvania votaba de manera consistente a los demócratas desde 1988.


No hay que subestimar la antipatía que Hillary y su esposo, el expresidente Bill Clinton, generan en un amplio porcentaje de la población. Pero Trump tocó una fibra sensible.
Rubén Weinsteiner

Rubén Weinsteiner