Historia en dos ciudades


Por Tomás Eloy Martínez

He visto fotos de los transeúntes curiosos que, al caer la tarde del 5 de septiembre pasado, se detenían ante la puerta del hotel Adlon, en la avenida Unter den Linden, mientras un abrumador cortejo de ochenta cámaras grababa para la televisión planetaria fragmentos del documental que se llamará 24 horas Berlín .

Zero One, la productora del documental, pretende que sus imágenes compitan con la mirada de Dios. Quiere registrar cada latido de la ciudad: escenas de pasión, de celos, partos, entierros, encuentros furtivos, enfermos en las salas de emergencia de los hospitales.

Esa pretensión de absoluto ignora que, por minuciosa que sea la representación del presente, a las cámaras se les escurre el pasado. Lo que estuvo alguna vez en un lugar ya no está más, y quizá lo que se ha perdido sea la razón de ser de ese lugar, el detalle esencial que sobrevivirá en los cielos de la historia.

En un álbum sobre la Berlín ya desaparecida he visto fotos de otros paseantes frente al hotel Adlon. Fueron tomadas en 1933, hace setenta y cinco años, poco antes de que los nazis avasallaran el poder y abrieran las puertas de un terror hasta entonces desconocido. A diferencia de las fotos de este 5 de septiembre, las de 1933 parecen las de una ciudad sumergida bajo las aguas. Las imágenes están disueltas en una luz turbia y los autos se ven como congelados en un horizonte de sueño. Frente al hotel Adlon, a pocos pasos de la Puerta de Brandenburgo, la avenida Unter den Linden estaba cortada entonces por un cantero donde languidecían los tilos. El cantero ya no existe, y los autos del presente se estacionan con indiferencia sobre esa frontera del pasado.

He visto fotos de los toldos que festoneaban la avenida en 1933: los toldos del hotel Adlon y los del café Schön, con mujeres de boina, en las terrazas, fumando pensativamente un cigarrillo, y hombres de peinado chato, rígido de gomina. Tanto el Adlon como el Schön fueron destruidos por la guerra y ya nadie recuerda si el café y el hotel que ahora llevan esos mismos nombres se les parecen en algo. Pero las mujeres de boina siguen asomándose tras las cortinas del pasado, bajando de un tranvía o atravesando las verjas doradas de la Kurfürstendamm -la calle a la que todos llaman Ku damm, eje del antiguo Berlín occidental-, con el cigarrillo todavía en alto, inmunes a las averías del tiempo. He visto, en el álbum de 1933, fotos de ciclistas, de tranvías, de vendedoras de flores confiadas en el futuro. Entonces casi no quedaba futuro, pero los berlineses no lo sabían y se aferraban a la vida con desesperada felicidad. Es difícil reconocer en la ciudad desafiante descripta por el documental de Zero One -una Berlín detenida en la eternidad del puro presente- algunas briznas de la capital que los nazis prometían rescatar de un pasado decadente mientras se preparaban para sumirla en un futuro de desgracias.

Muy pocos años antes de aquellas fotos de 1933, Berlín creía que su disipación y su locura no tendrían fin. Los travestis bailaban y se besaban en los cabarets, mientras en los escenarios se sucedían los payasos y las canciones de doble sentido. En los cafés se expresaban sin miedo los hermanos Heinrich y Thomas Mann, Bertolt Brecht, el dibujante George Grosz -padre de las sátiras gráficas-, y el gran director Fritz Lang, a quien Hitler y su ministro Goebbels querían encomendar la creación de una empresa nazi de cinematografía para competir con Hollywood. Apenas Lang lo supo, tomó el primer tren a París y se refugió en los Estados Unidos, donde todo era mejor pero nada era lo mismo.

Desde las mesas del Schön, al caer la tarde se veía pasear a Marlene Dietrich por la Unter den Linden, del brazo con el director Josef von Sternberg. Marlene era una corista casi desconocida, pero estaba filmando El ángel azul , en el que mostraría unas piernas perfectas que entonces eran únicas, pero que ahora son frecuentes en Berlín. Hitler y sus acólitos peroraban contra la decadencia alemana y ofrecían poner remedio a la pobreza, que en 1933 era tan grave como evidente. No decían cómo lo harían, aunque quienes prestaban atención a sus discursos de odio -como Brecht, como Grosz, como la propia Marlene- podían vislumbrar el rumbo que estaba por tomar la realidad.

