El futuro de la Marca Japón



Por Alejandro Fernández


Para la gran mayoría de las personas de mi generación, nuestro primer contacto con los nipones, a inicios de los años 70, fue a través de unos carros cuadrados y feos que decían Toyota y Datsun en la tapa de sus maleteros y que para ese entonces vivían en lo más bajo de la cadena alimenticia automotriz. Pronto, sin embargo, estas baratijas se fueron transformando frente a nuestros ojos en la imagen misma de la calidad.

"Made in Japan" se convirtió rápidamente en la regla general de la excelencia en motos, elevadores, artefactos eléctricos, equipos de sonido, juegos electrónicos, computadoras y, por supuesto, automóviles.

Aprovechando esto, las esencias de muchas marcas hechas en la tierra del sol naciente empezaron a girar alrededor de su nivel de ‘japonesidad’ y esa aura de perfección oriental les sirvió para proyectar durabilidad con sólo mostrar, al lado de sus logos, un rectángulo blanco con un círculo rojo en el medio. La marca Japón había nacido.

El éxito de dicha marca tuvo consecuencias positivas para su población y, cortesía de una importante mejora en sus salarios, los japoneses fueron saliendo de la pobreza y su estilo de vida se elevó dramáticamente. Como resultado, producir en Japón se volvió muy caro.

Por eso, para evitar que los productos coreanos y chinos se apoderaran completamente del mercado de menor poder adquisitivo, ese país empezó a fabricar en lugares como Tailandia, Malasia y México.

El resultado fue que la marca Japón se empezó a diluir al no poder ponerle el sello Made in Japan a un producto que ahora tenía piezas de lugares distintos y que había sido ensamblado en un país en vías de desarrollo.

Pero la verdadera amenaza a la marca Japón comenzó con el nuevo milenio, cuando una serie de eventos le abrió pequeñas, pero profundas grietas. En el 2006 se dio un primer retiro en el mercado norteamericano de millones de baterías fabricadas por Sony que, al parecer, creaban recalentamiento en las computadoras portátiles.

Tres años después, Toyota empezó a tener problemas con la aceleración de sus autos y nueve millones de vehículos tuvieron que ser retirados de las calles. Aunque luego hasta la Nasa dijo que estos autos estaban técnicamente en perfecto estado y la marca Toyota salió con sólo algunos rasguños del incidente, la calidad intachable de lo japonés empezaba a ser cuestionada. Como si fuera poco, algo que parecía imposible era anunciado con grandes titulares: Japón ya no era la segunda economía del mundo. Los chinos le habían quitado el puesto.

Luego, el 11 de marzo, el archipiélago fue golpeado por un terremoto, un tsunami y el desastre nuclear. Recuerdo que la mañana del sismo, al ver las noticias, dije para mis adentros: “al menos fue en Japón”, pensando que si había un pueblo preparado para algo así, serían los nipones. Estaba equivocado. Los gobiernos locales se quedaron paralizados y fallaron en tareas básicas como las de suplir agua y comida a la población. Por otro lado, el Gobierno central mantuvo largos periodos de silencio y mucha lentitud mientras la radiactividad ganaba terreno en Fukushima.

“Pudimos habernos movido un poco más ágilmente entendiendo la situación y coordinando y ofreciendo información”, aceptó el secretario jefe del Gabinete, Yukio Edano.

¿Estamos entonces en el comienzo del fin de la marca Japón? No creo. Pensemos en Japón al final de la Segunda Guerra Mundial. Tiene frente a sí a más de dos millones de muertos (250.000 de ellos por causa de dos bombas atómicas). Es un país quebrado, destruido y con su honor pisoteado.

Lo único que les queda son sus principales atributos: talento, disciplina de trabajo y algo que ha sido parte fundamental del ADN de su gente por siglos, el gaman. Gaman es una palabra que viene del budismo zen y que se traduce como “la capacidad de soportar lo insoportable con paciencia y dignidad”.

El gaman se puede ver hoy en los rostros de cientos de personas esperando estoicamente en fila para recibir agua o en la cara de un padre buscando por días enteros a su hijo entre los escombros de lo que queda de su barrio, sin quejarse. Esta cualidad es la que le ha permitido a los japoneses resurgir de los tsunamis de Sanriku, Tokaido y Kyushu, que mataron a más de 60.000 personas, o el terremoto de Kanto, que acabó con 140.000 vidas en 1923.

En otras palabras, en situaciones muchísimo peores que las actuales, una y otra vez los japoneses se han levantado y han salido siempre fortalecidos.

Por eso no tengo dudas que la marca Japón puede reconstruirse a sí misma y, quizás, hasta potenciarse. Hace unos años, una importante figura gubernamental de Japón dijo que “lo que le hacía falta a la economía japonesa era un buen terremoto”. Si esta trágica y triste profecía se cumple, Japón seguirá siendo parte fundamental de la revolución tecnológica y su marca no se quedará atrás.