Nostalgia de lo absoluto

Julio María Sanguinetti

En un librito publicado con el título de Nostalgia de lo absoluto, George Steiner, ese brillante crítico y ensayista, producto refinado de la cultura europea, describe el proceso moderno del nacimiento de grandes mitologías, casi iglesias, que han dominado el siglo que pasó y aún proyectan sus consecuencias. Steiner piensa que el profundo proceso de secularización de Occidente alejó al cristianismo de su función rectora en la sociedad, y el vacío se llenó con esas construcciones del pensamiento nacidas de la necesidad humana de tener un código de interpretación de la sociedad.

Para él, una mitología requiere una pretensión de totalidad, una explicación completa del lugar del hombre en el mundo; unas formas fácilmente reconocibles de inicio y desarrollo, a partir de ese momento mágico que les da principio y, finalmente, un lenguaje propio, un idioma característico, con símbolos e imágenes singulares. De ese modo, estas arquitecturas institucionales les han dado a vastas multitudes esa guía que parecía perdida cuando las grandes iglesias cristianas dejaron de imponer sus códigos de comportamiento.

Por ese sendero nació el marxismo, se hizo del psicoanálisis un culto mágico y la antropología filosófica nos llevó de retorno a nuestros orígenes primitivos, a aquel estado de naturaleza que nuestra soberbia civilizatoria habría abandonado. Esas mitologías envueltas de un racionalismo de apariencia científica, por cierto abrieron caminos y explicaron asuntos hasta entonces no entendidos, pero, en su pretensión de totalidad, extraviaron a quienes las asumieron como verdaderas religiones sustitutivas.

La de Marx nos llevaba a la redención de la igualdad por la destrucción de las clases y el Estado; la de Freud, a encontrar la paz de la conciencia en la introspección profunda; la de Lévi-Strauss, a un retorno al buen salvaje con el que había soñado Rousseau, otro peligroso utopista.

Ellos crearon ese "malestar de la cultura", esa idea de que vivimos un mundo de tal modo injusto que nos lleva, en Marx, a la miseria; en Freud, a la locura, y en Lévi-Strauss, a la destrucción de nuestra verdadera naturaleza. Sus promesas de futuro se han ido cayendo una tras otra. Su visión global no ha resultado cierta. Los humanos hemos seguido adelante, guiados por el impulso creador de la ciencia, llevado a todos los órdenes de nuestra vida. Es verdad que hemos puesto en riesgo el ambiente, que vivimos golpeados por el estrés, que las desigualdades sociales aún nos atormentan, pero también lo es que vivimos más y mejores años que cualquier otra generación del pasado.

Lo notable del caso es que quienes siguen aferrados a esas "nostalgias de lo absoluto" militan en el mundo intelectual y político. Quienes tienen la responsabilidad de orientar el rumbo de las sociedades desde las ideas o el gobierno son quienes han incurrido, mayoritariamente, en esa tentación que el hombre común no cultiva. Este maneja automóviles, aunque echan humo; mira horas la televisión, aunque se diga que lo aturde; acude vertiginoso a las respuestas de la ciencia al menor malestar físico; se rodea de aparatos que le resuelven tareas cotidianas y calma sus angustias en vacaciones que rescatan la naturaleza o las formas superiores de la creación.

Las utopías, sin embargo, siguen a la orden del día. No tanto en el mundo desarrollado, que ha encontrado motivos para creer que el impulso del progreso conduce a mejores destinos, pero sí en nuestra América latina. El marxismo sobrevive en la isla cubana, que, pese a su totalitarismo de medio siglo y a su fracaso en erradicar la pobreza, es admirada todavía por millones de ciudadanos en el resto del hemisferio. Las ideas nacionalistas estrechas, antiuniversalistas, están vivas para temerle al "extranjero". Los agravios a la idea de progreso, concebida como un factor de alienación, nutren vastos movimientos políticos y enclaves juveniles de resistencia a las disciplinas de producción propias de la economía de mercado. El Estado omnipresente, en visión que el comunismo compartió con el fascismo, aún hace creer que es posible la ingeniería social y económica para manipular los rumbos de la producción, la educación y el bienestar.

Quien señale el desastre cubano, será acusado de proyanqui e imperialista. A quien recuerde que la economía capitalista es la que más bienestar ha llevado a los países desarrollados, se lo apostrofará de neoliberal y aprovechador de las desigualdades de la sociedad. Quien mire la historia y compruebe que nunca una sociedad puso proa hacia atrás, hacia mundos primitivos superados, con piedad será diagnosticado de una alienación consumista que le ha diluido su personalidad. Ni hablemos de lo que le ocurrirá a quien ose decir que las guerrillas revolucionarias no sólo trajeron sangre y violencia, sino que alfombraron el camino a las dictaduras militares. Se lo condenará irremediablemente por cómplice del terrorismo de Estado, ya que los asesinatos de los montoneros argentinos o la ETA vasca no son realmente terrorismo, sino, a lo sumo, excesos redimibles por la buena intención de luchar por un mundo más justo.

Lo paradójico es que quienes así reaccionan no son sólo vulgares políticos acechantes del poder por la vía demagógica. Muchas veces son intelectuales de valía en sus disciplinas o, por lo menos, gente que pasó por universidades en las que se supone que adquirieron instrumentos de comprensión y análisis más que suficientes para apreciar qué es lo que ya fracasó en el mundo y qué es lo que nos va llevando hacia la satisfacción creciente de nuestras necesidades.

La actual crisis, por supuesto, ofrece un atajo circunstancial para hablar del derrumbe de nuestro mundo liberal, pero el argumento es cada vez más frágil cuando se sabe que no hay alternativa para la recuperación dentro del sistema. Sin embargo, allí están, siempre prontos a soñar y apostrofar, a invocar las verdades absolutas y despreciar a quienes todavía creemos en que la libertad sigue siendo la única dimensión válida del desarrollo humano y la democracia el instrumento, siempre perfectible, para asegurarla a través de un sobrio Estado ordenador, administrador, protector de los más débiles, pero nunca asfixiante de la iniciativa individual.

Como decía Cosme de Médicis, el destino de los moderados de todos los tiempos es el de los habitantes del primer piso del edificio, asediados por el humo de los de abajo y por el ruido de los de arriba.

El autor fue presidente de Uruguay.