El mito de la competitividad en cadenas de valor de pequeña escala

En esta nota el autor pone en cuestión la necesidad de la competencia en las economías de pequeña escala, y advierte sobre las consecuencias de una puja entre iguales con los códigos del comercio internacional.

Enrique Mario Martínez
 
La hegemonía cultural de la economía de mercado se refleja en la instalación de algunos conceptos que resulta casi tabú eludir o contradecir. Uno de ellos es la vigencia de la competencia entre oferentes para atender al consumidor y la necesidad de ser competitivo, esto es: tener elementos para triunfar en esa puja. El término se utiliza a todo nivel, desde el comercio internacional hasta el pequeño negocio barrial.
Hace un año, en la ruta entre Cachi y Cafayate, en Salta, en medio de una maravillosa quebrada con mil colores y formas, pero sin un ser humano a la vista por kilómetros, aparecieron de golpe dos artesanos ceramistas, vendiendo sus hermosos objetos color pizarra debajo de un algarrobo. Al momento de pagar quedó claro que no trabajaban juntos. Competían. Uno agregando un sutil trenzado en las asas de los jarritos; otro con una vieja llama para fotografiar. Cada cual con su recurso.Un poco más adelante, junto a la ruta, estaban sus casas, las únicas dos construcciones hasta donde se perdía la vista. Estaba claro que la conveniencia económica más elemental era para ellos acordar los productos y los precios. Sin embargo competían. Esta situación, planteada en un caso límite, se da con mucha frecuencia en ámbitos donde el que ofrece sus productos cree que está en inferioridad de condiciones respecto del comprador y sobre todo que no hay lugar para todos, que alguno debe perder.
Sin embargo, esa no es la situación en el escenario de producción de la enorme mayoría de los bienes básicos que la comunidad necesita. En alimentos como la leche o los pollos, el productor primario forma parte hoy de una cadena dependiente del industrializador, sin casi ningún grado de libertad. Si opta por industrializar a una escala familiar, en las actuales condiciones de la economía, se pone en la mochila un problema descomunal de comercialización sin solución, salvo que el Estado regule el comportamiento de los actores. En consecuencia, cuando aquí se habla de buscar la competitividad internacional de la leche en polvo o de los pollos eviscerados, el reclamo va hacia la industria, que tiene como variable de ajuste lo que paga a los tamberos o a los galpones integrados, respectivamente. Se habla de competir, pero en realidad se traslada la carga a los más débiles en la cadena. No se hacen grandes reuniones para discutir la eficiencia global, con una retribución justa para cada eslabón. No. Simplemente, se embroma al más débil.
Con diversos matices, esa mutación de la competencia, que no es competir sino sojuzgar, aparece también en cadenas de tecnología más compleja. La industria automotriz, por ejemplo, ya no es representada por grandes industrias terminales que compran cada pieza del auto y luego arman el rompecabezas en una enorme línea de producción y ensamblado. En aquella situación, muy lejana ya, cada proveedor de cada arandela o cada resorte competía con un par, por precio y calidad. Hoy las terminales han aumentado su poder de negociación a través de reducir la tarea final a un ensamblado de subconjuntos (reciben el motor, los frenos, la electrónica y similares, en buena medida ya armados) y han disminuido sustancialmente el número de sus proveedores, generando relaciones estratégicas con sus proveedores de subconjuntos. En buena parte de los casos, intervienen en el capital de esas empresas. El concepto de competencia por proveer a una terminal se ha evaporado. En rigor, esta administra un sistema donde define sus costos y los de las empresas dependientes. En el mejor de los casos, la competencia se establece sólo entre filiales de la misma corporación en distintos lugares del mundo, para ver dónde se ensambla un auto. Es lo mismo que hacía la mítica IBM cuando ejercía el monopolio del equipamiento informático hace 40 años y obligaba a las filiales a competir entre sí para asignarle el paso final de la manufactura de algún equipo, pero mantenía en su planta matriz todos los procesos de alta tecnología.
La recomendación es: cuando escuchen reclamar competitividad, quienes crean en la producción popular deberían preocuparse, y tratar de cambiar el lenguaje. Se puede discutir eficiencia o productividad de cualquier actividad, en conjunto con la distribución de los frutos de esa mejora. Pero todos los actores de cadenas de valor en que su producto lo recibe otro industrial o algún intermediario comercial, deben saber que la búsqueda de la llamada"competitividad" de corto plazo –sobre todo cuando se refiere al comercio exterior– lleva aparejada que embromen al más pequeño, al más frágil. Muy diferente sería la situación si el que agrupa la oferta –el industrializador de leche o pollos o incluso la terminal automotriz– fuera un actor sin vocación de extraer renta de sus proveedores, como sería una cooperativa de productores primarios o una organización regulada por el Estado. Allí se haría realidad que mejorar la productividad global genera un beneficio compartido y hablar de competitividad internacional no produciría urticaria. «