¿Vota la inseguridad?

por Esteban Rodríguez


Vigía de la democracia, la militarización de la seguridad es uno de los atajos para distender el miedo, es el lugar donde “los uniformes” persisten y acobachan a la política. El miedo existe. Las sensaciones construyen realidad. La democracia frente a la tentación de ese populismo manodurista, creador de Malevos Ferreyras, que deja secas a las razones progresistas. ¿Qué hacer, Lenin? Contraponer seguridad a derechos humanos o seguridad contra garantismo es un lujo que solo pueden darse algunos políticos. Preguntas incómodas contra lugares comunes.

Alguna vez le escuché decir a mi amigo Marcelo Saín que “la inseguridad no vota”. En ese momento no supe bien qué estaba diciendo Marcelo, que tampoco dio una explicación. La frase quedó picando y se hizo un silencio en la oficina. Pero aquella frase siguió dando vueltas en mi cabeza en esta coyuntura electoral, que ya se demora varios meses, cuando la inseguridad se ha convertido otra vez el ítem central de la agenda electoral.

La sensación de inseguridad es mucho más que una sensación, y está hecha de otras demandas. No necesariamente de “más policía” o “más cárcel”. El gobierno no entiende la sensación de inseguridad. Acorralado entre las cuerdas se ha puesto demasiado literal. Cree que la inseguridad vota, que la inseguridad sigue siendo la principal preocupación de la sociedad o de gran parte de la sociedad. En ese sentido, tanto el gobierno nacional como los gobiernos provinciales, creen que una respuesta coyuntural exitosa puede mejorar su performance electoral respecto de las PASO, incluso evitar la gran diáspora. De allí que el hiperactivo y todo terreno secretario de seguridad, Sergio Berni, movilice a la gendarmería de aquí para allá; reequipe a las fuerzas con nuevas dotaciones de patrulleros, chalecos antibalas y más municiones; disponga nuevas cámaras de vigilancia en toda la ciudad, multiplique los retenes y puntos de control, sature las calles de policías. Los candidatos se disponen a bajar la edad de punibilidad para los menores; se hacen mega-operativos en las villas miserias, y luego pomposas conferencias de prensa anunciando que ha sido desbaratada una banda o superbanda de venta de droga, o de autos robados, o de piratas del asfalto.

Nils Christie dijo hace ya casi una década que en el neoliberalismo la lucha contra el delito era la “vidriera de la política”, que cuando el mercado de trabajo se desregulaba y flexibilizaban las relaciones laborales, cuando el Estado tomaba distancia de la salud, la educación, la previsión social, la vivienda y la infancia asistida, uno de los pocos nichos que le quedaba a la dirigencia de turno para presentarse como merecedor de votos durante la competencia electoral, era la inseguridad. Todos los candidatos probaban su valía en la lucha contra el flagelo del delito.

Diez años después, la inseguridad continúa desfilando por las pasarelas, pero las razones deberían ser otras. Sucede que hoy estamos ante un Estado amplificado que ha reasumido viejas tareas y tomado nuevos compromisos; un Estado que ha vuelto a agendar aquellos problemas que durante el neoliberalismo fueron dejados de lado y convertidos en objeto de ajuste y desinversión. La inseguridad, incluso, es un tema que se mantiene como ítem central a pesar de que exista cierta disminución de las tasas del delito en la última década. La pregunta que nos hacemos es ¿por qué? ¿A qué se debe esta persistencia? ¿Por qué el delito sigue ganándose la atención de la ciudadanía hasta convertirse otra vez en uno de los temas centrales en estas elecciones?

Tal vez, y en parte –como muy bien señalaron recientemente los investigadores Gabriel Kessler y Denis Marklen en el libro Individuación, precariedad, inseguridad (2013) – porque en la última década “no hubo un aumento de la aceptabilidad o un proceso de naturalización que podría resultar de un nuevo umbral de riesgo aceptable de la vida social”. En otras palabras: la ciudadanía no está dispuesta a resignarse y aceptar con angustia o sufrimiento determinadas conflictividades sociales con las que se miden real o imaginariamente todos los días. Y bienvenido sea que determinadas violencias no pasen a formar parte del paisaje invisible de la vida cotidiana. Al mismo tiempo, quizás al atenuarse la preocupación por la economía, la inseguridad adquiere mayor atención. Con todo, se entiende que el descontento frente a la inseguridad se haya traducido en una intensificación de la demanda de seguridad.

En segundo lugar, para responder aquellas cuestiones hay que tener presente como había señalado también Kessler hace unos años en su libro El sentimiento de la inseguridad (2009), que el temor al delito es una categoría compleja. No siempre se quiere decir lo mismo cuando se habla de miedo al crimen, no todas están haciendo lo mismo. Algunas variables pueden, efectivamente, estar dando cuenta del temor que sienten los individuos por ser víctimas de un delito (tienen miedo); otras manifiestan la percepción de un riesgo (no tienen miedo pero creen que pueden ser víctimas) y otras finalmente manifiesta preocupación por la inseguridad (no tienen miedo, tampoco perciben la percepción de un riesgo, pero están preocupadas por el tema).

