Por Rubén Weinsteiner para EL PAÍS
Hasta hace algunos años, la entrada en el mundo del trabajo determinaba un punto central en la vida de
todo joven. Era su inserción en el sistema económico y el comienzo de su
función de productor dentro del sistema. Para las clases bajas al término de la
primaria o de una interrumpida secundaria, para sectores más acomodados al
término de la secundaria, en forma
paralela y simultanea a la universidad o al término de ésta. En cualquier caso
el trabajo se constituía en un factor
ordenador en la vida del joven.
Una persona entraba a trabajar a una fábrica, y muchas
veces se jubilaba en la allí. Su lugar
de trabajo era una parte indivisible de su identidad. Tal persona era la que trabaja en el Banco
Mercantil o en Fate, la otra tenía un como jefe a tal persona. Lugar de
trabajo, obra social, sindicato, un jefe, compañeros de trabajo, eran factores estables, inmutables y referenciales en la vida de las personas.
Había personas que se tomaban 35 días de vacaciones porque hacía muchos años
que trabajaban en una misma empresa.
El mundo del trabajo se volvió líquido en términos de
Baumann, por contracción de la oferta y por falta de sustentabilidad, el trabajo dejó de ser ese factor ordenador a
la vez que nunca los jóvenes tuvieron tanta formación, información y años de escolaridad como hoy.
La precariedad laboral y la desprotección convive con altos niveles de educación, un
tercio de los jóvenes en América latina tiene seguro de salud y menos de un tercio cobertura jubilatoria. Solo el
7% de los jóvenes latinoamericanos está afiliado a un sindicato.
Repositores de supermercados, operadores de call centers,
empleados de locales de comida rápida, cajeros, mensajeros, pasea perros,
trapitos, cadetes, empleados de las puntocom,
son algunas de las posiciones laborales donde el factor común es la
precariedad, labilidad y bajas remuneraciones.
Esta brecha entre niveles educativos y de información altos,
y las limitaciones del mercado, instala
una tensión entre potencialidades y oportunidades, entre intenciones,
capacidades y condiciones objetivas de materialización.
Está tensión genera un malestar profundo emergente en el
segmento joven, sustentado en la latente insatisfacción, producto de querer hacer algo más interesante
y acorde a la vocación que lo que el mercado habilita. El trabajo es lábil, cambiante,
el marco que antes era el trabajo, hoy es la vocación y las diferentes microsegmentaciones específicas.
Uno ya no es su trabajo, porqué este suele estar ausente o
cambiar con mucha rapidez. Uno es su vocación y su potencialidad de acción.
El conflicto novedoso consiste en jóvenes muy capacitados,
con vocaciones intensas, diversas y originales, y la inexistencia de oferta para darle lugar a
esa capacidad y ganas. Las vocaciones se
han diversificado, ya no todos quieren
como hace dos generaciones, ser abogados, contadores, médicos o ingenieros.
Ningún sector sufre tanto el desempleo como el segmento
joven, en España el 50% de este segmento está desempleado, y la
vez es el segmento más capacitado y con más diversificación de vocaciones.
El voto joven, pone cada
vez más sus anhelos, en la potencialidad
de un sistema para satisfacer expectativas en términos de vocación e inserción
laboral, esperanzas, deseos y aspiraciones.
Un discurso de poder para el segmento joven, posicionado en el mundo del trabajo, debería poner en valor las vocaciones, las potencialidades de acción, y además de garantizar
una oferta superior laboral neta, plantear lugares para plasmar vocaciones específicas, no como políticas forzadas, sino como perspectivas
de factores dinámicos y multiplicadores dentro de la economía, a favor del estiramiento de cadenas de valor,
optimización de la matriz insumo-producto, mejoras en la productividad y
fundamentalmente el agregado de valor nacional a los productos y servicios, como herramienta fundamental para la
traducción de cualquier crecimiento en desarrollo, planteando al segmento joven
como factor clave dentro de este escenario.
Rubén Weinsteiner