Por Fernanda Vallejos *
El debate económico está atravesado por la cuestión de los precios y
su variación. Es decir, la inflación. Desde los clásicos, se reconoce la
cuestión distributiva como el principal problema de la economía. Aquel
sobre cómo se distribuye, quién y en qué proporción se apropia del
producto social. Digámoslo de una vez: la inflación es la manifestación
económica de un conflicto social.
Desde el punto de vista de la distribución funcional (aquella que da
cuenta de la participación de salarios y ganancias en el ingreso
nacional) ese conflicto está dado por la pugna entre trabajadores y
empresarios. Lógicamente, los primeros aspiran a mejorar su poder de
compra aumentando los salarios nominales, mientras los segundos añoran
incrementar la participación de sus ganancias elevando el precio de los
bienes que ofrecen, adicionando a los costos un elevado “mark up” o tasa
de ganancia. Esta es la esencia de la puja distributiva, que domina el
proceso inflacionario.
Por
Fernanda Vallejos
En la práctica es más complejo porque la puja también se verifica
hacia adentro del capital y el trabajo. Las empresas monopólicas u
oligopólicas –formadoras de precios– se apropian, al interior de la
cadena, de una porción extra del excedente a costas de otras empresas (o
productores) de menor porte a los que compran insumos (o materias
primas) a precios muy bajos y/o venden sus bienes intermedios o finales a
precios muy altos. Un capítulo aparte merece la heterogeneidad que
existe, también, al interior de los salarios, donde la distancia entre
la base y la cima de la pirámide salarial justificaría un debate mucho
más profundo.
Pero volvamos al conflicto clásico entre salarios y ganancia. En la
Argentina, esta puja estuvo anestesiada durante la década previa al
kirchnerismo, bajo los sueros del neoliberalismo que, es cierto, a la
par que derramaba desempleo, pobreza y desigualdad, mantenía niveles de
inflación cercanos a –y por momentos por debajo de– cero. En efecto, el
arribo de Néstor Kirchner a la presidencia y, con él, de la renovada
centralidad del Estado nacional y el conjunto de políticas que
permitieron el drástico descenso del desempleo –feroz y efectivo
disciplinador social– y la resurrección del Salario Mínimo Vital y Móvil
y las negociaciones paritarias, revitalizaron el conflicto.
Superados los tiempos de represión de la puja distributiva, los
indicadores dan cuenta de significativos avances en igualdad. Tal como
reconoce la CEPAL, obedecen a la recuperación del empleo y el salario,
pero también al rol reparador del Estado nacional en la asunción de su
vilipendiada función de redistribuidor, materializada en políticas como
las asignaciones universales, la ampliación de la cobertura previsional y
la actualización bianual de los haberes, o el reciente plan Progresar,
por sólo nombrar las más sustantivas.
Por eso no es casual que el bloque neoliberal, ansioso de poner un
límite al proceso en marcha, haga uso de todos sus dispositivos para
deslegitimar al Estado, machacando con la crítica del gasto público –que
se habría incrementado por una administración ineficiente y no por la
fenomenal expansión de derechos y prestaciones sociales y de la
inversión pública– y la emisión monetaria. En igual sentido, frente a
las paritarias, surge la “preocupación” de los principales grupos
empresarios (y sus voceros) por las pretensiones de los trabajadores,
donde el salario siempre es nombrado como “costo” y nunca como
combustible de un mercado interno robustecido que ha permitido la
expansión de los volúmenes vendidos por esos mismos empresarios,
engrosando, por ende, sus ganancias.
Todo al amparo de teorías avaladas por el mainstream neoclásico, de
las que nunca se dirá que son lógica y empíricamente inconsistentes o
que fueron desarrolladas al calor de intereses diferentes del nacional,
por decir lo menos. Ningún argentino dudará que los nuestros no lucen
muy equiparables a los de la Fundación Rockefeller, que financió a
Milton Friedman para que diera a luz su Teoría Monetarista, en el marco
de una acalorada defensa de la escuela de Chicago (la de los Chicago
boys que desembarcaron en América latina a partir del golpe de Estado de
1973 en Chile para expandirse epidémicamente al resto de la región con
los golpes cívico-militares que siguieron).
Mientras tanto, aparece un fenómeno novedoso. Gran parte de la
sociedad empieza a visualizar, a partir de la política de Precios
Cuidados, una variable hasta ahora tabú: la tasa de ganancia. La brecha
que separa los precios de usura de algunos bienes de los de sus
semejantes incluidos en la canasta de referencia a precios justos (que
implican una rentabilidad normal, reconocida por productores y
comercializadores) pone al desnudo eso de lo que algunos nunca quisieron
que se hable.
Sostenía en el título que la de los precios es una disputa de poder.
En la esfera económica, por la apropiación del excedente. Pero
trascendiéndola, en la cultural, por la construcción de sentido. El
éxito de este debate dependerá de nuestra capacidad para salir de la
trampa del pensamiento hegemónico y modelar un nuevo sentido común que
sintonice con nuestro genuino interés. Un interés que, a las claras,
obliga a indagar sobre el impacto de la rentabilidad empresarial en la
conformación de los precios, a construir mayor densidad ciudadana y
reforzar las capacidades de intervención pública.
Para avanzar en la determinación –cosa que viene bien resaltar en la hora de las paritarias– no sólo de un nivel salarial razonable para la competitividad de la economía sino también de los compromisos de inversión que mejoren la productividad y los niveles de ganancia que hagan sustentable un desarrollo económico y social armónico, conducido por el Estado. Condimentos ineludibles de una segunda etapa del ciclo político y económico abierto en 2003, que lleva implícita la necesidad de profundizar una matriz distributiva mucho más progresiva.
Para avanzar en la determinación –cosa que viene bien resaltar en la hora de las paritarias– no sólo de un nivel salarial razonable para la competitividad de la economía sino también de los compromisos de inversión que mejoren la productividad y los niveles de ganancia que hagan sustentable un desarrollo económico y social armónico, conducido por el Estado. Condimentos ineludibles de una segunda etapa del ciclo político y económico abierto en 2003, que lleva implícita la necesidad de profundizar una matriz distributiva mucho más progresiva.