Aún con todas sus limitaciones, el capitalismo social europeo, tanto
del tipo renano como escandinavo, parecía, en general, preferible al
estadounidense, especialmente en lo que hace a la cohesión social, las
relaciones laborales, la salud pública, la educación, la calidad de vida
y la seguridad. Hace muy pocos años, Jeremy Rifkin afirmaba, en su
libro The european dream, que el ideal europeo de “trabajar para vivir”
empezaba a sustituir al sueño norteamericano, donde “vivir para
trabajar” era, y es, cada vez más duro.
Pero en los últimos tiempos, ese modelo entró en crisis y los
mecanismos de solidaridad que constituían la base de su éxito se han
debilitado enormemente. La crisis puso al descubierto las enormes
diferencias estructurales entre los países, especialmente entre los
miembros de la eurozona, que fueron disimuladas por mucho tiempo con
transferencias financieras de los más desarrollados hacia los menos y
generosos préstamos. Éstos a su vez originaron grandes deudas en los
sectores público y privado de la periferia europea, que están hoy al
borde del default masivo. También tambalea la supervivencia y amplitud
de la moneda común, el euro; están en cuestión los acuerdos de libre
movimiento transfronterizo de las personas; mientras, el malestar de la
población crece en toda la Unión.
Esta debacle se incubó sordamente desde el fin de la Guerra Fría,
cuando comenzó a resquebrajarse el equilibrio relativo entre las fuerzas
de los principales Estados miembros, la solidaridad entre estos países y
la existencia de Estados que disfrutan de un grado razonable de
cohesión nacional y social. Una situación que se agravó con la
reunificación de Alemania y la crisis del euro, poniendo de manifiesto
un desequilibrio franco-alemán creciente y el ascenso de fuerzas
centrífugas en diversos países que, luego de la disolución de la URSS,
encontraron en su adhesión a la UE un espacio más o menos protegido en
la ola globalizadora. Toda esta construcción ahora está en peligro.
Como es sabido, a la implosión del bloque soviético siguió la
reorganización de Europa continental. Alemania reunificada, que trasladó
su capital a Berlín, cerca de Polonia, se convirtió no sólo en el
centro geográfico de la Unión Europea sino también en la potencia
económica dominante, la de mayor competitividad (a costa del
empobrecimiento de su fuerza laboral, dato que la mayoría de los
comentaristas omite) y líder de las exportaciones mundiales junto con
China pero con productos de mayor nivel tecnológico. La salida
exportadora fue consecuencia de la austeridad fiscal y salarial: la
economía alemana se volcó radicalmente hacia la exportación debido al
estancamiento del consumo interno por la disminución de sus costos
laborales. La relación productividad laboral/costos laborales creció en
Alemania desde 1999 mientras cayó en casi todo el resto de los países
de la zona euro, en especial en los periféricos.
Una razón es que la reunificación de Alemania, que en un principio
implicó grandes costos, terminó favoreciéndola. La diferencias
salariales entre ambas regiones (antes países) llegaron en algunos casos
a cerca de un 40%, con el agravante de que se le agregó un fuerte
desempleo, un porcentaje del cual se debió a razones políticas y otro a
una importante restricción de la mano de obra femenina, muy numerosa
antes en la ex Alemania Oriental. También tuvo que ver al hecho de que
se hizo tabla rasa con gran parte de la industria de esa región, a la
que se consideraba deficiente. Esto implicó altos grados de desocupación
pero también la llegada de empresas occidentales y la reconstrucción y
modernización de la estructura industrial con tecnologías
capital-intensivas y salarios más bajos para la población que volvió a
emplearse. Al abrirse las fronteras se agregó el flujo de mano de obra
barata de los países vecinos del Este. La amenaza de trasladar empresas a
países con legislaciones fiscales más favorables también influyó sobre
los sindicatos para que los salarios no aumentaran de acuerdo con los
niveles de productividad. Todos esos factores presionaron a la baja de
los costos empresarios.
La industria alemana se vio beneficiada por esta situación ya que su
plataforma exportadora, que creció notablemente con respecto al PIB
desde fines de los años 90 a la actualidad, amplió sus ventas a sus
pares europeos donde coloca el 50% de sus exportaciones. También resultó
favorecida por la demanda china de bienes de capital y maquinarias
sofisticadas, necesarias para el propio crecimiento del gigante
asiático. Para completar sus ventajas, el gobierno alemán logró
endeudarse a muy bajo costo dada la creciente demanda de sus títulos por
el descrédito de los de otros países de la región, mientras que su
dominio sobre el nuevo Banco Central Europeo le permitió imponer sus
propias reglas de juego en la UE. Es en la actualidad la 5ta. economía
del mundo y se recuperó notablemente del pico de la recesión de 2009. El
pacto fiscal de la eurozona representaba una nueva batalla ganada por
la burguesía alemana, al impedir que los capitalistas de la periferia de
la zona euro pudieran adoptar instrumentos adicionales para obtener
mayor competitividad. En ese sentido, el camino por el que debían seguir
necesariamente las clases dirigentes locales era el ajuste salarial, la
flexibilización laboral y el atropello de los mecanismos de seguridad
social, ya que la devaluación fiscal entraba en clara contradicción con
los objetivos fijados en el pacto.
Este proceso, más el impacto de la globalización, dieron por tierra
con los equilibrios previos, no sólo en Alemania sino en toda Europa. La
debilidad, ahora evidente, de la unión monetaria, sin una coordinación
fina de las políticas fiscales y monetarias de sus miembros, desembocó
en una crisis sin precedentes. Lejos de asemejarse, por la acción de los
mercados y en virtud de la moneda única, los países se diferenciaron
cada vez más unos de otros, en los costos y en la productividad.
Especialmente en sus niveles de inflación, déficit fiscal y
endeudamiento. Es inevitable trazar un paralelo entre la crisis del euro
y la de la convertibilidad: para los países periféricos de menor
productividad relativa, es ilusorio y perjudicial tener la misma moneda
que los más desarrollados, pero, como ocurrió en la Argentina de
2001-2002, la salida no es fácil. Teóricamente, un euro sólido debería
representar una ventaja para todos, incluso para Alemania, cuyo éxito
está ligado al de sus socios europeos. “Salvar” a Grecia, Irlanda y
Portugal, incluso Italia, en beneficio de los bancos pero en detrimento
de las personas y empresas, al menos las que dependen del mercado
interno, es probablemente más barato que tener que rescatar mañana a sus
propios bancos de la quiebra de estos países, de los que ellos serían
las primeras víctimas. Por otra parte, si el euro fuera sustituido por
un nuevo marco fuertemente revaluado, Alemania perdería automáticamente
buena parte de su competitividad, a pesar de toda su eficiencia
industrial y su disciplina financiera. En lugar de la “Alemania
europea”, deseada por los promotores del Tratado de Maastricht, que el
euro debería garantizar para siempre, se corre el riesgo de arribar a
una “Europa alemana”, o de llegar a una desintegración, que seguramente
iría más allá de la dimensión monetaria.
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