Extracto de una nota de Martin Granovsky
En la Casa Rosada usaba la mesa larga de reuniones, no el escritorio de la punta. Entonces extendía la mano derecha y la ponía perpendicular a la superficie, como si terminara de cortar algo, y bien cerquita del borde. “¿Ves?”, decía, y movía la mano para adelante y para atrás. “A la Argentina se la puede gobernar si uno se pone acá.” Y “acá” era, justamente, al filo.
–Pero en el borde, ¿eh? Si te pasás y te caés del borde, eso no es democracia. O te caíste solo y te quedaste sin la gente. Ahora, si no trabajás en el borde no hacés nada. En este país para que las cosas mejoren un poquito más, y para que vayan mejorando siempre, hay que aplicar la misma energía que poníamos cuando pensábamos que íbamos a hacer la revolución. Y después darle fuerte todos los días.
Néstor Kirchner, que murió ayer a los 60, le dio fuerte todos los días. Le gustaban las cosas concretas. Se ponía orgulloso cuando contaba que había sido intendente. Es verdad que cuando era Presidente andaba con un cuaderno. Un cuaderno piojoso lleno de números y siempre actualizado. Anotaba el índice de reservas o el crecimiento por sectores. Lo completaba con gráficos que leía y hacía leer a los demás. Cuando se le metía un tema en la cabeza lo machacaba ante cualquiera que entrase en ese despacho. Quizás fuera un ejercicio, porque después lo repetía y lo repetía en cuanto acto tuviera a mano. Una máquina de convencer.
No le gustaban las vacaciones ni el tiempo libre. Siempre prefería la política a cualquier otra cosa. Sus amigos más viejos cuentan que un día, cuando era gobernador, hasta le alquilaron una quinta para que descansara. El primer día apareció con unas ojotas impresentables y una malla vieja. El segundo día ya se había aburrido de descansar y estaba entregado a sus hábitos de siempre: el análisis de la relación de fuerzas, la hipótesis sobre cómo reaccionarían los demás ante una jugada, los escenarios del futuro.
–Acá lo que hay que tener es rumbo –decía–. De ahí no te movés. Y el resto lo vas viendo todos los días. Lo corregís.
Para imaginar a Kirchner diciendo estas frases se le puede agregar un “¿eh?” al final. A veces un poco de “che”.
Mientras fue Presidente su costumbre era resolver temas sin dilatarlos. Daba órdenes por teléfono y las terminaba igual: “¿Listo?”. Se reunía con todo el mundo y ese mundo se cruzaba en la sala grande del primer piso que está antes del despacho presidencial. Dirigentes políticos, legisladores, funcionarios, líderes sindicales, intendentes y pingüinos de vieja data se mezclaban en las esperas, a veces durante horas. De paso construían nuevas relaciones personas diversas que hasta ese momento de la vida no se habían imaginado juntas.
A todos les dijo, en algún instante, que no iba a ser candidato en el 2007. Nadie le creyó. Mal hecho: un costado sorprendente de Kirchner es que no mentía. Obviamente no contaba cada idea que le pasara por la cabeza ni secretos. En esos casos callaba. Pero nunca la vendía cambiada.
Cuando Cristina asumió la presidencia y después del paso fugaz por unas oficinas de Puerto Madero, Kirchner se recluyó en Olivos a trabajar en la articulación política. Era un negociador permanente que combinaba conflicto con acuerdo –a veces a tiempo, a veces no, como suele pasar en la vida– y no soportaba perder una cosa: el humor. Un atorrante cálido que siempre quería quedarse con la última palabra en el retruque y la gastada.
En China se enteró de que habían asesinado al Oso Cisneros, un dirigente social de La Boca al que habían amenazado unos narcos asociados con la policía. En una parada en la base de Guam, de donde salieron los aviones que tiraron la bomba atómica de Hiroshima, caminaba casi en soledad por el aeropuerto.
–No me lo puedo perdonar –decía en voz baja–. Porque nos avisaron. Y no llegamos a cuidarlo.Unos días después terminó de desmalezar en la Policía Federal lo que quedaba del comisario Jorge Palacios. Y cuando un jefe consideró humillante controlar una manifestación sin armas lo relevó e implantó para siempre una doctrina: el Estado debe contener la protesta social sin represión y, sobre todo, sin matar.
–A pesar de lo que dicen, no quiero un país en estado de locura –repetía en ese viaje de buenos oficios entre Colombia y Venezuela–. La gente tiene que tener un trabajo, un buen trabajo, y el fin de semana tiene que poder hacer su asadito y mirar el fútbol con tranquilidad, sin angustias y sin pensar en nosotros todo el tiempo.
Preguntaba datos de cada país, mezclaba justicia social con neodesarrollismo, se interesaba por los procesos políticos, era un peronista sin excesos en el ritual, estudiaba algunos temas obsesivamente como había hecho cuando negoció la quita de la deuda,
En las sobremesas convivían el Kirchner que ya empezaba a familiarizarse con un tablero mayor –el multilateralismo, las relaciones de Sudamérica con Asia– y el Kirchner ocupado en el 2011 y en formar cuadros y candidatos más jóvenes. “Que se larguen”, decía. Después agitaba las dos manos hacia delante como cuando uno empuja y completaba: “Que caminen, ¿cuánto van a esperar?”. En política no era un angelito y se sonreía como un chico con la astucia propia y con la astucia ajena. Peleaba cada centímetro y olfateaba por dónde pasaba el poder, en una intendencia de Jujuy o en las Naciones Unidas.