Por Oscar González
El oficio periodístico —o la profesión, como algunos prefieren— está en
crisis en todo el mundo. Los avances tecnológicos y el despliegue de
Internet en particular, han impuesto otras dinámicas, urgencias y
necesidades a la hora de informar, que ya eran lúcidamente analizadas
por Tomás Eloy Martínez hace más de una década. Con todo, no es el mayor
desafío para los periodistas. La reconversión de los medios en que
trabajan les ha impuesto drásticos cambios en las condiciones laborales,
que en la mayor parte de los casos se traducen en sobrecarga horaria,
pluriempleo, estrés y precarización para los que permanecen adentro del
sistema, junto a tasas crecientes de desempleo y exclusión.
Una de las características más notorias, y menos debatidas, de esa
reconversión es que buena parte de los medios —muchos de ellos,
multimedios— no son ya empresas periodísticas, sino conglomerados
económicos para los que la búsqueda de información es apenas una
actividad entre otras, cuyos resultados son deseables sólo si se
traducen en mayores ingresos o sirven como moneda de cambio para
impulsar, generar o forzar otros negocios que nada tienen que ver con la
comunicación.
Podría decirse que el aura de idealismo que rodeaba en un tiempo el
ejercicio del periodismo ha sido sustituida por la etapa del implacable
pago al contado. Las revelaciones en torno de las escuchas ilegales de
un pasquín del grupo Murdoch en Gran Bretaña muestran que no se trata de
un fenómeno sólo argentino, aunque adquiera aquí proporciones
preocupantes. Tanto que se ha llevado puestos todos los recaudos
asociados a la buena práctica profesional, que hasta no hace mucho
situaban a los periodistas entre los referentes éticos de la sociedad
junto a los docentes. El abrupto descenso de la matrícula en las
carreras de periodismo y comunicación es un elocuente indicador de esa
devaluación.
Entretanto, los dueños de aquellos medios pretenden que el público siga
viéndolos como excelsa encarnación de la pureza, resguardo privilegiado
de la libertad de expresión y herramienta adecuada para su ejercicio.
Sin embargo, los argentinos han perdido la inocencia, y para bien. Uno
de los efectos más valiosos de la batalla cultural que se viene librando
en varios frentes, en gran medida gracias a la acción del gobierno, es
el reconocimiento de que ninguna agenda informativa es neutra y de que
en consecuencia es necesario multiplicar las voces.
En este proceso de mercantilización de la comunicación donde hay hijos y
entenados, la contracara de quienes han quedado afuera y viven de un
magro salario o de colaboraciones ocasionales mal retribuidas son los
periodistas estrella, aquellos personeros del establishment que operan
desde los medios concentrados sobre la opinión pública, aunque algunos
pretendan hablar desde el llano. La Presidenta, que no cultiva la
hipocresía y ha elegido un vínculo directo, no mediado, con la
sociedad, aludió en un discurso reciente a un caso prototípico, pero que
está lejos de ser el único.
Como era previsible, sus palabras trajeron airadas respuestas de
supuestos adalides de la libertad de expresión, los mismos que censuran
dentro de sus medios y hace unos meses montaron un verdadero sketch
televisivo porque la representante de todos los argentinos no les
concede una suerte de derecho de picaporte al que se sienten acreedores.
Si es sabido que de esos mercaderes del dato incierto, del trascendido
avieso o de la campaña engañosa nada puede esperarse, los periodistas
que aún creen en las buenas prácticas profesionales deberían escuchar la
reflexión presidencial para crear las instancias que fueran necesarias
-foros, debates, encuentros- para establecer, por sí mismos, normas de
conducta que contribuyan a garantizar la credibilidad de la información.
Esas pautas profesionales, inmunes al condicionamiento de las otras
pautas, las publicitarias, enaltecerán desde la autoregulación, el
oficio periodístico y garantizarán que el público esté bien informado.
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