En el Berlín de Zero One, la capital parece haber renacido con un espíritu nuevo. Los berlineses hablan de sus proyectos y, aunque las culpas del nazismo siguen atormentándolos -o acaso por eso mismo-, trabajan para el futuro con la energía de un recién nacido.

A comienzos de 1933, cuando fue ungido canciller del Reich, a Hitler no le gustaba que los alemanes leyeran otro libro que su Mein Kampf . Como todos los tiranos de la historia, no concebía un pasado sin él. Se proponía destruir las creaciones humanas que lo habían precedido, sobre todo si eran creaciones nobles. Quería suprimir la música de Alban Berg y de Schönberg, los libros de Freud, de Franz Werfel y de Wittgenstein. Los pensamientos y los sentimientos que habían precedido al nazismo no tenían derecho a sobrevivir ni a ser recordados.

La historia es cíclica y ciertos hechos persisten en regresar. El 10 de mayo de 1933, hacia las siete de la tarde, una procesión de tres mil estudiantes convergió en la plaza de la Opera, medio kilómetro al oriente del hotel Adlon, y levantó una gigantesca pila de leños. Sobre el altar del sacrificio, la muchedumbre bárbara arrojó libros de Jakob Wassermann, Stefan Zweig, Erich Maria Remarque, Heinrich Mann, Walther Rathenau, Albert Einstein y Hugo Preuss, que había redactado la constitución democrática de la República de Weimar. El holocausto incluía también, con voracidad universal, a escritores no alemanes: Jack London, H.G.Wells, Helen Keller, André Gide, Emile Zola. Las bibliotecas de los alrededores fueron saqueadas y el propio ministro de Propaganda, Joseph Goebbels, enriqueció el túmulo funerario con unos diez a doce camiones llenos hasta el tope de Talmudes, Biblias, Misnás y otros corderos propiciatorios del sacrificio judío.

Uno de los estudiantes, trepado sobre un mesón, leyó la carta de oprobio y la orden de ajusticiamiento: "Por el bien de la patria, vamos a quemar todos aquellos libros y folletos que contengan pensamientos u opiniones agraviantes para nuestro ser nacional, el hogar alemán y las fuerzas motrices de nuestro pueblo". Nadie sabía muy bien en qué consistían los valores de los que estaba hablando, pero el estudiante rugió y nadie se atrevió a no rugir.

El historiador William L. Shirer, que estaba en la plaza, refiere que un oficial de las SA clamó en ese momento: "¡Matemos a los escritores! ¡Matemos a los periodistas!". Y el narrador norteamericano Christopher Isherwood, que contemplaba desde la ventana de su hotel aquel espectáculo de pesadilla, recordaría más tarde: "Eran hombres dispuestos a matar, a violar, a cualquier allanamiento de la libertad o de la persona que pudiera saciar sus infinitos resentimientos. La ciudad entera yacía bajo un temor contagioso. Pude sentirlo en mis huesos, como si fuera una gripe".

La otra alma del pueblo alemán (pues había otra) yacía aquella noche entre las cenizas, aunque aún seguía viva. He visto fotos de cuando esa alma volvió a levantarse, el 5 de septiembre pasado. Un puñado de estudiantes -no eran tres mil pero eran muchos- caminó por la avenida Unter den Linden hacia la antigua plaza de la Opera, que ahora se llama August Bebel, en memoria de un político socialdemócrata al que apasionaban los libros. Los estudiantes dejaron un colchón de flores en el mismo sitio donde hace setenta y cinco años se alzaba la infame pira de los nazis. Sobre las flores depositaron algunos de los títulos incinerados: obras de Freud, de Werfel, de Stefan Zweig, de Thomas Mann. He visto esas imágenes entre los fragmentos de 24 horas Berlín que los amantes de la ciudad captaron mientras se grababa el documental.

Aunque los lugares siguen en pie, la memoria los transfigura y los redime. Como no puede modificarlos, los ilumina. La historia es cíclica, pero cuando algunos hechos del pasado regresan, los seres humanos son ya, felizmente, otros.