Me atrevería a sumar una cuarta a estas tres señaladas por Kessler, que llamaré aquí “pase de boleta”. Es decir, no tienen miedo, tampoco están preocupados por este tema, pero encuentran en la actualidad de esta agenda la oportunidad de presentar otras demandas, de manifestar el disgusto que sienten frente a otros asuntos, es decir, de pasar factura a los gobernantes de turno.

Esta última dimensión no debería descontarse, más aún en sociedades con sistemas políticos con dificultades, que provienen de una crisis de representación de larga duración. Hablamos de crisis de representación para señalar la incapacidad del sistema de partidos para agregar los intereses (hacer síntesis y representar) de los diferentes sectores y actores sociales, pero también para señalar la dificultad del sistema parlamentario para canalizar y procesar las diferentes demandas y conflictos sociales. En otras palabras, cuando los representantes no representan, o por lo menos no representan a todos, aparecen otros actores o agencias (el periodismo, por ejemplo o la Corte Suprema), u otros grandes temas que tienen la capacidad de generar mediaciones y de esa manera presentar en la esfera pública aquellas otras demandas. Y no solo las demandas sino la intensidad de estas demandas. Y acá es, me parece, donde entra a jugar esa cuarta variable que mencionaba recién. El miedo, la manifestación de miedo, es la mediación imaginaria que permite dar cuenta de un sinnúmero de temas. A través de ese miedo manifiesto se embuten otros problemas que no tienen cabida en el gobierno y que tampoco fueron tomados, o que lo supieron tomar los partidos políticos opositores.

Hay que reconocer que en la última década esta crisis ha disminuido considerablemente. No sólo se han recompuesto tramas políticas que pueden contener a muy numerosos actores y sectores, relegitimando con ello lo político y el papel de la política frente a la economía. Sin embargo, al no haber una oposición capaz de agregar y representar puntos de vistas disímiles, la fragmentación política y la persistencia de proyectos personalistas pendulares, fueron desgastando a la oposición, y dejaron de ser identificadas como fuerzas opositoras. No es casual que medios como Clarín y TN hayan ocupado un lugar cada vez más central en la estructuración de los desacuerdos. Cuando los partidos no representan o no saben representar, entonces el periodismo o determinados sectores del periodismo, con sus respectivas agendas (entre las que está la inseguridad), empiezan a ser identificados como las mediaciones a través de las cuales se puede canalizar el disgusto. Más aún: cuando las oposiciones no supieron ocupar espacios en la arena política que estaban quedando vacantes, no es extraño que esas lagunas las empiecen a llenar, paradójicamente, determinados sectores del PJ que hasta ayer estaban dentro del “kirchnerismo”, porque no les convenía o podían estar afuera. Este es otro tema, aunque vinculado al que estamos explorando ahora. Porque estos novedosos opositores recalaron en aquellos temas que fueron delimitados por las mediaciones imaginarias, a saber: el miedo. Massa, como un imán, es un catalizador que supo captar las oposiciones sueltas y lo hizo apropiándose de la inseguridad.

Cuando los partidos no median, la ciudadanía va componiendo otras mediaciones imaginarias (mediaciones afectivas y unánimes, es decir, que tienen que tener el peso de una gran contundencia política) para poder manifestar su disenso. Uno de estos artefactos a través de los cuales se intentó presentar su disgusto fue la inseguridad, el temor al delito. Más aún: cuando la inseguridad tiene prensa, si el delito se lleva la tapa de los diarios, la manera de presentar los disensos, manifestar la desconfianza y pasarle boleta a los gobernantes será a través del temor al delito. Las manifestaciones de inseguridad constituyen la oportunidad de mostrar un disenso y la contundencia del disenso. Por eso, cuando a los actores de la opinión pública les pregunten si tienen miedo o cuando les pregunten cuál es el principal tema en la agenda política, apuntarán enseguida: “la inseguridad”. No es casual, entonces, que en estas elecciones la inseguridad se haya convertido otra vez en el tema central. No sólo para los principales opositores del pejota sino para el resto de la oposición y los medios hicieron del delito la fuente de todos los males. Pero también el gobierno ha hecho de la seguridad su caballito de batalla, cargando en la cuenta de la policía, la mágica solución a todas las supuestas imputaciones.

El miedo es una sensación tramposa. Y esto no significa que no debería tomarse en serio. No estoy diciendo que el delito, o mejor dicho, estas conflictividades violentas no constituyan un problema, y tampoco que no exista el miedo al delito y no haya que dar también una respuesta efectiva frente a eso. En un país donde el delito aumentó en las últimas dos décadas un 250% y continúa con una tasa de victimización del 35% tenemos razones para estar preocupados. Pero hay que saber de qué se está hablando cuando se escucha por doquier que “la gente tiene miedo”. Por lo menos para no meter la pata alentando medidas punitivas que solo refuerzan el poder de fuego de las agencias corporativas y militarizadas. Se pierde de vista que una caracterización demagógica terminará relegitimando y habilitando otra vez a las policías como la respuesta a todas las preguntas. Acaso por todo esto sostengo que la inseguridad no vota. Que la inseguridad es una suerte de embutido donde se cuelan un montón de cosas, y que de esa variedad, solo algunas tienen que ver con la inseguridad, el resto son problemáticas que no deberían desatenderse. Que la respuesta a ese sentir tramposo puede ser más peligrosa todavía porque puede incrementar consensos punitivos, alentando soluciones autoritarias con consecuencias antidemocráticas.