Alguna vez alguien dijo que los países podían clasificarse en cuatro categorías: primero, los desarrollados; luego, los subdesarrollados; tercero, Japón, que no puede explicarse que sea desarrollado, y, finalmente, Argentina, que nadie puede explicar cómo es subdesarrollado. Más allá del humor negro, hay una aguda observación. No es sencillo explicar cómo el Japón, una isla sin recursos naturales, con una estructura social tradicional basada en una rígida estructura familiar y un gobierno de 'los viejos' llegó a ser la segunda potencia capitalista. Tampoco resultan muy a la mano las explicaciones sobre la Argentina, que es lo opuesto. Un magnífico territorio, con todos los climas; recursos naturales notables, desde gas y petróleo hasta ríos y tierras; una población con un nivel cultural promedio elevado, espíritu de iniciativa, inquietud. Es verdad que hoy día disponer de recursos naturales ya no tiene el valor de antes, pero que de las entrañas de la tierra surja la energía, o que una ubérrima pampa húmeda posea el máximo de fertilidad, o que los ríos montañosos permitan construir con facilidad represas, no deja de ser una gran ayuda.
La particularidad histórica de la Argentina es que 'fue' desarrollada. Raúl Alfonsín, en un libro titulado La cuestión argentina, dice que en 1880 pocos podrían haber adivinado que aquel país deshabitado y convulsionado sería 50 años después el más desarrollado de América Latina y uno de los más ricos del mundo; del mismo modo, pocos podrían haber predicho que el país próspero y democrático de 1930, 50 años después sería un país arrasado por la intolerancia y la decadencia económica.
Recientemente, Mariano Grondona recordaba que en 1908 la Argentina tenía un producto por habitante superior a Alemania, Japón, Francia, Suecia, Holanda y, por supuesto, de lejos mayor que Italia y España. Sólo siete países encabezados por Gran Bretaña y Estados Unidos le superaban. Y evocaba que en 1928, en los preludios de la gran crisis mundial, la Argentina estaba en el duodécimo lugar, todavía muy por encima de Japón, Suecia, Austria y, naturalmente, Italia y España. Si la Argentina, concluía, siguiera en el puesto duodécimo de aquel 1928, tendría hoy un producto por habitante de 26.000 dólares, cuando el que posee es inferior a 8.000.
Lo curioso es que cuando se llega a Buenos Aires y se recorren sus magníficas plazas, bordeadas de palacetes de la belle époque, se ven llenos sus restaurantes, donde el buen gusto rivaliza con la sofisticación gastronómica, se lee la cartelera de exposiciones en museos y galerías de arte o de espectáculos teatrales y musicales, se tiene la sensación de que la vieja Argentina sobrevive. Podría sospecharse, sin embargo, que los grand y petit hotel son sólo vestigios históricos; sin embargo, bastará recorrer la expansión edilicia deslumbrante del Puerto Madero, reciclando hacia la posmodernidad un abandonado recinto portuario u observar cómo se levantan dos vanguardistas museos privados, Constantini y Fortabat, para reavivar esa sensación de estar en un país culto y dinámico. No obstante, si hablamos con los hombres de empresa o los funcionarios que entran y salen de esas resplandecientes torres, nos encontramos con un país enfurruñado, descreído de su futuro, agobiado por reiterados ajustes económicos que no terminan de cuajar. Ellos nos hablan de una agropecuaria endeudada, de una industria cuasi quebrada, de una clase media que no siente un destino para sí misma, de una pobreza creciente. Son gente inteligente, de la que sobra en la Argentina, país de talentos en todas las disciplinas, aun las científicas.
El cuestionamiento no es igual al de aquellos países, los centroamericanos por ejemplo, que nunca fueron. El problema es que la Argentina 'fue' y ya no es. O no siente que es.
La Argentina creyó que era rica, y lo era, efectivamente, cuando la ganadería y los cereales brillaban más que el oro. Pero hoy ya no es así. Y la sensación de opulencia fue sólo embriaguez pasajera en los tiempos de la industrialización a la fuerza o la privatización acelerada.
Las explicaciones menudean. Se menciona la corrupción, pública y privada. La falta de garantías jurídicas para la inversión. La debilidad de un empresariado nostálgico del proteccionismo. La mediocridad de una vida política canibalista en que los unos se devoran a los otros. La inestabilidad de políticas económicas que se desvanecen detrás de cada cambio ministerial. Quizás haya algo de todo ello en una cara de la medalla, pero en la otra bien podrían ponerse ejemplos de honradez y eficiencia.
Una complejidad semejante no acepta explicaciones fáciles, ni eslóganes imaginativos, ni recetas mágicas que puedan pedirse o darse desde el medio político. Cualquiera que sea el rumbo que se tome, la Argentina tendrá que pasar por un reconocimiento profundo de su realidad. Que es la de un país que en los últimos 30 años apenas ha crecido económicamente, que, por lo tanto, no ha mejorado su distribución de riqueza, que ha vivido horribles tiempos de violencia, violencia guerrillera, violencia de Estado, y que tiene que proseguir un proceso de modernización apenas iniciado. Y, sobre todo, recuperar la fe en sí mismo. La fe y la ética de trabajo que tuvieron los inmigrantes que en el siglo XIX llegaron de España e Italia con una mano detrás y otra delante, y construyeron su grandeza.
La Argentina ya no es rica, porque hoy ser rico es poseer capital científico, propiedad tecnológica, know how, ventajas competitivas y no sólo recursos naturales. Pero tampoco es pobre, porque tiene gente capaz, infortunadamente muy desconcertada y dividida. No tiene por qué resignarse a un destino mediocre una nación con capital humano y tantos focos de modernidad que hoy ya refulgen. No tiene por qué. Pero ello pasa por dejar de soñar en lo que 'fue' para construir hoy lo que 'es'; por no escuchar a los médicos brujos que cada tanto le instalan la ilusión de un mágico elixir que recupera la prosperidad perdida.
JULIO MARÍA SANGUINETTI (Ex Presidente de la República Oriental del Uruguay)
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