Los bagayeros textiles internos


Estos distribuidores de nuevo cuño vuelven a sus pueblos con mercadería por hasta $ 30 mil que revenden al triple de su costo, y sin mayor riesgo. Si se quiere dignificar el sector hay que reducir al mínimo la intermediación.

Enrique Mario Martínez



Foto: Mariano Martino

Cada tanto los porteños o los habitantes de las grandes ciudades argentinas son interpelados por alguna nota de color, sobre el contrabando hormiga en los puestos fronterizos con Bolivia o Paraguay. La salida de harina, fideos o aceites y la entrada al país de ropa que primero era boliviana y luego china, es un clásico del intercambio fronterizo.
Sin embargo, esa pintura atrasa. Quien visite por curiosidad una feria como la paraguaya a la cual se accede simplemente cruzando a pie desde Clorinda, en Formosa, por ejemplo, descubrirá allí algo de ropa china, pero mayoría de ropa argentina, del mismo origen que la que se vende en La Salada, cerca de la Capital Federal.
En los números macro, algún aventurado economista y por supuesto los administradores de esa feria del Conurbano pueden sostener que ese es un hecho auspicioso para la economía argentina. Desplazar al costo chino suena espectacular. Sin embargo, ese triunfo no es asignable a la tecnología de producción, a la organización, al transporte, a sistemas de promoción impositiva o similares. Es directa evidencia de la autoexplotación de miles de talleristas que pueden controlar un único costo variable: su propia remuneración.
La industria de la indumentaria no ha podido automatizar la etapa final del proceso de producción de una prenda. La confección se hace en buena medida de la misma forma que lo hacían nuestras abuelas, con equipos de bajo costo unitario, sobre los cuales se inclinan las operarias sin límite de horas. Consiguientemente la capacitación de las/los trabajadores del sector es posible implementarla en corto plazo y la oferta laboral es abundante y supera a la demanda. La posibilidad de explotación de estos trabajadores es casi una idea obvia del capitalismo. La alternativa para ellos, que no diseñan, no tienen marcas conocidas, no publicitan, no pueden afrontar caros locales de venta, no es otra que la autoexplotación, esto es: vender por su cuenta en conglomerados informales compitiendo salvajemente por precio. Como dice hoy uno de los gestores de La Salada: "un centavo por prenda hace la diferencia".
Una pequeña fracción de los compradores son consumidores finales, que se bancan los horarios de trasnoche y madrugada. La gran mayoría, no obstante, son ventas mayoristas a tours de compra del interior del país, que más tarde hacen una parada en el barrio de Flores, en Buenos Aires, y luego vuelven a sus pueblos, con 10 a 30 mil pesos de mercadería por persona, que revenden al triple de su costo, sin mayor riesgo, porque han comprado en base a listas de pedidos previos.
Esos bagayeros de nuevo cuño obtienen beneficios muy superiores a un asalariado medio, vendiendo a su vez en competencia favorable con las marcas más conocidas, porque estas trabajan con márgenes aun muy superiores a los mencionados.
Cambiar esta perversa cadena no se limita a ordenar la responsabilidad impositiva de cada eslabón, como reclaman los industriales formales. Tal vez uno de los caminos más solventes sea asegurar demanda a precios justos a la mayor cantidad de talleres posibles. La primera puntada está en el sector público. El Ministerio de Desarrollo Social de la Nación implementó el plan para contratar a talleres en todo el país un millón de guardapolvos escolares. Ese programa ha tenido éxito, a pesar de las dificultades que algunas reglamentaciones generaron. Puede mostrar talleres que hoy son bastante autónomos, desde los promovidos por Milagro Sala en Jujuy, hasta una densa red en el Gran Buenos Aires. La provincia de Formosa, con otro modelo, instaló una empresa central de diseño y corte de guardapolvos y luego traslada los cortes a costureras domésticas, que acceden a ingresos dignos. Ya han saltado a ropa de hospital y a uniformes policiales, con sostenido crecimiento. Debe haber más ejemplos similares en el país, que quien esto escribe desconoce.
El paso siguiente, que es poner a los talleres en contacto directo con los consumidores, condicionando así el margen de los bagayeros o directamente eliminándolo, ya no es tan simple. En teoría, bastaría con disponer espacios de concentración como los actuales del conurbano, pero regenteados por el Estado, con venta en horarios comerciales normales y con un sistema que no obligue al productor a vender en forma personal, lo cual afecta hoy su productividad y su salud.
En la práctica, sin embargo, hay una condición de confianza básica, que debería superar la prueba del tiempo. Un sistema como el descripto debe ser sin retorno. Esto es: no puede ser un canto de sirena basado en cálculos de acumulación política de ninguna naturaleza, sino que debe emerger de un diagnóstico elemental pero profundo: Si se quiere dignificar el sector hay que reducir al mínimo la intermediación entre el productor y el consumidor. No hay espacio para probar y desandar o para la generación de nuevas capas de intermediarios. Los bagayeros internos deberían pasar a ser recuerdos de tiempos idos o transformarse en actores no abusivos de un sistema de distribución y venta como el esquematizado. Eso sería lo justo. Pero tengamos bien presente que el capitalismo librado a su inercia no construye escenarios justos. Sólo un Estado que crea en la imprescindible ocurrencia de esos ámbitos puede lograrlos. «