El dedo índice de Donald Trump

Donald J. Trump, neoyorkino de 69 años, es la quintaesencia del ejecutivo estridente norteamericano. Personifica la imagen idealizada de los tiburones de los negocios que tiene el americano medio fuera de Manhattan. Interpreta el papel a la perfección y lo demostró en el reality show The Apprentice, en el que hizo a todo EE UU repetir ante la televisón “¡estás despedido!”, mientras guiñaba los ojos como un cowboy. Terminator en Wall Street, un personaje magistral para televisión.



El candidato republicano Donald Trump.


Tiene cinco hijos de tres esposas diferentes. El último nació en 2006. En su biografía oficial se define como “el arquetipo del hombre de negocios, un negociante sin igual”. Hijo de un empresario inmobiliario de Nueva York, se hizo con la empresa familiar en los años sesenta. En los setenta empezó a construir la marca Trump y en los ochenta ya era un icono del ejecutivo ególatra y sin escrúpulos de las películas. Todo lo que toca lleva su nombre. En Nueva York, existen la Trump Tower, los edificios Trump Parc, Trump Palace y Trump Plaza, Trump World Tower y Trump Park Avenue, según su web corporativa. Su cadena de hoteles, que incluye uno en Las Vegas, también se llama Trump y se define su estilo como “innegablemente Trump”.

Su fortuna vale 4.100 millones de dólares, según la clasificación de Forbes, lo que le sitúa en el puesto 405 de los hombres más ricos del mundo. Entró en esa lista en 1982. Por el camino se ha declarado en quiebra cuatro veces, en 1991, 1992, 2004 y 2009, siempre por exceso de endeudamiento para proyectos faraónicos. Trump reconoce abiertamente que utiliza las leyes de bancarrota como una herramienta de negocios: con ellas reestructura sus deudas y sigue creciendo. En parte puede hacerlo gracias a esa marca personal, el valor de que los proyectos se llamen Trump. Para una parte de EE UU, Trump queda como el hombre hecho a sí mismo, “realmente rico” como él mismo dice, que no necesita a la maquinaria de Washington y que sabe crear riqueza.

Lo que ha sucedido en estas dos semanas quizá empezó como un comentario improvisado. Pero el maestro de la atención mediática parece haber encontrado un filón. Lejos de retractarse, sigue insistiendo y contestando a sus críticos en Twitter, alimentando una espiral fuera de control. No es la primera vez que lo hace. En 2011, él solo llevó hasta sus últimas consecuencias la campaña para exigir a Obama que enseñara su partida de nacimiento para probar que era estadounidense. Consiguió hacer de una estupidez un tema ineludible para la derecha seria de EE UU y, cuando la Casa Blanca cedió y publicó el certificado para cerrar el asunto, se apuntó un tanto.

Esta vez el enemigo es otro. La comunidad latina se ha unido contra él como no se había visto a nivel nacional. El famoso poder latino, una idea difusa que lo expertos en marketing llevan dos décadas intentando descifrar, ha dado un golpe en la mesa. Los negocios de Trump sufrirán un poco. Pero la carrera de Donald Trump se define por su adicción a la publicidad. La rebelión latina en los medios al mismo tiempo lo está encumbrando. El día que Trump anunció su candidatura, las encuestas lo situaban en la novena opción de los 12 candidatos que había en ese momento. Hoy es el segundo en preferencia, por detrás de Jeb Bush.

Las encuestas a un año y medio de las elecciones, y con las primarias por medio, son perfectamente inútiles. No se puede sacar ninguna conclusión. Pero tienen consecuencias prácticas muy interesantes para Trump. El primer debate de candidatos republicanos lo organiza la cadena Fox el próximo 6 de agosto. Para entonces, se prevé que haya unos 16 contendientes y en el debate solo hay sitio para 10. El método para elegirlos es su posición en las encuestas. El día que dijo lo que dijo, Trump estaba prácticamente fuera del debate. Hoy, gracias a la campaña de boicot latino, está dentro y promete hacer bailar a todos los candidatos serios al son de sus chorradas. Los ha atrapado en una trampa envenenada. Si callan, le dan la razón. Si le critican, se enfrentan a una parte de su electorado. Solo el exgobernador de Texas, Rick Perry, se ha atrevido a decir que sus opiniones “no representan al Partido Republicano”. No es extraño que los demócratas como Becerra estén disfrutando y quieran que dure.
Sin embargo, si dura demasiado hay que tener en cuenta otra consecuencia de esta espiral. Trump va a seguir repitiendo el mensaje, muchos piensan como él, y si esto sigue unos días más puede acabar habiendo una legitimación del lenguaje racista extremo. Lo más peligroso es que se asiente como una opinión aceptada, que acabemos viendo debates entre partidarios de Trump y detractores. No es difícil de imaginar ese hipotético programa: ‘Esta noche debatimos: ¿son violadores los mexicanos o no? En el estudio nos acompañan…’.


