Tiempo de autocrítica

Por Carlos Escudé


El 12 de febrero de 2002, sumido en la confusión provocada por el torbellino social y político que derrocó a dos presidentes constitucionales, publiqué una nota en el diario BAE que titulé: Hacia la dictadura de Juan Manuel de Duhalde. El artículo abundaba en analogías fáciles pero falaces, como “la Mazorca de La Matanza”, en referencia a los piqueteros.

Un lustro más tarde y mucho estudio y reflexión de por medio, he llegado a la dolorosa conclusión de que la mía fue una canallada. Quizás el yerro moral estuviera atenuado por el desconcierto frente al pavoroso colapso del país que habíamos intentado construir durante la década anterior, un fracaso incomprensible para quienes, como yo, apoyamos el proyecto sin ser economistas. Pero fue una injusticia patética. Eduardo Duhalde salvó a la Argentina de la violenta anarquía que se cernía sobre ella. Luego, rápidamente, pasó la posta, con lo que renunció al poder quizá para siempre. Al revés que Perón desde su exilio, optó por el bien de su patria. Y los “gorilas” no lo supimos ver…

Toda otra interpretación de los móviles del ex presidente es injusta e insidiosa. Toda especulación que subordine su acotada grandeza a un interés egoísta peca de una pequeñez que contrasta con la moralidad esencial de aquel renunciamiento. Más allá de su pasado y también de su futuro, ésa fue su mejor hora.

Sé que el cinismo, generalizado entre nosotros, que es la otra cara de nuestra corrupción impedirá que muchos lectores acepten lo que acaban de leer. Por el contrario, a algunos les producirá hilaridad y atribuirán mis palabras a algún móvil mezquino. Qué más da…

El rédito espiritual de un descubrimiento de orden moral es muy superior a este tipo de sanción social, especialmente si consideramos el sorprendente hecho de que el de Duhalde no es un caso único. Por cierto, nuestro país acaba de atravesar unos comicios en los que el más exitoso mandatario de las últimas décadas ha renunciado voluntariamente a una segura reelección. Dejó los frutos de su éxito en manos de su mujer.

La hipótesis cínica y destructiva, que está generalizada, sostiene que éste es un método à-la-Kirchner para perpetuarse en el poder. Pero esta opinión se da de bruces con el hecho de que las probabilidades de que éste sea elegido presidente en 2011 son, en realidad, muy escasas. Están condicionadas no sólo a que doña Cristina encabece una excelente administración, sino también a que pueda capear los graves temporales que se avecinan, sin grandes costos políticos.

Ella es política por derecho propio, pero carece de experiencia de gestión. Dada la manifiesta habilidad política de su marido, si éste hubiese sido reelegido en 2007, las posibilidades de Cristina de ser presidenta en 2011 serían mayores de lo que (en las actuales circunstancias) serán las de Néstor en ese año. Ergo, éste no parece haber promovido la candidatura de su mujer para perpetuarse en el poder. Por el contrario, abdicó voluntariamente y cedió una enorme parcela de poder. Y obró en desmedro de la posibilidad de que los mandatos sucesivos del matrimonio Fernández-Kirchner se proyecten más allá de 2011.

No obstante, para nuestra gente pensante la mera enunciación de una motivación virtuosa es sospechosa de complicidad interesada. Estando en el apogeo de su poder, nuestros últimos dos presidentes, Duhalde y Kirchner, han renunciado voluntariamente a dirigir los destinos nacionales. Pero las clases instruidas del país no toleran la insoportable idea de que sus móviles fueran en parte patrióticos. Resuenan las palabras de Isaías: “Por más que oigan, no comprenderán; por más que vean, no conocerán”.

En cambio, las clases populares sí vieron y comprendieron que el país ha mejorado mucho en los últimos cuatro años. Basta con salir a la calle para comprobarlo. Esa es la razón del voto premio. El país es más rico. Tiene menos pobres. Y es más gobernable. Ya se encuentra muy lejos de la anarquía que asomaba en 2002.