En 2011, en un episodio de The Apprentice, Donald Trump sentó a tres hombres y una mujer para que hablen de la mayor derrota de la historia del programa que el magnate conducía en la cadena NBC: los cuatro habían sido incapaces de vender una sola pieza de un producto que en Estados Unidos sale como pan caliente —armas. Trump los dejó pelear con saña, interviniendo en ocasiones para salar las llagas. Al final, después de cuestionar el desempeño general, miró a los cuatro ejecutivos y los despidió. A todos.

Cuando se enfervoriza, los labios de Trump se contraen en una O tensa, como la boca de un pez desesperado por respirar, pero en aquella ocasión su desinterés fue monárquico. Sus manos nunca salieron del reposo en el regazo del esmoquin y la voz no subió un tono. Sobre los créditos del show, mientras los cuatro expulsados se exprimían para entrar en el asiento trasero de un taxi, la cámara mostró a un Trump taciturno: —La vida —dijo— continúa.

Donald Trump es un showman, un empresario inteligente y agresivo y también un inpresentable. Su candidatura es entretenimiento espectacular sostenido por frases provocadoras diseñadas para la primera plana de los periódicos. Su discurso revienta de anécdotas personales donde él siempre es bueno y gana y los demás son malos y pierden. De su boca salen diatribas como bombas mientras su cuerpo acompaña el espectáculo, apropiadamente, con movimientos teatrales. Trump no puede dejar quietos ni brazos ni manos cuando quiere marcar un punto. En The Apprentice despedía a los apestados con su gesto favorito, señalar con el dedo.

La expulsión del periodista Jorge Ramos de la conferencia de prensa en Dubuque, Iowa, no tuvo dedo. Como en la salida de los ejecutivos sin balas, Trump mantuvo los brazos quietos y envió a su asiento al conductor de noticieros con un par de rebuznos autoritarios. “Vuélvete a Univisión”, dijo con desdén. Y mientras un guardia pantagruélico arrastraba a Ramos afuera del salón, Trump se volvió al salón como si nada hubiera pasado y dio la palabra a alguien más. La vida continúa.

La eyección de Ramos, desechado como uno de los aprendices del show de TV, demuestra que Trump iza su dedo como estandarte para asuntos de Estado: China, la inoperancia del gobierno, los amaños de los políticos —y él. El día en que acusó a México de enviarle la peor gente, señaló a su tribuna para recordarle que esos tipos no eran gente de bien como ellos. Sus seguidores recuerdan su dedo determinante con camisetas estampadas Obama you are fired. Cuando deja de señalar recurrentemente a la audiencia, abre los brazos y apunta hacia sí mismo para recordarles que él es su héroe y sabe cómo hacer las cosas bien. El dedo de Trump dice tanto como su boca.

El hombre es el único animal capaz de apuntar con el dedo de forma natural y según el psicolingüista Sotaro Kita la acción encubre y descubre numerosos procesos biológicos, psicológicos y semióticos: la habilidad de hacer entender a otro algo estirando un dedo es un paso en la colectivización de nuestra conciencia individual pues nos unimos en la atención.

Pero si en la mayoría de los casos apuntar con el dedo es un acto societario, comunicativo y solidario, con Donald Trump el índice sirve de herramienta asertiva: un garrote que machaca cabezas. Trump ha enervado el discurso político y fortalecido exclusiones y xenofobia cada vez que abrió su boca de pez y de su dedo divino puso a colgar mentiras, exageraciones y promesas que jamás aclara ni argumenta pero sermonea como verdades reveladas.

En semiótica, el índice señala una relación lógica casi intuitiva: si ves humo, supones incendio. El humo de Trump remite a su propio fuego sagrado: Donald Trump habla en tercera persona de su tema preferido, Donald Trump. Sólo él sabe cómo hacer el país grande otra vez —Jeb Bush es torpe, Marco Rubio un niñato, Hillary Clinton una política pusilánime. Él es un millonario y un ganador, tan exitoso que barrerá a ISIS y someterá a los chinos. Él siempre tuvo mujeres inalcanzables; él hace reinas a las mujeres inalcanzables. En el extremo de la autorreferencia, una vez dijo que su hija estaba tan deliciosa que, si no fuera suya, saldría con ella. Cuando apunta hacia él, Trump se vanagloria de su máxima creación —él— para conseguir devotos.