Por cierto, ya todos reconocen que durante la gestión de Kirchner creció la economía y disminuyeron la pobreza y el desempleo. Y aunque la oposición ha repetido hasta el hartazgo, con razón, que el crecimiento no es mérito del Gobierno, lo que raramente se recuerda es que la disminución de la pobreza sí lo es.

La Argentina es un país que venía padeciendo políticas de concentración del ingreso desde la megadevaluación decretada en tiempos de María Estela Martínez de Perón. El régimen militar y luego los gobiernos de Raúl Alfonsín, Fernando de la Rúa y Eduardo Duhalde estatizaron o licuaron gigantescas deudas privadas. Así concentraron riqueza y engendraron pobreza. Y el gobierno de Carlos Menem acudió a un método alternativo de concentrar riqueza: privatizó activos públicos que vendió a precios fuertemente subsidiados. Debido a la disparada del desempleo, en los años 90 las consecuencias sociales visibles fueron aún más dramáticas que en las décadas anteriores. En suma –y ésta es la gran autocrítica que falta–, desde 1975 hasta 2003 todos los gobiernos argentinos hicieron más ricos a los ricos y más pobres a los pobres.

En cambio, durante los años de Kirchner estos mecanismos perversos de concentración de la riqueza estuvieron ausentes. Por eso disminuyó la pobreza, y éste es uno de los grandes méritos de su administración.

Subsiste, sin embargo, la gran “culpa” del populismo y su principal subproducto, la crisis energética. En la Argentina y en toda América latina, la gente pensante se rasga las vestiduras frente a la demagogia, afirmando que populismo y progreso son incompatibles. Y es verdad.

Lo que estas exhortaciones al buen gobierno no tienen en cuenta, sin embargo, es que a partir de cierto umbral de pobreza y analfabetismo funcional el populismo de un Duhalde o un Kirchner es casi inevitable, por lo menos en democracia.

La gente que está por debajo de la línea de pobreza preferirá dádivas presentes antes que promesas para el futuro. El político que ofrezca beneficios inmediatos obtendrá más votos que el que los escatime. ¿No quieres ser populista? Pues no serás gobernante. Un electorado educado y relativamente rico castigaría el populismo grosero. Pero un electorado paupérrimo lo premiará.

El de la crisis energética es el mejor ejemplo. La devaluación de 2002 exigía un doloroso ajuste de tarifas que nuestro pueblo empobrecido y deficientemente educado no hubiera comprendido. Si las tarifas y precios aumentaban, existía el riesgo de que se agravara el descontento, amenazando otra vez la gobernabilidad. Porque ese riesgo se evitó, las distorsiones en los precios de los combustibles desalentaron las inversiones en el sector, a la vez que alentaron el consumo. Por eso, por momentos la red eléctrica estuvo a punto de colapsar.

¿Exceso populista, falta de coraje y ausencia de patriotismo? Quizás. Pero también se puede interpretar que la preservación del orden es el interés nacional por excelencia y que consolidar la gobernabilidad es un imperativo categórico aunque venga a costa de una crisis energética. En ese caso, se apuesta a que una vez estabilizado el orden habrá tiempo para poner las tarifas en su lugar, superando la crisis del sector.

Otra sería la historia si nuestro pueblo fuera un poco menos pobre y lo suficientemente educado como para comprender las opciones abiertas al Gobierno. Pero con nuestros niveles de educación y miseria, habrá populismo. ¿Y cómo llegamos a estas circunstancias? ¡Merced a los mencionados ciclos de concentración del ingreso, producidos por todos los gobiernos desde 1975 hasta 2003!

En otras palabras, más allá de las banderías, el populismo es el producto de las culpas acumuladas por casi todas las dirigencias argentinas. Es el infierno que nos supimos conseguir.

Pero la ausencia de una autocrítica colectiva nos impide comprender su origen. Y esta limitación cognitiva nos hace caer en el facilismo de creer que basta con buena voluntad para superarlo.